Por Fernando González |
La Argentina es muchas cosas pero, sobre todo, es el país de
los enigmas sin resolver. No sabemos quien puso las bombas en la Embajada de
Israel, en 1992, ni en la sede de la AMIA dos años después.
Los asesinos de José Luis Cabezas están libres pese a secuestrarlo,
pegarle dos tiros y quemarlo dentro de su auto por el pecado de sacarle una
foto a un empresario mafioso.
Nadie sabe dónde está Jorge Julio López desde hace una
década. Y ésas son apenas algunas fotografías de la democracia reciente.
Porque la última gran herida de la institucionalidad
argentina es la falta de respuestas para la muerte del fiscal Alberto Nisman,
de la que hoy se cumple un año fatal.
De Nisman supimos la novela de sus últimas horas en su
departamento en Puerto Madero. Y la gravedad de su denuncia contra la ex
presidenta, Cristina Kirchner, y contra algunos de sus colaboradores por el
intento sospechoso de un pacto con Irán que deshonraba la memoria de las
víctimas del atentado. Después vino lo peor. La campaña para desacreditar al
funcionario muerto cuya sombra quemaba. La difusión de sus cuentas. Las fotos
de sus amigas. La denuncia contra su madre. Datos ciertos y mentiras mezcladas
para confundir en el estilo que mejor conocen los agentes de inteligencia. Y la
complicidad, por perversidad o por temor, de dirigentes, de juristas, de
periodistas y hasta de algún sector de la comunidad judía que prefería no saber
cómo había muerto el hombre que investigaba los nexos entre el horror y el
poder.
Lo cierto es que los perversos y los cobardes van ganando.
La madre, la ex esposa y las hijas de Nisman están convencidas de que al fiscal
lo asesinaron. Y la verdad dolorosa es que no hay una sola pista que permita
afirmar lo contrario. Medio millón de personas marcharon bajo la lluvia un mes
después de su muerte pero el año transcurrido nos tiene huérfanos de
certidumbres.
Hace bien el Presidente en recibir a su familia pero es
justicia y son respuestas concretas las que necesitan los Nisman y toda una
sociedad que intenta dejar atrás el infierno de los ojos bien cerrados.
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