Por Natalio Botana |
El desenlace de la fuga de tres acusados por crímenes
vinculados al narcotráfico ha servido para que la sociedad tome conciencia, con
satisfacción demorada por la recaptura, de las verdades ocultas tras la
propaganda oficial de la última década. En pocos días cargados de pesadumbre,
la triple fuga ha representado el papel de un disparador que revela la
corrupción intrínseca al Estado y las herencias que padecemos.
Sin embargo, ese Estado, que con ánimo de simplificación
denominamos en singular, conforma, en el orden nacional y en los niveles
provinciales y municipales, un conjunto mal ensamblado dentro de un sistema
federal que, en consecuencia, está muy lejos de funcionar como debería.
En este contexto, las contradicciones son patéticas, porque
mientras, por un lado, la política de la década pasada practicó sin tapujos un
unitarismo fiscal y un federalismo de provincias amigas, por el otro, cedió el
control de la seguridad pública, de acuerdo con la Constitución vigente, a cada
uno de los 24 distritos, exceptuada la ciudad de Buenos Aires (excepción que
muy pronto podrá borrarse mediante la transferencia de una parte de la Policía
Federal a dicha jurisdicción).
Este desacople entre astenia fiscal y seguridad pública a
cargo de provincias sin apoyo ni coordinación con el Estado nacional es un
escenario propicio para que el narcotráfico coseche sus productos de muerte y
disolución de los vínculos sociales. El caso de Santa Fe es, al respecto,
significativo por lo que no corresponde hacer: una provincia dejada de lado
durante ocho años por el Poder Ejecutivo Nacional en los asuntos de seguridad
porque estaba gobernada por una coalición opositora. El resultado fue la expansión
del narcotráfico.
Por otra parte, si nos remitimos al caso de México, que hace
las veces día tras día de un espejo en el cual reflejarnos, el sistema federal
mal practicado es la vía más eficaz para favorecer la implementación de esas
redes criminales (algo semejante, aunque en menor grado, ocurre en Brasil). Por
cierto, ésta no es una regla general. Colombia, por caso, no es un Estado
federal como Brasil, México y la Argentina; pero el hecho de que tengamos que
afrontar el gobierno de uno de los sistemas políticos más complejos de cuantos
nos ha legado la tradición republicana y democrática merece que sigamos
explorando el conjunto de malformaciones que están degradando las formas
estatales que hoy coexisten en nuestro territorio.
El primer punto para destacar son los grados e intensidad de
la corrupción. En vista de lo que pasó, el lugar sobresaliente en esa escala
que altera la forma de gobierno y el sentimiento de seguridad ciudadana lo
ocupa la policía de la provincia de Buenos Aires: la ya mitológica
"bonaerense", con su cohorte de 90.000 efectivos, que de nuevo dio
muestras, junto con el régimen penitenciario, de ser una corporación infiltrada
y dueña, en sus repliegues secretos, de poderosísimos recursos para fracturar el
monopolio legítimo de la violencia. Allí, la criminalidad está dentro y no
solamente fuera del estado provincial.
La "bonaerense" conforma un enorme desafío de
control interno, frente al cual han fracasado, hasta el momento, todos los
proyectos de reforma que se han encarado en estos más de treinta años de
democracia. La reforma de la provincia de Buenos Aires en todos sus niveles
-fiscal, de seguridad y de tamaño y desproporción de su población- debería ser
un gran objetivo. Con este peso agobiante, la gobernabilidad de la Argentina
seguirá enfrentando grandes riesgos.
Codo a codo con el desafío de la fragmentación de la
seguridad, el federalismo plantea la exigencia de una eficaz cooperación entre
provincias y Estado nacional. Estas carencias, la rivalidad entre gobiernos
provinciales y fuerzas nacionales, la falta de equipamiento y la atmósfera de
radical desconfianza que impregnó el ambiente en estos días azarosos pintaron
el cuadro patético de nuestra insuficiencia institucional aplicada a la defensa
de la seguridad de la vida (ése es, como desde hace siglos sabe la teoría
política, el nervio más sensible del aparato estatal).
Por estas razones teóricas y prácticas que el Presidente
reconoció con sinceridad el martes, estos fenómenos no son nuevos en la política
comparada y en la historia de las naciones. El sistema federal de los Estados
Unidos, el más antiguo en el mundo republicano, enfrentó desafíos análogos,
hará pronto cien años, y los encaró estableciendo el FBI (una autoridad federal
que unifica funciones e interviene directamente en los delitos atinentes al
ámbito federal). Es hora de avanzar resueltamente en este campo minado mediante
tres pasos estratégicos.
El primero consiste en crear una agencia de carácter
nacional para combatir el crimen organizado sobre la base de reservas de
coacción menos contaminadas, lo que demanda poner en caja a las fuerzas
nacionales y provinciales (un enorme esfuerzo que no se saldará en poco
tiempo). El segundo implica nos sólo la unificación de las fuerzas de seguridad,
sino también, en el plano judicial, la unificación del debido proceso y, si
cabe, de las sanciones emanadas de los tribunales. Asombra, en relación con
este tema, la danza de jueces y fiscales comprometidos en el suceso de la
triple fuga; y ya se sabe que, cuando hay muchos, las querellas
jurisdiccionales son campo propicio para demorar las causas.
Por fin, el tercer paso es obvio. Estas metas y objetivos no
tendrán mayor destino en ausencia de una política de Estado en materia de
seguridad que cuente con un amplio respaldo del arco político. ¿Será posible?
Este interrogante toca de lleno en el porvenir del justicialismo.
En la conformación de Cambiemos y en el nuevo gobierno no
hay en principio infiltración del narcotráfico. En el caudaloso movimiento del
peronismo existen, en cambio, graves presunciones acerca del involucramiento en
esas tenebrosas redes de destacadas figuras del gabinete que feneció el 10 de
diciembre.
Es muy difícil concebir el pacto entre diversos partidos
acerca de una política de Estado de seguridad pública con estos elementos, pero
sí es concebible una política de Estado capaz de aislar esas tendencias adictas
al encubrimiento y a los que no las condenan o las aceptan por razones de
conveniencia opositora. En otras palabras: si se quiere esta reforma en
profundidad, el peronismo tendrá que limpiar sus establos.
De lo contrario, el panorama que se abriría no es
prometedor. Las leyes que coronarían esta política de Estado requieren un
generoso apoyo legislativo. De no contar con esas mayorías en ambas cámaras,
las posibilidades de reforma quedarían en manos de los gobiernos de provincia y
de la asistencia que, dentro del marco legal existente, podría prestarles el
gobierno nacional. Esta hipótesis, asentada sobre la tentación de resolver este
problema a golpes de DNU y sobre una conducción del peronismo que no logra
liberarse de las ataduras del pasado es a todas luces precaria.
Pese a las buenas intenciones, la probabilidad de que
siguiese creciendo el narcotráfico aumentaría tanto como el desarrollo de un
mundo herido por la naturalización del crimen y por el perverso
acostumbramiento de vivir mal, sin respeto a la vida y a la dignidad de las
personas.
Esto es lo que no queremos. Para eso hay que poner cuanto
antes manos a la obra en políticas de consenso que separen el trigo de la
cizaña.
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