Por Natalio Botana |
Mauricio Macri, indiscutible ganador de la segunda vuelta
electoral, asumió la presidencia en condiciones de fragilidad legislativa y
fiscal. Su debilidad en el Congreso es manifiesta, pero esa circunstancia se
amortigua debido a un fenómeno electoral, semejante al de Brasil, que ha
dividido nuestro federalismo en dos regiones: una dinámica, con provincias de
importancia territorial y capacidad productiva; otra menos moderna, con
provincias chicas y medianas más dependientes de la protección del Estado nacional
(lo cual se agrava en ausencia de una ley de coparticipación federal).
La región dinámica atraviesa el centro del país y ha quedado
bajo control de la oposición al kirchnerismo. Incluye la ciudad de Buenos
Aires, la provincia homónima, Córdoba, Santa Fe y Mendoza. Es un bloque muy
fuerte que, por el juego de la renovación por tercios del Senado, está mal
representado en la Cámara alta. En la segunda región, integrada por las
provincias restantes, la situación es inversa: allí, si exceptuamos Jujuy y
Corrientes, la representación igualitaria en el Senado y la sobrerrepresentación
de las provincias chicas en la Cámara de Diputados respaldan el predominio del
justicialismo y del Frente para la Victoria, ambos ahora en el umbral de una
intensa puja por el liderazgo.
El pronóstico de este posible conflicto ente
"cristinistas" y justicialistas es reservado, pero lo que no está
para nada oculto y se destaca a la luz del día como la novedad saliente de este
proceso electoral es el bloque político-electoral bajo control de Cambiemos
formado por el gobierno nacional, el de la CABA y el de la provincia de Buenos
Aires. Esta situación es inédita y puede abrir curso a una reformulación de
nuestro sistema político, pues ha quebrado la poderosa coalición peronista, que
rigió entre 1987 y 2015, armada en el gran territorio bonaerense con el concurso
adicional de distritos chicos y medianos ubicados en el norte y el sur del
país.
Esta configuración tiene por ahora el respaldo de los votos
obtenidos por el nuevo oficialismo y de una actitud positiva de la opinión
pública que puede modificarse rápidamente al influjo de dificultades de diversa
índole, como en estos días acontece con los oficialismos en Uruguay, Brasil y
Chile. A ello hay que añadir el hecho de que la victoria de María Eugenia
Vidal, a pluralidad de sufragios, no impidió el triunfo en la provincia de
Buenos Aires de Daniel Scioli en la segunda vuelta. Por tanto, no ha cambiado
del todo el panorama bonaerense. Se ha introducido, eso sí, una fisura
importante en la hegemonía peronista.
Los obstáculos que se alzan frente al nuevo gobierno están
pues a la orden del día. Entre éstos hay uno que recorre nuestra historia en
son de alarma: es el fantasma de la astenia fiscal de la Argentina, de la falta
de vigor genuino en un Estado que, a la vuelta del último ciclo político,
presenta una combinación perversa de expectativas inducidas por el consumismo
populista, con subsidios ajenos al necesario combate contra la pobreza que
engordan los bolsillos de los sectores medios y altos, enormes déficits
energéticos, mentira estadística y un clientelismo cuyos exponentes
literalmente desbordan las oficinas del Estado y deambulan por los pasillos sin
saber qué hacer (salvo militar).
Éste es el efecto devastador de la política de tierra
arrasada que deliberadamente condujo la ex presidenta y que nos arroja a quedar
prisioneros de un Estado invertebrado, tan ineficiente como dispuesto a
enmascarar múltiples focos de corrupción. Ésta es la tormenta perfecta del
oficialismo derrotado: ha desatado vientos destructivos con objeto de achacar a
sus sucesores la responsabilidad por los males causados. En suma: la política
de la irresponsabilidad que se opone a la política de la responsabilidad.
El Estado invertebrado es, por consiguiente, una institución
que, de no reformarse para responder a los tremendos desafíos que tenemos por
delante, terminará erosionando el apoyo electoral del gobierno en funciones. En
semejante hipótesis no tardarán en difundirse el descontento y la desilusión,
agravados por la intensidad electoral establecida por nuestra Constitución: apenas
un año para gobernar en 2016, a la espera de unos comicios intermedios en 2017
en los cuales se aprontan los liderazgos que competirán en las presidenciales
de 2019.
La política que mira al desarrollo y la reconstrucción exige
en la Argentina tiempos largos; la política electoral condiciona en cambio esta
perspectiva y la puede someter a férreos bloqueos. Una cosa son las elecciones
intermedias cuando predomina un acuerdo fundamental sobre los contenidos
republicanos de nuestra democracia y otra muy distinta es el escenario en el
cual se enfrentan proyectos excluyentes. Gracias a la victoria de Sergio Massa
en las intermedias de 2013, la democracia de dominación hegemónica que
impulsaba Cristina Kirchner no pudo prevalecer.
Ante este cuadro de luces y sombras, un claroscuro
inevitable, el gobierno de Mauricio Macri respondió en estos días iniciales con
audacia "ejecutivista", según la expresión de Joaquín V. González;
vale decir, ocupó inmediatamente el centro de la escena, como registraron las
horas febriles de la transmisión del mando (conducida con la firmeza que exigía
la ocasión, porque el populismo no entrega sin resistencia un poder que, según
su concepción, en esencia le pertenece), y luego el decreto que nombra en
comisión a dos juristas de peso, por su idoneidad, independencia y
antecedentes, para llenar provisoriamente las vacantes en la Corte Suprema.
Aunque la legalidad de esta operación no es en mi opinión
cuestionable y merece mi respaldo, pueden surgir problemas en el delicado
terreno en que se juegan los sentimientos de legitimidad con respecto a esta
decisión; más aún si la contrastamos con los valores republicanos de tenaz
defensa de las instituciones que enarboló Cambiemos en la campaña electoral.
La relación ente legalidad y legitimidad supone siempre una
tensión entre el carácter objetivo del derecho y el sentido subjetivo de la
recepción de la ley en la conciencia ciudadana como máxima de nuestra conducta.
En el primer caso es cuestión de normas; en el segundo, de creencias sociales.
Estas relaciones pueden agravarse por varios motivos, entre ellos la
incongruencia que algunos detectan entre ideas y acciones, y por el
comportamiento de quienes, inflamados por la degradación del lenguaje público y
el espíritu de revancha, buscan pescar en río revuelto.
Una atmósfera pasional. Junto con los valores e intereses y
las consecuencias de las decisiones políticas, las pasiones son componentes
ineludibles de las creencias sociales. Pueden generar reacciones basadas en
convicciones que ponen en tela de juicio ese proceso decisorio o ser usadas
instrumentalmente para restañar las heridas de la derrota, recrear antagonismos
y, sin caer en tanto, conservar astutamente el statu quo en el ámbito
legislativo y judicial.
Lo dicho interfiere con el cambio de clima en la vida
política que mostraron las reuniones del presidente Macri, primero con los
candidatos que compitieron en las elecciones presidenciales y de inmediato con
los gobernadores de todas las provincias. Son los aprontes de un tránsito que
nos debería llevar de la enemistad y la crispación a la amistad cívica entre
adversarios. Hay que tener prudencia compartida para no empañar esta virtud.
0 comments :
Publicar un comentario