Por Gabriel Profiti |
Mauricio Macri asumió la presidencia con la pretensión de
mostrar un contraste respecto del liderazgo de Cristina Kirchner y metas de
gobierno muy ambiciosas si se las compara con el momento político, económico y
social imperante.
El traumático traspaso de mando y la ruidosa salida de su
antecesora del poder mostraron la persistencia de una fractura de la sociedad
argentina, que ponen en tela de juicio su intención de generar un país “unido
en la diversidad”, tal como lo definió en el sobrio discurso que dio ante la
Asamblea Legislativa.
Macri sabe que un sector de la sociedad lo votó más por
hartazgo a un estilo político que por elección personal y bajo esa premisa
reforzó un perfil de líder componedor, que ya había exhibido con matices
durante sus dos mandatos como alcalde.
Por eso parte del discurso estuvo dirigido a buscar
eventuales socios políticos de cara a un inicio de mandato nacional con minoría
legislativa y desafíos económicos significativos. “Los invito a aprender el
arte del acuerdo”, propuso.
Tiene en carpeta una agenda de demandas que lo pueden
favorecer para construir esos puentes: la transparencia en la gestión, el
respeto por las instituciones y por el disenso. En eso puede recorrer el camino
del primer Kirchner, cuando removió a la mayoría automática menemista de la
Corte Suprema, entre otras iniciativas postergadas y luego opacadas por el
mismo gobierno.
Habló de un “nacionalismo más sano”, de “una Justicia
independiente sin jueces militantes” y de “combatir la corrupción”, ganándose el
aplauso más fuerte del auditorio, paradójicamente mucho más estruendoso que el
tramo en el que prometió generar una educación de calidad.
El nuevo mandatario es consciente de que su figura despierta
recelo en el sector más ideologizado del país e incertidumbre en las capas
medias y vulnerables, a partir de su difuso programa económico y su opción por
la administración gerencial del Estado.
Más allá de eso y del aire viciado que dejó la partida del
kirchnerismo, cuenta con la luna de miel que recubre a todos los gobiernos en
sus primeros meses de mandato.
Todo su equipo sabe que deberá acertar con sus medidas para
no perder rápidamente ese respaldo que galvaniza la gestión. En caso contrario,
el peronismo, que en parte estuvo ausente de la jura, y los sindicatos ya le
mostraron antes de asumir que pueden hacerle difícil la estadía en el poder.
Macri arrastra el sello de ser el primer presidente electo
no peronista ni radical, una categoría que puede resultar tan favorable como
perjudicial según el prisma con el que se lo juzgue. Cuenta con la experiencia
de los gobiernos radicales que sufrieron por la economía y la falta de
gobernabilidad.
Cristina le deja cuellos de botella que pueden convertirse
en bombas en caso de no acertar con el programa, pero su punto de partida no
puede compararse con el que debieron afrontar Eduardo Duhalde y luego Néstor
Kirchner hace más de una década.
Los niveles de pobreza hoy claramente no son los que dijo la
ex presidenta, en el orden del 5%, por lo que su meta de erradicarla deberá
sumar años de crecimiento consistente que genere empleo genuino y no sólo
estatal.
La nueva etapa ya está en marcha. Depende de él.
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