El presidente
abandonó El Arte de Vivir y se zambulló
en el barro para afianzar su poder.
Por Ignacio Fidanza |
Mauricio Macri se
olvidó por un rato de las lecciones budistas, El Arte de Vivir y las charlas
motivacionales de Stamateas.
El momento es para tres rounds de cinco minutos en
la jaula. Puro contacto físico y pelea sucia. Mejor Jiu Jitsu y Muay Thai que
Osho. Nadie saldrá limpio de lo que viene.
Macri, muy bien asesorado, se pasó años puliendo las aristas
más ásperas de su perfil de político de centro derecha: globos, discurso lleno
de entusiasmo inocentón, jóvenes lindos con cara de angelitos, mucho amor,
mejor recibir que golpear, amargarse porque el otro no entiende que es mejor
juntos. Y cosas así.
Una coreografía encantadora, pero el poder real es otra
cosa. Es lo que se ve por estas horas. Es conflicto. Es gendarmes reprimiendo a
trabajadores asustados y enojados, que cortan la autopista de acceso a un
Aeropuerto Internacional. Es un decreto interviniendo dos organismos creados
por ley y con representación parlamentaria. Es barro. Es incómodo.
Genera tensión con los propios y sobre todo con los aliados
que se pasaron años cantando odas a la República, que está claro es un concepto
elástico o dinámico, como se dice ahora. Por eso Lilita. Por eso las
discusiones fuertes –por ahora solapadas- al interior del radicalismo.
Pero Macri parece haber entendido lo esencial. En la
Argentina el ítem uno y acaso único del poder es garantizar la gobernabilidad.
Porque es un país salvaje. Con aspecto agraciado, casi femenino, pero salvaje.
El único lujo que no se puede permitir un gobernante en estas tierras, es la
debilidad. Ahí está De la Rúa para el que necesite un ejemplo.
Macri parece haber entendido lo esencial. En la Argentina el
ítem uno y acaso único del poder es garantizar la gobernabilidad.
Claro que hay límites y equilibrios en ese ejercicio del
poder, barreras que cuando se cruzan se vuelven en contra. Pero no existe un
GPS que las tenga marcadas. Ahí está la gracia de la política, que es lo que
Macri está haciendo. Por eso avanza y retrocede, duda, mide y define, como en
toda pelea.
El manual de derecho constitucional indica que los límites
están claros y la carta de navegación son las leyes. Es una linda frase para
cualquiera que no sea abogado y se haya pasado la vida discutiendo qué dicen,
qué quieren decir, esos textos que asumimos como mandatos. Estamos hablando por
supuesto del juego al interior de las reglas democráticas. Lo otro son
dictaduras.
Macri tiene un talibán que se llama Pepín. Está bien que lo
tenga. Todo sistema de poder serio tiene al menos un talibán. El problema surge
si son todos extremistas. Pero alguien tiene que encarnar el pensamiento
disruptivo, cuando la realidad hace lo que le gusta, generar situaciones de
encierro, estancamiento.
Se lo nota obsesionado con fijar su autoridad. Como si
hubiera percibido lo esencial. Los jueces por decreto para Lorenzetti, el
embajador inconsulto al Papa, la intervención a Sabbatella y Berner, el
respaldo a Angelici para Carrió, la carga de profundidad a Tinelli, la
distancia a los buitres, el directorio a Galuccio, la disponibilidad de
contratados de La Cámpora, la confrontación con el régimen de Maduro, la
liberación del cepo. Y así. Todo en menos de dos semanas.
En la campaña el candidato kirchnerista lo acusó de
encabezar una nueva Alianza, marcada por el virus de la ingobernabilidad,
aportado por el gen radical. Macri, crea o no en esa teoría, se encargó de
relegar a sus socios a cargos secundarios. No les dio el vice ni la jefatura de
Gabinete ni Economía ni el Banco Central ni la presidencia del Senado.
El experimento de Macri se validará por la gestión, ya se
dijo. Pero no está al frente de una empresa. Para alcanzar los objetivos que se
trace, necesita política, con su dialéctica eterna de conflicto y acuerdo. Eso
es lo que se ve por estas horas y así seguirá hasta que estabilice un nuevo
orden, si es que lo consigue.
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