Por Carlos Gabetta (*) |
Hay momentos, en la historia de cualquier país, en los que
la basura ya no cabe debajo de la alfombra. Abulta tanto y huele tan mal, que
no permite caminar, trabajar, vivir.
Eso es lo que está ocurriendo ahora mismo en Brasil. El
gobierno del Partido de los Trabajadores de “Lula” Da Silva, que distribuyó el
ingreso a la manera populista, sin apuntar a cambios estructurales de la
economía e incorporándose con los ojos cerrados a la monstruosa corrupción
político-empresarial, está en su más bajo nivel de aceptación.
La presidenta
Dilma Roussef apenas recoge el 10%, mientras “Lula” y otros dirigentes
enfrentan graves acusaciones. La economía sufre “la peor recesión en ochenta
años”; un desempleo del 8% y una inflación del 10%. En el sector privado,
varios importantes empresarios están en prisión, entre ellos Marcelo Odebrecht,
titular de la más grande constructora. Para hacerse una idea de las dimensiones
de la corrupción político-empresaria, basta ver la “multa” que pagarán los
directivos de dos empresas, Andrade Gutiérrez y Camargo Correa, luego de
reconocer ante la Fiscalía brasileña que sobornaron a cambio de contratos: 500
millones de dólares. Total, una grave crisis político-económica y un regreso de
los “favorecidos” a la situación anterior, o peor: sólo este mes, el consumo
familiar cayó un 4,5% (El País, Madrid, 2-12-15). Esta semana, el presidente de
la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, él mismo bajo graves acusaciones de
corrupción, abrió las puertas el impeachment de Roussef. ¿Les “suena”, conciudadanos?
Debería, porque entre nosotros la situación es peor, como en Venezuela, porque
además la Justicia no funciona, o funciona mal. La impunidad es total. Para
citar un par de datos, de los ya muy conocidos, la inflación es del 25% o más y
la pobreza oscila entre el 20% y el 35% de la población, según las fuentes. En
cuanto a la corrupción político-empresaria (dejemos para otro día la sindical),
basta echar una ojeada a los procesos y/o acusaciones que enfrentan Cristina
Fernández, Amado Boudou, Aníbal Fernández, Ricardo Jaime, Lázaro Báez,
Cristóbal López y otros, para citar sólo a algunas de las cabezas del
entramado. Del desmesurado aumento del patrimonio de estos personajes –y esto
sólo del declarado en el país– hay información pública, pero poco se sabe de la
forma y el monto de la participación de empresas tradicionales, salvo alguna
excepción. Esa pista podría seguirse –es sólo un ejemplo– deshaciendo la trama
de complicidades privadas en el fabuloso enriquecimiento del ínclito ex
ministro de Salud (2009/15) y actual gobernador dudosamente electo de la
provincia de Tucumán, Juan Manzur.
Al fenómeno de la corrupción masiva debe agregarse entre
nosotros el de la influencia del narcotráfico en esa trama, asunto denunciado
por el mismísimo papa Francisco y del cual el extraordinario aumento de la
importación de efedrina es el ejemplo más notorio. Este asunto está bajo
aparente control e investigado por la Justicia desde 2008, cuando la entonces
ministra de Salud Graciela Ocaña incorporó la efedrina como precursor químico y
prohibió su importación. Pero todavía en 2012, “la Aduana se negaba a informar
quiénes fueron los importadores de efedrina, alegando que hacerlo sería una
violación a la ley de datos personales” (Emilia Delfino,
http://www.perfil.com/ediciones/elobservador/-20125-673-0001.html).
En suma, lo que se trata de señalar aquí es que cuando la
trama de irresponsabilidad económica y corrupción político-empresarial llega a
los niveles paroxísticos actuales de Brasil, Venezuela y Argentina, cualquier país
deviene ingobernable y su inexorable destino es la crisis y el caos.
Mauricio Macri ha repetido, hablando del futuro, que será
“inflexible ante la corrupción”. ¿Tendrá claro que la transparencia que promete
depende de deshacer el entramado de la ya existente y castigar con la ley a
todos sus partícipes?
(*) Periodista y escritor.
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