El filósofo
cuestionado
Blaise Pascal fue un hombre que aunó en su pensamiento la fe y la ciencia, la especulación y el rigor experimental. Su herencia ha sido rescatada hoy por la historia. |
Matemático, teólogo, físico, moralista…y polémico. Blaise
Pascal ha sido uno de los hombres a los que más les ha costado ser reconocidos
como un pensador de renombre, si bien nadie ha sido capaz de discutir sus
enormes logros intelectuales.
Su vena científica le
llevó a la fama como matemático, pero ocultó durante mucho tiempo otras facetas
de su pensamiento que se adentraban en todas las cuestiones imaginables.
Pensamientos que la historia, por fortuna, ha sabido recuperar. Pascal fue un
hombre original en su propio tiempo, un asistemático, reverso oscuro de su
contemporáneo René Descartes.
Una infancia con una
débil salud
Blaise Pascal nació en Clermont Ferrand, Francia, el 19 de
junio de 1623 en el seno de una familia de la baja nobleza de la región. Además
de Blaise y sus padres, la familia la completaban su hermana mayor, Gilberte
–su primera biógrafa– y Jacqueline, su hermana menor, con la que desarrolló una
relación muy estrecha.
Especialmente durante su niñez, la salud de Pascal se
caracterizó por su debilidad. Antes de cumplir dos años ya padecía una
enfermedad que le causaba trastornos intestinales y atrofias musculares, y con
el paso de los años desarrolló extrañísimas fobias. No toleraba ver el agua o
bañarse y sufría ataques nerviosos cuando sus padres entraban en contacto.
Tiempo después esas excepcionalidades parecieron desaparecer, pero los dolores
de cabeza, la melancolía y la angustia fueron una constante en su vida,
moldeando su carácter y filosofía.
Cuando Blaise contaba con tres años, falleció su madre, por
lo que Etienne, su padre, tomó la decisión de vender sus propiedades y
trasladarse con su familia a París. Corría el año 1631. En la capital francesa
Etienne se hizo cargo de la educación de sus hijos, lo que sería especialmente
relevante para Blaise. Gozó de una buena educación, dirigida ante todo a
hacerle sentir capaz de conseguir todas sus metas. Se le facilitaron lecturas
de los clásicos griegos, latinos y humanistas, y su padre separó rígidamente
las cuestiones de razón y fe.
El pequeño empezó a destacar desde su más tierna edad,
especialmente en matemáticas. Con tan solo 11 años dio con la proposición 32
del primer libro de Elementos de Euclides, una buena muestra de sus capacidades
especulativas. El pequeño parecía tener un don especial. Además, vivía en un
entorno favorable para su desarrollo. Como miembros de la pequeña nobleza, los
Pascal se movían en el ambiente de la flor y la nata de la intelectualidad
parisina: Fermat, el padre Martin Mersenne (fundador de la academia parisina de
las ciencias) Roberval, Gassendi, Descargues, Carcavi o el mismísimo Descartes.
En aquellos años, la diferencia entre ciencia y filosofía no
estaba tan marcada como hoy día, siendo “un hombre de ciencia” la definición de
lo que hoy usaríamos para un sinónimo de cultura.
Primeros estudios y
conversión
Sorprendido por el ruido producido por un cuchillo al chocar
con un plato y como este se extinguía al poner la mano encima, Pascal decidió
investigar este fenómeno, dando a luz su Tratado
sobre los sonidos. Pocos años después llegaría su primer trabajo de
relevancia, Ensayo para cónicas,
acerca de las teorías de las secciones de los cuerpos cónicos, dando lugar a la
teoría que se conoce con su propio nombre, el teorema de Pascal o del hexágono místico.
Pero su labor no se delimitaba a la teoría. Con el fin de
ayudar a su padre, recaudador de impuestos en Normandía en aquel momento y cuya
labor necesitaba de hacer un gran número de cálculos, desarrolló a los 19 años
su “máquina aritmética”, una de las primeras calculadoras. Se hicieron patentes
de inmediato las posibilidades que tenía el artilugio, que gozó de moderada
difusión en 1642.
En aquellos años se produce la primera de las dos
conversiones religiosas de Pascal, esto es, el momento en que se siente atraído
por el jansenismo, corriente católica fruto del pensamiento de Cornelio
Jansenio que se basa en una interpretación literal de los textos de San Agustín
de Hipona.
En 1647 ocurre un hecho histórico: la primera reunión entre
Blaise Pascal y René Descartes. Y se odiaron, tanto personal como
intelectualmente. En su gran obra filosófica, Pensamientos, Pascal se refirió al padre del Discurso del método como “inútil e incierto”, y por su parte,
Descartes se referiría al de Clermont Ferrand como un hombre que tenía
“demasiado vacío en la cabeza”, en alusión a los estudios sobre el vacío que
darían fama a Pascal –nota curiosa: los mismos darían lugar a la invención por
su parte de la jeringuilla de émbolo, casi idéntica a la de hoy día–.
El vacío era uno de los temas más candentes de la época,
pues tradicionalmente era negado como algo que carecía de todo sentido: ¿cómo
es que podía existir “el vacío”?
A sus 23 años, Pascal empezó a interesarse y a investigar lo
que había sobre el tema, publicando poco después Nuevos experimentos sobre el vacío donde trataba de explicar dicho
fenómeno mediante un novedoso modelo de conocimiento: el método experimental.
En realidad, este pareció ser el objetivo real de Pascal, demostrar que se
podían alcanzar conocimientos científicos basándose en la observación y la
experimentación, a la vez que se alejaba de las reglas lógicas de los
racionalistas. Esto le valió muchísimas críticas.
En 1648, con ganas de callar la boca a todo el mundo, Pascal
comienza a realizar experimentos con su cuñado, Florin Périer, con un objetivo
muy claro: Demostrar que en aquello que llamamos “nada” hay “algo” y que se
trataba de una cuestión física, no conceptual.
La demostración llegó de la mano de su obra Relación del gran experimento de equilibrio
entre los líquidos y supuso una de las hazañas de la época: la presión
atmosférica es la responsable del horror al vacío (horror vacui) de los
cuerpos, resultado de su peso y la presión del aire. El mismo Pascal, orgulloso
de sus resultados, definió su trabajo como “el más concluyente de todos los que
pudieran practicarse sobre el particular”.
Regreso a Clermont
Firmada la paz de Westfalia que ponía fin a la guerra de los
30 años, estallaba en Francia la primera revuelta de la Fronda contra el
absolutismo, que había llevado al país a un régimen fiscal intolerable y
limitado cada vez más el poder de la nobleza. El cardenal Mazarino, sucesor de
Richelieu, tomó las riendas y París se llenó de barricadas, por lo que los
Pascal regresaron a Clermont Ferrand.
En esos años sufre Pascal un durísimo golpe, la muerte de su
padre, probablemente el hombre al que más unido había estado: “Si lo hubiese
perdido hace seis años me hubiera perdido a mí mismo, y aunque creo tener de él
ahora una necesidad menos absoluta, sé que me hubiese sido necesario durante
diez años más y útil durante el resto de mi vida”.
Su hermana pequeña, Jacqueline, decidió ingresar en el
convento de Port Royal y ceder al mismo su parte de la herencia familiar, lo
que ocasiona un enfrentamiento al ser Blaise ya el cabeza de familia. Pascal no
pensaba consentir que toda la dote de su hermana quedase en manos del
monasterio, por lo que optaron por una solución intermedia: solo una parte del
patrimonio iría a parar a Port Royal, a donde él mismo acudiría a menudo a
mantener largas y profundas charlas con su hermana.
Con una buena herencia e ingresos, Pascal se deja llevar un
poco y comienza a vérsele en París con grandes coches tirados por caballos y
compartiendo correrías con la duquesa D'Aiguillon y el duque de Roannez, con
quienes terminará trabando una gran amistad.
En tres cartas que envía a Fermat, Pascal expone las reglas de
los juegos de azar, que más tarde desembocarían en su Tratado sobre el triángulo aritmético, que sería un adelanto de
algunas de sus mayores contribuciones a la matemática: el cálculo de
probabilidades.
El milagro de Port
Royal
Una sobrina de Pascal, Marguerite Périer, sufría de una
fístula lagrimal, enfermedad que los mejores médicos del país no habían podido
sanar y que daban por incurable. Sin embargo, la pequeña se curó en Port Royal
al contactar con la reliquia de la Santa Espina y Pascal, que fue testigo del
milagro, agudizó sus reflexiones en torno al tema de la religión (“Eso de
Dios... da que pensar”). La noche del 23 de noviembre de 1654, nuestro
protagonista sufría un accidente de coche en el que con toda probabilidad
debería haber perdido la vida y, sin embargo, salió ileso. Con su renovada fe
tras el suceso de su sobrina, interpretó este como una advertencia del cielo.
Trasladó su experiencia a un manuscrito conocido como Memorial, que venía a ser
un resumen muy sintético de sus creencias y su filosofía. Pascal copió varias
veces este escrito y lo llevaba desde entonces siempre consigo, cosido en el
forro interior de su chaqueta hasta el día de su muerte.
Tras esta segunda conversión, Pascal se trasladó también a
vivir a Port Royal, si bien no tenía intención de aislarse del mundo.
Simplemente en aquel momento sintió la necesidad de estudiar y comprender el
alma humana y le pareció que el silencio y la situación del monasterio eran lo
más adecuado en ese instante. Es entonces cuando comienza la segunda etapa de
Pascal, propiamente filosófica. Abandona sus estudios científicos y aborda el
tema teológico, escribiendo textos tremendamente introspectivos. Pascal se
obsesiona con la idea de desentrañar las profundidades del alma, haciendo uso
de la religión y la fe como principales herramientas.
Las cartas
provinciales
Por aquellos años, en torno a 1656, acudió en ayuda de su
amigo y jansenista Antonie Arnaud, acusado de calvinismo. Escribirá para él las
que se conocen como Las cartas provinciales, que terminarían siendo una de las
obras culminantes de la literatura francesa. Bajo un nombre ficticio –Louis de
Montalte–, las cartas siguen un desarrollo curioso: en las primeras, un Pascal
moderado se limita a defender a Arnaud y a los jansenistas, pero ante las duras
críticas y la falta de efectividad, comprende que es necesario sacar la
artillería: su escritura se vuelve afilada, irónica y por momentos agresiva.
Ataca sin piedad a figuras públicas y no evita los temas más polémicos. Mucho
después, diría el mismísimo Voltaire de ellas: “El primer libro genial escrito
en prosa fue la colección de Cartas provinciales en 1656, las cuales encierran
todas las formas posibles de elocuencia. No hay una sola palabra en ellas que
en el curso de cien años se haya resentido del cambio que con frecuencia altera
a las lenguas vivas”.
Las cartas generaron un enorme revuelo en Francia, pues
sacaron por primera vez a la religión y la filosofía de las bibliotecas y las
aulas para ofrecérseles al pueblo con un lenguaje llano, claro. Pascal
consiguió que el gran público fijara su atención en cuestiones filosóficas y
teológicas –algo nunca visto– y que él mismo explicaba así: “Si me preguntan el
por qué he empleado este estilo agradable, burlón y divertido, responderé que,
si hubiera escrito en un estilo dogmático, solamente los sabios me hubieran
leído y ellos no tienen necesidad, pues saben tanto como yo de este asunto”.
En 1658, nuestro protagonista comienza a trabajar con mayor
ahínco en su gran apologética cristiana, basándose en sus investigaciones
previas. Decide para ellas defender la posición jansenista, a medio camino
entre el pesimismo calvinista y el optimismo jesuita. La decisión de Pascal es
firme: el hombre, por su facultad de libre voluntad, tiene responsabilidad para
decidir sobre su salvación.
No obstante, eso no significó el abandono total de su labor
matemática, pues al año siguiente publicó Tratado
de los senos de los cuadrantes circulares, obra que años más tarde usaría
otro gran racionalista, Gottfried Leibniz, como trampolín para desarrollar el
cálculo infinitesimal. Y a pesar de que su salud cada vez era peor –pasó unos
meses convaleciente en casa de su hermana en 1660–, sacó tiempo para fundar, en
1662 y junto a su amigo Roannez, una empresa privada de carrozas, marcando el
comienzo del transporte público en París.
Fue su último proyecto, pues su salud no dio para más. El 19
de agosto de 1662, a la edad de 39 años, y solo uno después de que falleciera
la pequeña Jacqueline, la muerte vino a buscar a Blaise Pascal.
Su legado
Pascal representa como pocos pensadores la perfecta unión
entre fe y ciencia, especulación y rigor experimental. Su atención estaba en
todas las ramas de conocimiento: matemática, teología, filosofía, etc. Para él
toda información era útil. Todo sumaba.
A diferencia de otros que basaron todo el saber humano en la
razón, él no quiso olvidarse de la parte emotiva, defendiendo que el
conocimiento debía ser una conjunción perfecta entre razón y corazón. Al igual
que Schopenhauer después, culpó a nuestra decadencia moral de nuestra aparente
incapacidad para conocer la verdad, haciéndonos responsables de ello. Así ha
pasado a la historia y así hemos de recordarlo, situándole en un puesto de
honor.
Un apologista del valor de la ética cristiana al que, no
obstante, sus críticos respetaron como un contrincante digno. Basten como
prueba las palabras que le dedicó su crítico/admirador Nietzsche: “Pascal, a
quien casi amo, me ha enseñado infinitas cosas. El único cristiano lógico de la
historia”.
0 comments :
Publicar un comentario