Por Tomás Abraham (*) |
Circunscribiré el comienzo de la nueva era política a tres
ámbitos: la relación de los derechos humanos con el Estado, el tema de la
corrupción y el problema de la violencia.
1 Los derechos humanos
El 10 de diciembre finaliza la apropiación kirchnerista del
aparato de Estado. De acuerdo con la tradición de los regímenes totalitarios
que en lugar de edificar un mega-Estado lo que hicieron fue subordinarlo a un
partido, el kirchnerismo también extremó nuestra miseria institucional.
Esta
metodología que avanza sobre la Justicia, los medios de comunicación, el
aparato de seguridad y de espionaje interno, el sistema educativo, diferencia
este tipo de régimen de gobierno de los sistemas políticos republicanos en los
que por la autonomía de los organismos estatales se busca la división de
poderes.
Sin embargo, el relato que legitimó su accionar nada tiene
que ver con el discurso autoritario sino, por el contrario, con la defensa de
los derechos humanos. Su complemento inspirado en el relato “bolivariano” es de
menor importancia respecto de la legitimación anterior.
La “mística” kirchnerista se debe a la bendición moral que
Madres y Abuelas de Plaza de Mayo le dieron al gobierno de los Kirchner desde
la apertura de la ESMA en el año 2004. A partir de ese momento todas las
acciones oficiales fueron apoyadas por estas entidades, encarnadas en Hebe de
Bonafini y Estela de Carlotto, que sacralizaron las figuras de Néstor y
Cristina, a la vez que denunciaron cada gesto opositor como enemigo o
adversario no sólo del poder vigente sino de su política de derechos humanos.
Por eso la oposición política en estos doce años se vio arrinconada
por una especie de extorsión moral, ya que el Gobierno estaba bajo el amparo
del símbolo de la víctima absoluta, como lo han sido los familiares de los
desaparecidos bajo el Proceso.
Criticar al gobierno desde una posición democrática exigía,
debido a este abanico protector, un certificado de buena conducta para no ser
señalado como cómplice de actos abominables que vivieron los argentinos durante
la última dictadura, y una inmaculada carta de presentación para no estar
asociado con ideólogos que piden un tipo de justicia supuestamente compasiva a
la manera del reciente editorial del diario La Nación.
Fue por este paraguas ético que se cobijaron inmunes e
impunes personajes que poco y nada tienen que ver con la democracia, desde
Milani a D’Elía o Aníbal Fernández, y que negocios privados con fondos públicos
no fueran investigados de un modo independiente, desde el destino de los bonos
de Santa Cruz hasta las maniobras con la Casa de Moneda y las compras fiscales
en la Patagonia, entre tantos otros asuntos más que sospechosos.
Fue por el mismo paraguas ético que tragedias como las de
Cromañón intentaron ser desviadas en su esclarecimiento por la dirigencia de
los mismos organismos, para no beneficiar a Macri, que era en ese momento
opositor al jefe de gobierno, Ibarra.
Pero a pesar de este abuso, la política de los derechos
humanos debe proseguir con este nuevo gobierno, y no debería circunscribirse a
un asunto judicial. Como bien dicen sectores kirchneristas, es necesario que
continúe como una política de Estado. Pero para que el Estado no someta estos
derechos universales a los beneficios de los integrantes de un partido
político, o de un grupo de interés, es necesario tomar ciertos recaudos.
El primero es deslindar las investigaciones y los juicios de
los acusados de crímenes de lesa humanidad de la glorificación oportunista de
la violencia de la década del 70, y desanudar el lazo que permitió la
asociación de intereses partidarios y sectarios con proyectos como los de
Sueños Compartidos.
2 La corrupción
Hay quienes tienen la voluntad firme de desacralizar este
poder ejercido por el kirchnerismo. Para eso pensaron en una Conadep de la
corrupción, que mostraría que detrás de su supuesta defensa de los derechos
humanos hubo un mayúsculo enriquecimiento ilícito del personal que ocupa los
aparatos del Estado.
Es el sueño de un Petrolão nacional, que lograría el
desprestigio de un gobierno que se llamó popular y que no hizo más que birlar
millones de las arcas públicas. Desde mi punto de vista, este sueño termina en
una pesadilla, pero no para los que ahora dejan el poder sino para quienes
acaban de asumirlo.
Una vez más esta voluntad de honestidad purificadora que
caracteriza a sectores del progresismo –en consonancia con sectores
corporativos que desean devolverle al gobierno saliente algunas “gentilezas”
padecidas– hace de la ética una arma suicida que pretende una reforma moral y
sólo consigue una nueva derrota, otra decepción, con efectos graves y a largo
plazo.
El macrismo gana las elecciones ajustadamente, no tiene una
estructura partidaria nacional y su bloque es minoritario en el Congreso. Sus
enemigos son muchos más que sus amigos, y no han construido ni siquiera las
bases de un mínimo poder para resistir embates de grupos que puedan llegar a
ser perjudicados.
Puede ser lamentable verificar que la corrupción no sea un
tema prioritario entre los argentinos. Esto nada tiene que ver con un gen
nacional, sino con procesos históricos que lo han relegado a un lugar de menor
importancia en la mayoría de los gobiernos.
Carlos Menem ganó su segunda presidencia en el año 1995 con
veinte puntos de ventaja luego de las privatizaciones, de los negociados, de
los atentados y de los indultos. En cada una de estas operaciones y de estos
acontecimientos, no hubo nada limpio. Tampoco a Mauricio Macri el caso Niembro
le impidió subir en las encuestas hasta alcanzar el triunfo electoral.
Conservar el trabajo y conservar la vida, es decir, lo que
suceda en la economía y con la seguridad, parece resultar prioritario para la
ciudadanía.
Invertir las energías en denunciar y procesar a miembros del
gobierno kirchnerista cuando no se tiene ni autoridad solidificada ni poder, y
en el momento en que se deben enfrentar graves problemas financieros, de
marginación, delito, fisuras institucionales y estancamiento económico, tiene
más visos de irresponsabilidad que de coraje.
Esto no quiere decir que nada importa y que todo vale.
Tampoco que el “roba pero hace” sea una consigna inevitable. Lo que se debería
hacer es exigir la mejora de la calidad institucional aquí y ahora, y que la
promesa del nuevo presidente que dijo que no aceptará que miembros de su
gobierno conserven sus funciones una vez imputados se convierta en una medida
efectiva. De lo contrario, esperar a que se procese y se sentencie en una causa
a un funcionario denunciado, de acuerdo con nuestra experiencia, es lo mismo que
el encubrimiento.
Tampoco ayuda a esta cuestión el procesamiento del nuevo
presidente, que aún no tiene sentencia.
3 La violencia
Se ha justificado el espíritu democrático del peronismo
porque hizo del trabajador un ciudadano digno. Pero además ha conquistado a
muchos biempensantes porque se ha visto en este movimiento una posición que
podemos llamar antirracista en una sociedad en la que el “cabecita negra” era
una persona discriminada y marginada.
Esta reivindicación del peronismo de hace medio siglo se
vuelve a escuchar cada vez que se denuncia el “gorilismo” de los llamados
rubios. Vemos cómo un modo de dividir a la sociedad de hace medio siglo insiste
a modo de justificación moral de una política nacional y popular, pero esta vez
sustentada por las nuevas bases sociales que proclaman su identidad en nombre
de Perón y Evita.
El peronismo ya hace décadas ha dejado de representar los
intereses de la clase obrera para expresar la ideología de capas medias, desde
la pequeña burguesía hasta algunos sectores de la gran burguesía. Se propaga
entre D’Elía y De Narváez, pasando por lo que se llama “el peronismo cultural”
que se ha mostrado muy activo estos últimos años de gobierno kirchnerista.
Muchos de ellos reivindican la épica de los años 70 y
combinan un relato populista con una práctica de amedrentamiento propio de los
movimientos fascistas. Escuchamos hoy, antes de que asuma un gobierno no
peronista, una serie de amenazas, algunas encubiertas, otras francamente
abiertas, que advierten que si Macri no cumple con lo que le exigirán quienes
dicen representar los intereses del pueblo la gente saldrá a la calle no sólo a
reclamar lo que le corresponde, sino a imponerlo. El uso de la palabra
“resistencia”, propia de la lucha contra ejércitos de ocupación y contra
dictaduras, en momentos en que asume un presidente libremente elegido, evoca la
actitud de las formaciones especiales ante el abrazo Perón-Balbín.
Esto no quiere decir que habrá violencia, pero lo que sí
percibimos es la ya conocida incitación a la misma por parte de renovados
mandamases ideológicos. Periodistas afines al kirchnerismo, como Luis
Bruschtein en Página/12, se preguntan si Macri, que denuncia al gobierno de
Caracas y considera que un opositor como el venezolano Leopoldo López es un
preso político, luego de que el líder caraqueño organizara, según el gobierno
chavista, la ocupación de calles, el saqueo de comercios, la presencia de
francotiradores y el levantamiento de barricadas, con un saldo de cuarenta
muertos, ¿asumiría la misma posición garantista en caso de que estos sucesos
ocurrieran en nuestro país en el mes de marzo o abril del próximo año?
Ejemplo inspirador el del cronista, que podría agregar a su
acervo nuestro original golpe de Estado, que dejó treinta muertos, organizado
en 2001 con otros líderes que no sólo no están presos sino que tienen funciones
políticas en el gobierno al que adhiere.
Hay otros que desde una curiosa buena fe, se muestran
tolerantes y sostienen que hay que darle unos meses a Macri para que muestre
quién es. No se refieren a los últimos meses de su gobierno para determinar un
diagnóstico definitivo, sino a los primeros. En caso de que su cara no guste,
deberá asumir las consecuencias.
Este tipo de prepotencias nunca son gratuitas y,
lamentablemente, a veces están acompañadas por dirigentes de la más alta
responsabilidad.
La negativa de la Presidenta a sacarse una foto con el nuevo
presidente elegido por los argentinos mostró que hay una palabra ausente de
nuestro vocabulario civil: compatriota. Nos envenenaron con la dupla
amigo-enemigo, sabemos lo que es un adversario político, tenemos el dedo pronto
para señalar al destituyente que nos conviene, pero jamás se nos ocurrió que
somos, además, compatriotas.
Es la palabra que falta.
(*) Filósofo – www.tomasabraham.com.ar
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