Por J. Valeriano Colque (*) |
Hasta el último día. El plan de Cristina Fernández para
lograr que el nuevo gobierno asuma lo más deslegitimado posible y con la peor
herencia que se pueda, no tuvo un minuto de descanso desde el balotaje. El
culebrón del bastón y la banda no fue sólo un delirio de Cruella de Vil. Esa
interpretación es apta para fabricar chistes, pero implica confundir a la
política con la psiquiatría.
El entuerto fue la excusa presidencial para aguar la prueba
de la blancura de la democracia: la alternancia entre dos gobiernos de
distintos signos. Sirvió para llegar a un punto prefijado: que la Presidente
pueda irse sin “entregar el poder”, porque ella no se doblega ante nadie, ni
siquiera ante la soberanía de un pueblo que le eligió un sucesor. El espíritu
sedicioso llegó al grotesco con una orden presidencial a diputados–que
representan más a su jefa que a sus votantes–para poner en riesgo la Asamblea
Legislativa que debe tomar juramento a Mauricio Macri.
El cristinismo demuestra con sus actos que se considera por
encima de las reglas más básicas del juego democrático, tan básicas que algunas
ni siquiera están escritas. Nadie imaginó nunca que la Constitución necesitara
un artículo para reglar cómo debería asumir un presidente recién votado por la
ciudadanía si una mayoría de legisladores –del mismo partido que comandó los
comicios– se negara a investirlo.
Resistencia con Osde.
Se busca deslegitimar a un nuevo gobierno al que se considera un enemigo contra
el que se ejercerá el derecho a “resistir”. Como si Macri, votado por una
mayoría, encabezara un ejército de ocupación.
No es un invento. Lo expresaron los cristinistas más
furibundos. Ocupación, en realidad, es la que ha hecho el cristinismo nombrando
militantes hasta el último día en cada oficina. Ellos serán la principal
columna de esa “resistencia con Osde” generosamente bancada por los
contribuyentes.
Hay algo profundamente antidemocrático en el malestar de
fondo que expresa el cristinismo con el recambio presidencial. Parece que se
acabara el mundo, pero la alternancia es algo ordinario, obvio, esperable, en
cualquier democracia. ¿Qué es lo que tanto les molesta? El redentorismo
refundador que invoca “el proyecto”, ¿es incompatible con un sistema de
partidos donde no sea siempre el mismo el que puede ser presidente?
El exilio de la duda.
Hay algo aún más grave en este desprecio democrático. El cristinismo más
fanático es incapaz de poner en duda que “el proyecto” no sea una panacea a
proteger, incluso, boicoteando a un nuevo gobierno. Tampoco puede imaginar algo
distinto o mejor. Ni concibe que una porción de la sociedad pueda no estar de
acuerdo con esos axiomas. O que tenga derecho a impulsar políticas
alternativas.
Salvando enormes distancias, esa actitud se parece al viejo
y prolífico golpismo argentino. Peor: parece copiar a los antecesores
glorificados del cristinismo. También en la década de 1970, personajes como
Mario Firmenich, Roberto Santucho, Roberto Perdía y Fernando Vaca Narvaja,
entre centenares, estuvieron tan convencidos de tener la posta que les pareció
natural asesinar y secuestrar gente, en democracia, para imponer sus utopías
carentes de detalles o, se supone, calcadas de casos tan exitosos como los que
derivaron en la actual miseria autoritaria de Cuba.
¿Cómo hacen los cristinistas para estar tan seguros de que
lo que deja Cristina Fernández es el reino de los cielos bajado a la Tierra?
Por si no se nota lo suficiente, hay que remarcar que la Presidente deja este
legado:
Un déficit fiscal galopante, que roza las marcas históricas
de un país que compite en los récords mundiales en la materia. Lo que armó en
12 años será muy bonito, pero no hay quién lo pague. Entre enero y octubre, el
Estado gastó cinco pesos por cada cuatro que le ingresan de impuestos. El resto
se financia con emisión inflacionaria o licuando el valor de los fondos
previsionales.
Una economía con costos internos en dólares que le impiden
competir en amplios sectores. El tipo de cambio multilateral es el mismo que el
del 9 de enero de 2002, previo al de la salida de la convertibilidad, y 11,4 %
inferior al del día antes en que el propio Axel Kicillof devaluó, sin plan
alguno, en enero de 2014.
Un Banco Central con el cofre vacío. Ayer mismo, el Poder
Ejecutivo cavó otro túnel y le sacó a Alejandro Vanoli (que de inmediato
renunció, lo que dejó claro cuál era el último acto de servicio que se esperaba
de él) otros 3.588 millones de dólares para pagar deudas que Néstor Kirchner y
Cristina Fernández jamás quisieron pagar con fondos propios del fisco, lo que
les permitió cimentar su poder gastando en otras cosas hoy insostenibles.
Hoy, el Ejecutivo le debe al Banco Central 105 mil millones
de dólares. Las reservas dibujadas del Central no superan los 21.600 millones.
Las verdaderas son un misterio.
¿Realmente hay razones para estar tan seguros de que este es
el único proyecto posible y viable, al punto de tratar a un nuevo gobierno
votado por una mayoría ciudadana como un usurpador?
Eso pueden pensar los fanáticos con menos anticuerpos para
la propaganda K. Pero es difícil que los más formados y que aún puedan ejercer
una mínima honestidad intelectual, aunque sea para con ellos mismos, no puedan
dudar. Tal vez la verdadera razón no sea otra que política. Así como hubo un
esfuerzo intenso del Gobierno para degradar todo lo posible al que llega, también
se ejecutó un plan deliberado para garantizarle a Mauricio Macri un infierno
inmediato y un futuro corto.
Para las ambiciones refundadoras de Cristina Fernández, nada
podría ser mejor que una hoguera que purifique la herencia fiscal, financiera y
económica que ella misma generó, pero cuya responsabilidad pueda ser achacada a
un contrincante. No fue magia. Es un plan.
El retorno a la
racionalidad
El alivio del pago del Impuesto a las Ganancias del medio
aguinaldo de diciembre es una buena noticia para parte de los contribuyentes
hoy alcanzados por el tributo.
Pero el anuncio del martes de Mauricio Macri contiene una
parte muchísimo más importante: el envío al Congreso de un proyecto de ley para
modificar el tributo, en las escalas de alícuotas, lo que acompañará a una suba
del piso para empezar a tributar. Como se señaló repetidas veces, con la escala
vigente, de 2001, se perdió casi por completo la progresividad del impuesto.
Miles de empleados, autónomos o jubilados, pese a tener ingresos que apenas les
permiten cubrir necesidades normales de una familia, tributan Ganancias o están
alcanzados por la alícuota máxima del 35 % o están muy próximos a ese nivel.
Como la comunicación (a través de la página de Facebook del
nuevo presidente) no abunda en detalles sobre otros temas, habrá que esperar a
que se difunda el proyecto de ley para conocer cómo se terminará con el
laberinto en el cual se transformó al impuesto desde 2013.
El cambio de septiembre de ese año y, peor aún, el de mayo
último generaron un tributo inequitativo, injusto en muchos sentidos y, sobre
todo, difícil de entender (fue conocido el caso de grandes empresas e, incluso,
de la Anses, que tuvieron que devolver dinero mal retenido durante varios meses
por una errónea interpretación de las normas).
La obstinación de mantener como referencia el período enero
a agosto de 2013 a los fines de aplicar a un empleado una exención o un
determinado nivel de deducciones y mínimos, creó situaciones injustas de todo
tipo. Quienes en 2013 ganaban menos de 15 mil pesos en bruto y quedaron
exentos, hoy siguen estándolo aunque hayan ascendido o cambiado a un trabajo
con un sustancial aumento de sueldo. En el otro extremo, quien quedó en ese
momento por encima de 15 mil pesos, perdió ese empleo y consiguió otro con un
sueldo inferior, sigue alcanzado por Ganancias.
Y jóvenes que recién ahora se incorporan al mercado laboral
(o una persona que era monotributista o informal y consigue un trabajo en
relación de dependencia) con sueldos brutos de 15.001 pesos o más, se ven
perjudicados por tributar el impuesto, al lado de compañeros de empleo con
igual o mayor salario que no lo hacen.
Automático o
discrecional. Una cuestión no menor es la necesidad de un ajuste periódico,
basado en variables objetivas, de todos los parámetros del impuesto. De nada
sirve fijar un nuevo nivel de deducciones (Macri dijo que quiere un mínimo en
30 mil pesos) si la inflación hace que este quede desactualizado en poco
tiempo.
En la redacción actual de la Ley del Impuesto a las
Ganancias, el artículo 25 establece como parámetro de actualización automática
de la escala de alícuotas un coeficiente que debería determinar el fisco
nacional sobre la base del índice de precios mayoristas que elabora el Indec.
Este criterio (más acertado que la actualización por un
índice salarial, como algunos proponen) podría extenderse a los mínimos y las
deducciones personales. Pero, claro, requiere un índice de precios creíble.
En definitiva, lo que falta en Ganancias es un retorno a la
racionalidad, que devuelva la esencia que hace de este impuesto uno de los
pilares de los esquemas tributarios en todo el mundo.
(*) Economista
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