Por James Neilson |
Dicen que Brasil es el país del futuro y que, gracias al
talento notable de los políticos brasileños para decepcionar a los optimistas,
siempre lo será. ¿Y la Argentina? Para desconcierto de quienes creen que, de
proponérselo, podría convertirse pronto en uno de los países más ricos del
planeta ya que cuenta con todos los recursos naturales y humanos necesarios
para lograrlo, por motivos supuestamente éticos, buena parte de sus elites
culturales y políticas ha preferido mantenerla subdesarrollada.
Es que a muchos no les gusta para nada el capitalismo. Les
parece cruelmente exigente. Incluso la variante socialdemócrata que se
encuentra en los países escandinavos y otros del norte de Europa les parece
indigna de su aprobación. Si bien los políticos y politizados, los del “círculo
rojo”, suelen hablar como izquierdistas, en el fondo la mayoría es
llamativamente conservadora; se aferra con tenacidad a un orden que es mucho
más corporativista que marxista o socialista, uno que ha resultado ser incompatible
con el progreso económico y social que, ya es evidente, depende de la capacidad
de los distintos países para manejarse en el mundo del capitalismo liberal
globalizado por tratarse del único sistema que funciona relativamente bien.
No les impresiona el hecho de que todas las presuntas
alternativas al capitalismo democrático han fracasado: algunas, de manera
catastrófica al ser sacrificadas como cobayos decenas de millones de personas
en experimentos revolucionarios; otras, entre ellas la improvisada por los
kirchneristas, de forma más suave, ya que los aspirantes a rescatar al pueblo
de las garras del “capitalismo salvaje” se limitaron a depauperarlo.
Así las cosas, dista de ser fácil el desafío que enfrentan
el presidente Mauricio Macri y sus coequiperos. Además de tener que reparar los
daños provocados por los kirchneristas que, al combinar rapacidad, militancia
política, desidia y fe ciega en un relato disparatado, se las arreglaron para
entregarles una herencia atroz, les será necesario convencer a los sectores
ciudadanos más influyentes de que no hay más opción que la de acatar las reglas
que rigen en el mundo desarrollado donde detalles como la seguridad jurídica y
el respeto por los acuerdos no son considerados conceptos horribles, como dijo
una vez un tal Axel Kiciloff. Por motivos que podrían calificarse de políticos,
a los macristas les sería muy tentador aprovechar un eventual éxito inicial
para darse un respiro y tratar de congraciarse con el grueso de la clase
política nacional, demorando así muchos cambios estructurales sin los cuales la
Argentina no logrará dejar atrás más de un siglo de frustraciones.
El camionero Hugo Moyano no es el único que detecta un “olor
a los 90” en la estrategia emprendida por Macri. En la Argentina, parecería que
abundan los convencidos de que el derrumbe que siguió al colapso de la
convertibilidad mostró de una vez y para todas que el capitalismo no sirve para
nada y que por lo tanto sería mejor mantenerlo a raya, como si el sistema
económico vigente en todos los países desarrollados se caracterizara por nada
más que la voluntad de los gobiernos de defender cueste lo que costare una
moneda sobrevaluada, alternativa esta que, dicho sea de paso, los macristas
acaban de repudiar al desmantelar el cepo.
Sea como fuere, acaso convendría más preguntarnos si una
sociedad tan reacia como la argentina a soportar por mucho tiempo la
estabilidad monetaria sería capaz de prosperar aun cuando el Gobierno hiciera
todo bien. La convertibilidad resultó ser demasiado rigurosa porque los
políticos y empresarios locales, lo mismo que sus equivalentes griegos cuando
su país adoptó el euro, no tardaron en encontrar el modo de burlarse de los
límites fijados por la realidad económica.
La hostilidad hacia el capitalismo tal y como lo practican
en otras latitudes se ve acompañada por la convicción de que aquí nunca
funcionan las recetas foráneas. Quienes piensan así insisten en que la
Argentina es tan diferente que sólo a un ignorante se le ocurriría prestar
atención a técnicos extranjeros que hablan de lo peligroso que es permitir que
la inflación se vuelva crónica o lo bueno que sería abrirse a la inversión.
Pues bien, aunque es innegable que los voceros de
instituciones como el Fondo Monetario Internacional propenden a subestimar la
importancia de las inasibles idiosincrasias nacionales, la verdad es que no
tienen más alternativa que la de fingir creer que todos los distintos países se
asemejan y que sería injusto discriminar en desmedro de los rezagados
explicándoles que deberían conformarse con una economía de segunda. Al fin y al
cabo, no pueden decir que saben muy bien que sería inútil aconsejar a un
mandatario latinoamericano o africano actuar como si estuviera a cargo de
Alemania, Suiza o el Japón, de suerte que no valdría la pena pedirle esforzarse
por solucionar problemas atribuibles a su propia irresponsabilidad o a la de
sus antecesores. En este ámbito como en tantos otros, los funcionarios
internacionales se sienten obligados a dar por descontado que, a pesar de las
apariencias, todos los países, como todas las personas, son igualmente
“competitivos”.
De todo modos, ya es tradicional que, luego del enésimo
desastre ocasionado por populistas resueltos a probar que es perfectamente
posible vivir por encima de los medios disponibles, un gobierno nuevo procure
complacer a “los mercados” por entender que siempre tendrán la última palabra;
ni siquiera Estados Unidos puede darse el lujo de desdeñarlos por mucho tiempo.
¿Tendrá más éxito el gobierno de Macri que otros, militares o civiles, que a
través de los años han querido poner fin a la larga y terriblemente infructuosa
rebelión nacional contra el capitalismo liberal que han protagonizado el grueso
de la clase política y sus aliados intelectuales, para poder emular a aquellos
países de Europa, América del Norte, Asia oriental y Oceanía que conforman el
mundo desarrollado? Parecería confiar en que será posible las muchedumbres que
festejaban su llegada al poder gritando “sí se puede”, imitando de tal manera a
los admiradores de su homólogo norteamericano Barack Obama, pero tal vez
pensaban en otra cosa.
Los populistas esperan que Macri no logre apartar el país
del rumbo ruinoso que retomó hace más de una docena de años, ya que es de su
interés que la Argentina siga siendo una fábrica de pobres, una desgracia que,
huelga decirlo, atribuyen automáticamente a la maldad ajena. Se trata de una
forma llamativamente perversa del nacionalismo autocompasivo, conforme a la
cual el fracaso es evidencia de superioridad moral, que subyace en el rencoroso
credo kirchnerista. Ya antes de que Cristina se viera constreñida a abandonar
la Casa Rosada y la Quinta de Olivos, sus amigos pusieron en marcha la batalla
cultural – ellos dirían “la resistencia” – contra el macrismo, tratándolo como
un movimiento ultraderechista maligno que, para su horror, está dispuesto a
anteponer por un rato la producción a la redistribución del ingreso.
En la Argentina, los gobernantes suelen ser abogados, lo que
a primera vista parece un tanto paradójico, ya que con escasas excepciones los
dirigentes políticos no se destacan por su voluntad de respetar la ley, pero
puede que haya sido a causa de las “deformaciones profesionales” que tantos
adquirieron como estudiantes de derecho que han manejado tan mal la economía
nacional. El que Macri sea un ingeniero con cierta experiencia en el mundo
empresarial de por sí supone una diferencia significante, puesto que, como buen
pragmático, tiende a interesarse más por los resultados concretos de las
iniciativas que por sus presuntos méritos teóricos, pero, le guste o no, tendrá
que resignarse a negociar con miles de personas que se formaron en las
facultades de derecho y son expertos consumados en el arte de formular
argumentos a favor o en contra de virtualmente cualquier cambio. Como ya se habrá
dado cuenta, hacerlo será bastante difícil, sobre todo si la Corte Suprema opta
por defender el statu quo; hasta algo tan sencillo como un aumento de tarifas
eléctricas podría suponerle una interminable ordalía judicial.
Por ser tan completo el desastre que han dejado Cristina y
su factótum Axel, el presidente Macri, el ministro de Hacienda y Finanzas
Alfonso Prat Gay y los demás funcionarios del nuevo gobierno tendrán que
apurarse, tomando una medida polémica tras otra, con la esperanza de que los
beneficios aparezcan muy pronto, antes de que los contrarios al “rumbo” que han
elegido logren reagruparse. Aunque en términos estratégicos no cabe duda de que
les es forzoso concentrarse en impulsar la productividad de la maltrecha
economía nacional, de ahí el levantamiento del cepo a pocos días de la
inauguración y la decisión de dar al campo mucho de lo que desde hacía años
reclamaba, en el transcurso de la campaña electoral, ellos mismos minimizaron
la gravedad de las dificultades que les aguardarían por temor a asustar a los
votantes hablándoles de cosas feas por venir. ¿Fue un error? Es posible, pero
parecería que, por ahora al menos, la mayoría encuentra razonable la serie de
“emergencias” que se ha declarado y está dispuesta a dar al gobierno el
beneficio de la duda.
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