Por Jorge Fernández Díaz |
En una revolución, como en una novela, la parte más difícil
de inventar es el final. La frase pertenece a Tocqueville, pero describe
risueñamente los esperpénticos epílogos que protagonizó durante estas últimas
tres semanas el kirchnerismo saliente. Que como su primo bolivariano presume de
revolucionario sin haber hecho, por supuesto, ninguna clase de revolución.
Impostor y teatral desde el principio hasta el final, jugó a fondo esa
ensoñación retórica y se dispone ahora a organizar el scrabble de la resistencia peronista.
La vida es sueño.
"Cuanto más conservadoras son las ideas, más revolucionarios los
discursos", sostenía el matemático Norbert Wiener. ¿Pero cómo y en qué
esquina se apea una "revolución"? ¿Qué pasa cuando de repente el populismo
autoritario se queda sin caja y sin pueblo? Laclau y algunos teóricos de
similar estatura crearon el manual del neopopulista, que Cristina Kirchner
cumplía antes de haberlo leído. Ungir a un líder único y todopoderoso, buscar
la hegemonía a cualquier precio, romper el concepto del parlamentarismo y de
división de poderes, generar antagonismos feroces y partir a la sociedad entre
réprobos y virtuosos. Este manual no tenía diseñada, qué olvido, la posibilidad
de que el régimen quebrara económicamente, implosionara por su propia
negligencia y dejara de representar a la mayoría. El formato era insolente y
turbio, pero en el fondo algo ingenuo: estaba basado en la peregrina idea de
que las urnas nunca serían adversas. ¿Cómo iban a serlo si el líder populista
encarnaría para siempre los deseos de la sociedad?
El problema de inventarse una revolución, actuando como un
caballo de Troya dentro de la democracia, es que un día la gente se harta y,
simplemente, cambia de canal. Entonces resulta que de repente el castillo no
era de piedra, sino de naipes. Aunque nefasto para las sociedades civiles y
dramático para los viejos populistas, el desalojo brusco e ilegal del poder que
se producía en la siniestra era del partido militar les permitía a los
desalojados practicar la victimización heroica y, sobre todo, el consuelo de
haber representado hasta el último minuto la voluntad popular. Estos
neopopulismos posmodernos deben, en cambio, retirarse derrotados por esa misma
voluntad, y no saben cómo relatar la salida por tirante. El pueblo es el rey. Y
ese rey caprichoso los pasó a degüello. ¿Cómo encajar en el relato tremenda
traición y semejante hecatombe?
Presa de todo este entuerto ideológico, la arquitecta
egipcia se espantó ante la sola idea de cederle la banda y el bastón a la
antipatria, y quedar retratada en aquella imagen de la claudicación. Todos los
acontecimientos de los últimos veinte días se enmarcan en este intríngulis
ridículo y en esta desmesura de telenovela barata, y no tanto en la patología
personal de una dama que, es verdad, no resiste la mínima frustración o
negativa. Pero esa patología fue, a lo sumo, la frutilla de un postre amargo.
En la despedida del kirchnerismo está cifrada toda su tragedia política.
Después de que el FPV perdiera el ballottage, Cristina tuvo
la chance de asumir rápidamente el mal trago (como hizo con Francisco) y,
aunque más no sea, fingir hidalguía republicana. Recibir a Mauricio Macri con
generosidad magnánima, caminar con él por Olivos, dejarse capturar para la
historia por el fotógrafo de Presidencia. Y lo esencial: implicarse día y noche
en la imprescindible transición a la vista de la opinión pública, ante la que
quedó cristalizada ahora como una dirigente despechada, egoísta e impune a
quien no le interesó el futuro de los argentinos, sino apenas organizar el
espectáculo de su fiestita particular del adiós. Aquella actuación civilizada
le habría permitido, qué ironía, irse ayer hasta con el respeto de los
mismísimos opositores. La enajenación "revolucionaria" y su pueril
intolerancia impidieron que ella retornara a lo que una vez fue y ya no volverá
a ser jamás. Porque con sus gestos e intemperancias Cristina Kirchner dejó muy
en claro que ella no se inscribe en la saga democrática. Incluso la desprecia.
Cristina no es continuadora de la república que inauguramos en 1983, sino
fundadora de algo nuevo que sólo reconoce antecedentes históricos en los
caudillos federales del siglo XIX y en el evitismo setentista. Cristina no
desciende de Alfonsín, Cafiero y Bordón, sino de Rosas y del Che, y esta
hipérbole la coloca en la radicalización y, además, condena a su propia fuerza
(el cristinismo) a la marginalidad, a la paradójica antipolítica, y desde
luego, al sueño anticipado de la destitución de Mauricio Macri. Con sus gestos
y sus palabras está llamando a su tropa a trabajar para la desestabilización
permanente de la "derecha" (apostando al helicóptero) y para la
pronta restauración del orden populista. Ese carapintadismo militante, para el
que todo acuerdo con la "partidocracia" significa una agachada, pone
a sus militantes en un desfiladero, donde sólo están cómodos los lúmpenes.
El gran interrogante es si los restos del peronismo
aceptarán tan mansamente ese arrabal del sistema político, cuya única agenda es
la conjura. ¿Los peronistas formarán parte del flamante partido Intransigencia
y Conspiración, o avanzarán hacia una renovación que colabore y se modernice?
Cristina Kirchner, antes de convertirse en calabaza, intentó instalar la
absurda ocurrencia de que el justicialismo no había sido vencido y de que ella
no lo había conducido a la derrota. Se trata, obviamente, del nuevo cuento
fantástico de una Cenicienta millonaria que parece hablarles a niños embobados
de sala de cinco. Propició este tremendo voto castigo con arrogancia y muy mala
gestión económica, eligió a un verdadero tren fantasma para las candidaturas,
hirió con fuego amigo a su principal candidato, confirmó su propósito del doble
comando y logró no sólo que la corporación perdiera el Estado, su caja
fundamental, sino también su bastión histórico, hecho imperdonable en la
cronología peronista de todos los tiempos. Le entregó a un partido joven y a
una coalición repentina la ciudad, la provincia y la Nación. Cristina Capitana
hundió el barco.
Antes de la experiencia "revolucionaria" y de los
fanatismos de opereta, los peronistas masticaban vidrio, pero no lo tragaban.
Después de esta enajenación ya nadie puede estar seguro. Como dice Bárbaro, el
peronismo era hasta hace muy poquito un recuerdo que daba votos. Y es hoy una
diáspora a la espera de una señal y de una brújula. Los argentinos lo necesitan
para construir gobernabilidad, y estarán examinando con lupa cada uno de sus
movimientos. El peronismo está bajo sospecha. Tan crucial como seguir la
evolución del nuevo gobierno será desentrañar cómo los dirigentes del partido
de Perón jugarán sus cartas y cómo saldrán de su laberinto. La democracia
venció provisoriamente a la "revolución", pero la batalla sólo se
ganará con buena gestión y habilidad de consenso. La herencia es grave y el
camino será muy espinoso. Y el discurso público no tendrá la sensualidad
populista ni sus simplificaciones tajantes. Veremos cómo encaja este otro
cambio cultural en el ciudadano de a pie. Siempre es más fácil "aceptar
una simple mentira a una verdad compleja", decía Tocqueville. Todos tendremos
que aprender mucho.
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