Por Carlos Fuentes |
Busco en vano un personaje histórico más completo que Jesús,
el Cristo. Las figuras que con paso más recio han cruzado el escenario del
tiempo carecen, por su intensa actividad externa, del reino espiritual interno
de Jesús. Los místicos mismos, dada la intensidad de su vida interior, no
poseen el lugar en la plaza que ocupa Jesús, como ser histórico activo. Los más grandes científicos, por obediencia a la
indispensable objetividad de los resultados creíbles, se abstienen de
atribuibles dimensiones espirituales, ni siquiera morales. No se puede culpar a
Albert Einstein de la muerte en Hiroshima, aunque sí se puede culpar a Himmler
de la muerte en Auschwitz. Los defectos personales de los grandes creadores
místicos son anecdóticos aunque interesantes, así como sus virtudes.
Pero, al cabo, la obscenidad de Mozart, el desaliño de
Beethoven, la descortesía de Gogol, la gula de Balzac, los vicios de Coleridge
o de Baudelaire, en nada afectan nuestra admiración por sus obras. Nadie
desearía tener de vecino a personaje tan neurótico como Dostoyevsky. Y
seguramente, Bach sería el más sereno e invisible habitante de un condominio.
Donde se mezclan más conflictivamente la personalidad pública y la privada de
un artista es en el espacio ideológico. Aragón, Éluard, Neruda, Alberti como
protagonistas del comunismo; Benn, Pound, D’Annunzio, Céline, Brasillach como
soportes del fascismo, han merecido severas reprobaciones que, al cabo, no
dañan intrínsecamente a su obra. En cambio, las víctimas de la intolerancia, la
dictadura y el dogma, rebasan a veces el altísimo nivel de su obra para ser
admirados, sobre todo, como mártires, de Vives a Lorca y Miguel Hernández, de
Giordano Bruno a Osip Mandelstam e Isaac Babel, de Sor Juana Inés de la Cruz a
Ana Ajmátova. La larga fila de los desterrados por la Alemania nazi, la Rusia
soviética, la España franquista, las dictaduras latinoamericanas, el macartismo
norteamericano.
La singularidad de Jesús es que la permanencia, fama o valor
de su obra nace de la oscuridad y el anonimato. De no ser rescatado por los
Apóstoles y propagandizado por San Pablo, es probable que el humilde predicador
de Galilea se hubiese perdido, uno más entre los centenares de hombres santos
que recorrieron las rutas del mundo antiguo. Pero nada, ni los Evangelios, ni
San Pablo, ni la mismísima Iglesia cristiana, pueden arrebatarle a Jesús su
condición de hombre humilde, desprovisto de poder, desnudo de lujos, que
gracias a su humildad y pobreza, se convierte en el más poderoso símbolo de la
salvación humana.
¿Se debe ese poder a que, en efecto, Jesús es Dios Hijo,
parejo sin embargo en poder y virtud al Dios Padre, y al otro, alado miembro de
la Trinidad, el Espíritu Santo? La Iglesia ha condenado como herejías las
seductoras y muy literarias teorías acerca de la relación entre Dios Padre
—Yavé— y Dios Hijo —Jesús—. El gnósticocismo sirio de Saturnilio mantuvo que
sólo hubo un Padre, totalmente Desconocido, quien al venir al mundo como
Salvador, es un salvador increado, incorpóreo e informe. Sólo su apariencia (Jesús
de Nazaret) es humana.
¿Por qué? Para que los demás humanos puedan reconocerle.
Basílides y los gnósticos egipcíacos propusieron que el Padre jamás había
nacido y nunca tuvo nombre. Cristo sólo fue una partícula de la mente del
Padre. El patripasianismo monarquianista deriva su fascinante nombre de la
creencia en que Dios es uno e indivisible. El Padre se introdujo en el cuerpo
de María, nació de ella y sufrió y murió en la cruz. Los hombres, de este modo,
en realidad crucificaron a Dios Padre. Los sabelianos juraron que Padre, Hijo y
Espíritu Santo son el mismo Ser: un Dios único con tres manifestaciones
temporales diferentes. Los apolinarios dualistas defendieron la existencia de
dos Hijos, uno procreado por Dios el Padre y el otro por María la Mujer. El
nestorianismo llevó aún más lejos esta teoría de la doble personalidad.
Jesucristo es realmente dos personas, uno, el Hombre, y otro el Verbo. Debemos
distinguir entre las acciones del Hombre Jesús y las palabras del Dios Cristo.
Finalmente, los más influyentes de todos los herejes, los arríanos,
consideraban al Hijo como mera afluencia, proyección o co-increación del Padre,
derivada de la sustancia de éste.
De todas las herejías en torno a la personalidad de Cristo,
la que más me atrae es la que, respetando todas las ficciones en torno a su
naturaleza, se fija en el hombre que vivió entre los hombres y aquí, en la
tierra, dio las pruebas más serias y perdurables de lo que significa ser humano
entre los humanos. Jesús como núcleo vivo de las posibilidades y
contradicciones humanas es para mí el más entrañable y constante de los
Cristos. El hombre que predica simultáneamente la inocencia y la bondad, pero
también la furia activa contra los fariseos y los mercaderes del templo. El
Jesús que nos pide «dar la otra mejilla» y el que dice traer la guerra y no la
paz. El Jesús que pide «dejad que los niños vengan a mí» y el que nos urge
abandonar padre y madre para actuar en el mundo.
Ésta es la fuerza incomparable de Jesús. Desde la pobreza,
la humildad y el anonimato, predica algo más que la salvación del mundo.
Predica y practica la salvación en el mundo. Nos ofrece un mundo como
oportunidad de salvación, no como tierra condenada fatalmente al mal. La vida
eterna, así concebida, es en realidad una dimensión espiritual del deseo
humano. La pérdida ultraterrena de Jesús se desvanece frente al poder de su
ejemplo terreno. Éste es un hombre que lleva a su más alto estadio la
aspiración humana como manera de vivir juntos, prestarnos atención unos a
otros, no transigir con la hipocresía, el fariseísmo y el simonismo que al cabo
mancharon a la Iglesia creada en su nombre.
La contingencia de Jesús es su grandeza. Su vida secreta y
oscura es la condición de su eternidad. Su contacto personal es con los más
indignos y los más incrédulos. No le predica a los convencidos. No dogmatiza.
Sus contradicciones mismas se lo impiden. Y eso que no conocemos la
adolescencia y juventud de Cristo. ¿A quiénes trató, fue hetero u homosexual,
se abstuvo del sexo? ¿Fue, como los santos Agustín y Francisco, un pecador
saciado y redimido? Porque actúa en el tiempo, Jesús nos empuja a creer en el
tiempo. Hay en sus palabras una extraordinaria fe temporal, pues aun cuando la
eternidad aparezca como horizonte de sus palabras, es el futuro humano la meta
de la fe de Cristo. La fe de Jesús es una exigencia para que trabajemos en el
mundo. El cielo de Jesús es la solidaridad con el prójimo, no un empíreo
celeste. El infierno de Jesús es la injusticia en la tierra, no un averno
profundo en llamas. Lo que Jesús extiende a la vida eterna son los valores de
la vida en el mundo. «Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed, y me
disteis de beber, peregriné, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis;
enfermo, y me visitasteis; preso, y vinisteis a verme.» «¿Cuándo te dimos todo
esto?», le preguntan quienes lo escuchan. Y Jesús contesta: «En verdad os digo
que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores a mí me lo
hicisteis.»
La metáfora misma de la resurrección es la manera de
decirnos que estamos obligados a completar la vida, no sólo a continuarla, y
que la continuidad de la vida a pesar de la muerte es la realidad de la vida
eterna. La salvación está en el mundo. El infierno está en el mundo. Y el mundo
se ha encargado de darle la razón a Jesús. Jesús no resucitó a los muertos.
Resucitó a los vivos. La relación entre Dios Padre y Dios Hijo, que tanto
desveló a herejes y a padres de la Iglesia, no puede obviar el hecho de que
nadie conoce al Padre, y el Hijo, en cambio, se dejó ver. Podemos urdir
ficciones. Quizás el Padre no tolera al Hijo aunque Jesús se canse de decirle:
Mira, hago lo imposible por darte a conocer. Pero el Padre puede resentir que
el Hijo no sea visto como su delegado, sino como el Dios verdadero, puesto que
es el Dios que encarnó. Para colmo, Jesús no sólo redime al hombre. Redime al
mismísimo Dios Padre, salva de su fama cruel y vengativa al Dios de Israel. Le
da, como se diría en las crisis del Comunismo, «rostro humano a Dios». ¿Lo
resiente el Padre? ¿El desenlace del Calvario es el castigo de Yavé contra la
humanidad insurrecta de Jesús? «Padre, ¿por qué me has abandonado?» Cuánto
dolor encierran estas palabras, qué fatal es el desenlace, qué problemática se
nos vuelve la muerte y resurrección de Jesús. Abandonado de Dios, ¿qué
oportunidad le queda a su leyenda sino la Resurrección, que viene siendo la
compensación por el abandono del Padre, la promesa de un retorno a su vera
—confundido con Él, en trinitaria y perfecta simbiosis, o para siempre castigado
por el Padre, reducido al silencio, a la existencia menor, al silencio mismo?
Inútil sería, de existir, la contienda del Padre contra el
Hijo. El Hijo ya triunfó para siempre en la Tierra, diga lo que diga, piense lo
que piense, exista o no, el Dios Padre. Por eso hay, en la gran intuición de
William Blake, una «rabia en el cielo», a rage in heaven. Jesús es El Hijo
Desobediente. Dios Padre está encabronado.
Digo que sin los Apóstoles, pero sobre todo sin Pablo de
Tarso, Jesús pudo ser ignorado por la posteridad. San Pablo se encargó de que,
más allá de los testimonios del Evangelio, Cristo reinase en una institución
que es la Iglesia. Lo que asegura que Jesús siga en la historia es, sin
embargo, lo mismo que le impide hacerse presente en la historia: la Iglesia
cristiana, sujeta a los vaivenes de la vida política, de los compromisos y las
excepciones, de las traiciones a Cristo, de la seducción de lo mismo que Cristo
fustigó: simonía, fariseísmo, fe de mentirijillas, hambre de poder terreno...
La Iglesia se convierte en la industria de Cristo, una industria que nos aleja
de Cristo. La Iglesia es la venganza de Dios padre contra un Cristo
intolerable. San Agustín, brillante sofista, prevé lo que vendrá. El sacerdote,
como la Iglesia, puede ser débil o malo. Pero el sacerdocio lo dignifica. La
Iglesia coloca a sus ministros por encima de su propia condición. Lo que el
santo de Hipona no dice es que es la Iglesia la que se perdona a sí misma,
colocándose, en nombre de Cristo, por encima de su propia condición. Orígenes
fue condenado porque consideró que, siendo infinita, la misericordia de Dios
acabaría por perdonar al Diablo. Debió añadir que perdonaría también a la
Iglesia. No me voy a Lutero y la revolución protestante.
Me quedo en mi tiempo y mi vida para rechazar a la Iglesia
de Pío XII, Pacelli, y su colusión con Franco y los nazis. Y, a partir del
triunfo aliado, con la CIA, las mafias y el corrupto partido de la DC italiana.
El honor de la Iglesia es rescatado, es cierto, por un papa como Juan XXIII, por
obispos como Óscar Romero en El Salvador, pero la vergüenza vuelve a caer sobre
la Iglesia argentina que bendijo a dictaduras de criminales, asesinos y
torturadores...
Lo extraordinario es que dos mil años de traiciones no han
logrado matar a Jesús. Qué poco duraron los imperios del mal, el Reich
destinado a un milenio según Hitler, el futuro comunista prometido por la
burocracia soviética... ¿Cuántas divisiones tiene el Papa?, preguntó con sorna
Stalin. Pues muchas más que el Kremlin. Pero esos ejércitos de la fe cristiana
existen a pesar de, no gracias a, la institución vaticana. Ésta aprovecha,
administra, pero no alcanza a apropiarse de la figura de Jesús, que
constantemente rebasa a la Iglesia creada en su nombre. Jesús es el perpetuo
reproche a la Iglesia. Pero la Iglesia tiene que tolerar a Jesús para seguir
siendo. Jesús se le escapa a la Iglesia porque se convierte en un problema para
los que están fuera de la Iglesia. A la caza de herejes e incrédulos, la
Iglesia no ha podido, actualmente, reservarse a Jesús porque Jesús extiende los
valores de la vida eterna a los valores de la vida en el mundo y allí se vuelve
algo más que un frágil Dios que se hizo humano. Se convierte en el Dios cuya
fuerza es su humanidad. Y es la humanidad de Cristo lo que lo mantiene vivo
como problema para una modernidad que puede tener temperamento religioso sin fe
religiosa. El católico relapso Luis Buñuel; el protestante fuera de la Iglesia,
Ingmar Bergman; el religioso social y civil Albert Camus. Pero también los hombres
de fe capaces de ponerla a prueba en el mundo, Francois Mauriac, Georges
Bernanos, Graham Greene. Y sobre todo la mujer de la fe, Simone Weil, que se
pregunta, ¿Se puede amar a Dios sin conocerlo?, y contesta: Sí. Es la respuesta
terrible a la terrible pregunta de Dostoyevsky: ¿Se puede conocer a Dios sin
amarlo? Stavroguin, Iván Karamazov, contestan: Sí. Éste es el dilema y sólo
Jesús lo resuelve. Una persona no es Dios, pero Dios puede ser una persona. De
allí que millones de hombres y mujeres crean en Jesús y sean su fuerza, más
allá de las Iglesias y las clerecías. Jesus no resucita a los muertos. Resucita
a los vivos. Jesús es el corrector de pruebas de la vida humana.
© Carlos Fuentes – “En
esto creo” (2002)
Selección:
Agensur.info
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