Por Arturo Pérez-Reverte |
Estoy dándole a la tecla, como cada día. Ganándome el
jornal. Estoy en ese momento difícil de empezar un capítulo de la novela que
llevo por la mitad. Dándole vueltas a un escenario y a un personaje. Y en ese
momento compruebo, con una maldición, que olvidé desconectar el teléfono. Y que
suena. Me dispongo a apagarlo cuando cometo el error de mirar quién llama. Es
Gervasio Sánchez, el fotógrafo, viejo camarada de lugares incómodos. Así que
respondo a la llamada.
Y ahí está el buenazo de Gerva, que me suelta de buenas
a primeras: «Te llamo desde Vukovar, Arturo. Desde el vestíbulo del hotel
Dunav». Y entonces me olvido de la novela y del capítulo por empezar, y me
siento, y escucho. Y recuerdo la noche del sábado 21 al domingo 22 de
septiembre de 1991 en Vukovar, Croacia, antigua Yugoslavia. Con él, Márquez y
los otros.
Me cuenta Gerva que ha vuelto allí donde vivimos aquello, el
peor asedio de aquella guerra, el Stalingrado croata. El lugar donde todos los
hombres y jóvenes con los que durante muchos días difíciles convivimos,
fotografiamos y filmamos -Grüber, Sexymbol, Ivo, el pequeño Rado-, fueron
asesinados cuando la ciudad cayó en manos serbias, incluidos prisioneros,
enfermos y heridos. Y añade Gerva que ha vuelto allí veinticuatro años después
para hacer fotos de lo que Vukovar es ahora; porque, asegura, revisitar la
geografía del horror que tiene en la memoria es su manera de no ir al
psiquiatra para que arreglen lo que se le quedó dañado en el interior. «Todos
no tenemos la suerte de poder escribir novelas para soportar el peso de las
mochilas llenas de fantasmas», me dice.
Cuando Gerva habla de estas cosas siempre se pone algo
cursi, porque pese a la mucha mili que lleva en las abolladas cámaras sigue
siendo un sentimental y un osito de peluche. Así que le pregunto si ha llorado
mucho, y dice que sí, que a ratos. Que acaba de entrar en el hotel Dunav y en
pocos segundos ha vuelto al pasado. Ha visto en la recepción el espectro del
soldado que nos pasó las botellas de rakia y de whisky, ha vuelto a sentir
temblar el edificio, ha visto a los muertos de ese día y los muertos de los
días siguientes tirados por todas partes, y también el agujero en la cabeza de
la mujer a la que mataron mientras conducía un automóvil, los rostros asustados
de los heridos que nos miraban cuando nos íbamos por el camino de los maizales,
el último camino, sabiendo que estaban sentenciados a muerte. «Y te he visto a
ti, cabrón -añade-, durmiendo tirado en el suelo del vestíbulo».
Mientras Gerva me cuenta todo eso, yo también vuelvo a verlo
a él, y a los compañeros del tiempo en que aún no había teléfonos móviles y aún
éramos jóvenes, aquella noche en que nos cayó encima de todo; tanto, que
tuvimos que refugiarnos en el sótano del hotel Dunav, en los urinarios que
apestaban a suciedad, Márquez con su cámara, Mayte Lizundia, Alberto Peláez con
su equipo de la tele mexicana, y el buen Gerva con sus cámaras colgadas del
cuello y su chaleco antibalas de segunda mano. Había otra gente muy asustada,
cuyo nombre no recuerdo; y el alcohol que circulaba, y el hedor, y los
cebollazos que caían afuera, y los gemidos de terror de esos cuyos nombres no
recuerdo, le daban igual a Márquez, que dormía a pierna suelta abrazado a su
Betacam; pero a mí no me dejaban pegar ojo. Así que decidí irme arriba, al
vestíbulo. Busqué una columna que me protegiera un poco y me tumbé detrás. Y
estaba sobando como un obispo cuando Gerva, cosa muy propia de un pelmazo como
él, vino arrastrándose a tirarme de un pie para decirme que bajara otra vez,
que allí arriba me iban a reventar los hijoputas de afuera. Y yo lo mandé a
tomar por saco -«Vete a mamar, Gerva», fue exactamente lo que le dije-. Pero
él, que era y sigue siendo una especie de Teresa de Calcuta con cámaras
fotográficas, insistió una y otra vez; y como no me dejé convencer y le dije
que prefería palmar allí arriba, tranquilo, que abajo rebozado de meados,
vómitos, mierda y cagaditas de rata en el arroz, decidió quedarse conmigo, por
no dejarme solo. Y los dos estuvimos allí acurrucados, uno junto al otro en el
vestíbulo del Dunav, iluminados por el resplandor de los cebollazos serbios que
caían en la calle. Y fue entonces cuando el buenazo de Gerva dijo su gran
frase, las palabras inmortales que recogí enTerritorio comanche y que recordaré
toda mi vida, y que a pesar del horror de aquellos días siempre recuerdo con
una carcajada: «Si esta noche me matan por tu culpa, no te lo perdonaré
nunca».
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