“La libertad no nos
es dada. La debemos
hacer y la hacemos buscándola”
Por Carlos Fuentes |
La libertad ya existe. Tal es el postulado implícito en toda
legislación del progreso. ¿No son libres el empresario, el trabajador, el niño,
la mujer, el individuo, la humanidad en suma, puesto que así lo declara la Ley?
Si la libertad ya existe, pace Rousseau y vía las revoluciones democráticas de
Francia y los Estados Unidos, nada es trágico. De Dostoyevsky a Kafka, los
escritores trágicos nos dicen que no es así.
La libertad verdadera consiste en
la posibilidad mínima de darle sentido a la realidad y darle realidad al mundo
siempre consiste en una tarea por hacer. La libertad no nos es dada. La debemos
hacer y la hacemos buscándola. Ni siquiera el sombrío (aunque siempre
sonriente) Maquiavelo se atrevió a decir lo contrario: «Dios no lo hará todo,
pues ello nos despojaría de nuestro libre albedrío y esa parcela de gloria que
nos pertenece a cada uno de nosotros.»
Tuvimos que llegar al siglo XX para consagrar
simultáneamente al totalitarismo y al nihilismo de suerte que, en la
legislación kafkiana, el mundo tuviese un sentido final, definido por la Ley.
En consecuencia, se declara inútil buscar otro sentido a la realidad. ¿Insiste
usted, Herr K.? Entonces será usted el eliminado en nombre de la Ley. La
Ilustración termina en Kafka: Tiene usted la obligación de ser feliz o correr
el riesgo de convertirse en insecto.
El absurdo de la libertad y la Ley en Kafka nos recuerda con
extraordinaria fuerza que la verdadera coincidencia de la sociedad y el ser
humano requiere una visión trágica, es decir, una visión de conflicto y
reconciliación, opuesta a la visión maniquea que ha regido la historia moderna,
visión de pecado y exterminio. Cuando una religión reclama fundamentos
históricos, sugiere Nietzsche, lo hace para justificar su dogmatismo «bajo la
mirada severa... de la ortodoxia». Tú debes ser culpable a fin de que yo sea
inocente. En el Prometeo de Esquilo, la Tragedia exclama: «Cuanto existe es
justo e injusto a la vez...» ¿Quién encarna estas realidades de manera más
inquietante que Iván Karamazov cuando traspasa el umbral decidiendo estar del
lado de la Justicia y en contra de la Verdad, cuando la Verdad y la Justicia no
coinciden?
Ésta es la decisión inmoral que el héroe trágico no tiene
por qué tomar. La tragedia no sacrifica la Verdad a la Justicia ni la Justicia
a la Verdad porque en la Tragedia las fuerzas en conflicto son igualmente
legítimas, idénticamente morales en el sentido más hondo: son capaces, cuando
son derrotadas, de hermanar el valor a la derrota. Valor, no pecado. Y una de
las dimensiones del valor sin pecado que, aun cuando es ignorado y a veces,
violado, es el valor del otro. Éste es el valor que William Faulkner identifica
maravillosamente: la restauración de la comunidad dividida, no por la historia
(en esta instancia, la fuerza económica y militar del Norte) sino porque los
hombres y las mujeres ya habían dividido, desde antes de la guerra, sus almas.
La literatura de los Estados Unidos de América revela la
tensión constante entre el optimismo de fundación y el pesimismo crítico. Aquél,
consagrado en la Constitución y las leyes de la democracia norteamericana, se
convierte, asimismo, en el credo de la vida social y económica: «Nothing
succeeds like success.»
El optimismo progresista se transforma en la máscara de la
expansión imperial. De las trece colonias inglesas del Atlántico, los Estados
Unidos se expanden hacia el Oeste —la Luisiana francesa—, los territorios del
Golfo de México —Texas—, hasta el Pacífico —California— y hacia el Caribe —la
Florida española, Cuba, Puerto Rico y Centroamérica hasta Panamá. Todo ello en
nombre del «destino manifiesto» de una nación designada por Dios para ser, como
la Roma antigua, caput mudis.
La vitalidad de la literatura norteamericana se debe, en
gran medida, a la oposición crítica de sus escritores. Aparte de literatura de
azúcar como la serie de Polyanna, «la niña feliz», los novelistas y cuentistas,
a partir de Hawthorne y siguiendo con Poe, Melville, Henry James y el propio
Mark Twain en el siglo XIX, y con Dreiser, Sinclair Lewis, Frank Norris,
Fitzgerald y Dos Passos en el XX, retratan el reverso de la medalla. Las
pesadillas del sueño americano, los fantasmas diurnos y las oraciones
nocturnas, la brutalidad de los ascensos sociales, la mediocridad de la clase
media mediadora, la desilusión del éxito, la oquedad de la fama, son temas
críticos constantes de la narrativa estadounidense, William Faulkner le da a
este proceso crítico su corona más rotunda, milagrosa, brillante y sombría.
Porque Faulkner va más allá de la crítica para alcanzar la tragedia. Está y no
está solo. Franz Kafka y Samuel Beckett son, acaso, los otros dos escritores
trágicos del siglo pasado. Es natural que no abunden. «La muerte de la
tragedia» anunciada por Nietzsche acaso date, como creía el filósofo alemán, de
la razón socrática. Lo que me parece indudable es que en primer término, el
cristianismo no podía convivir con la tragedia, toda vez que prometía la
salvación eterna.
Despojado de vestiduras religiosas, el progreso laico, sobre
todo a partir de Condorcet y la Revolución Francesa, renuncia a Dios pero no a
la felicidad. Si, como creía Condorcet, la línea ascendente del ser humano
hacia la felicidad es segura, la conciencia trágica queda excluida de las
sucesivas visiones progresistas de Saint-Simon, Comte y Marx.
Convertir la experiencia en destino. Si éste es un rasgo
propio de lo trágico, la filosofía del progreso y la salvación de las almas los
oscurece. No creer en el Diablo es darle todas las oportunidades, escribe André
Gide. Y el mundo occidental, al expulsar la tragedia de la historia, permitió
que su lugar lo ocupase el crimen. En vez del progreso fatal y feliz anunciado
por el Siglo de las Luces y su heredero, el siglo XIX industrial, el siglo XX
se convirtió en el siglo del horror histórico, el crimen impune, la tragedia
enmascarada. Kafka y Beckett le dan su más alta representación europea. En
Kafka, el héroe tradicional amanece convertido en insecto, pero en insecto que
se sabe insecto y piensa: Hay un abismo entre el mundo y yo pero el abismo se
presenta como algo colmado por el poder. Conocemos el vacío que ocupa el poder
usurpador pero, aun conociendo la mentira, asistimos estupefactos e inermes a
la representación que la disimula. Dios ha muerto y no lo mataron los ateos
ilustrados, sino una banda de vagabundos que, contra toda evidencia, están
esperando a Godot.
La tragedia faulkneriana se inserta en esta búsqueda
dolorosa de un mundo en el que, graduados de la oscuridad, podamos mirar con
claridad las consecuencias de nuestra «Libertad rebelde», como la llamó Büchner
en La muerte de Danton. Faulkner, entonces, escribe desde la más optimista y
futurista de las sociedades, los Estados Unidos de América, donde «nada tiene
más éxito que el éxito mismo». Esto convierte a los Estados Unidos en un país
excéntrico, ya que la mayoría de las naciones tiene una experiencia inmediata y
desastrosa del fracaso.
Faulkner disiente del optimismo fundador de «el Sueño
Americano» para decirles a sus compatriotas: también nosotros podemos fracasar.
También nosotros podemos portar la cruz de la tragedia. Esa cruz lleva el
nombre del racismo. El Norte no derrotó al Sur. El Sur ya se había derrotado a
sí mismo esclavizando, humillando, persiguiendo y asesinando al Otro, al
hombre, a la mujer y al niño «diferentes» del poder blanco. Pero el dolor de la
tragedia puede redimirnos, si al cabo reconocemos la humanidad compartida con
los otros.
La tragedia faulkneriana se inscribe dentro de un espacio
definido —el condado de Yoknapatawpha, cuya traducción de la lengua chicasó es
«la tierra dividida»— y a partir de las raíces familiares que se hunden en esa
tierra: los Sartoris y los Compson aristócratas, los Snopes advenedizos. Pero
la tragedia es desencadenada muy a menudo por el extraño, por el «intruso en el
polvo», que llega a Mississippi con otro perfil, amenazante por diferente,
trátese de Charles Bon en ¡Absalón, Absalón! o de Lena Grove en Luz de agosto
—la extranjera de afuera que nos revela al extranjero de adentro, el negro Joe
Christmas. Expándanse en grandes genealogías familiares o en grandes etapas
históricas, las novelas de Faulkner son novelas de una tierra —el Sur— pero la
historia, la geografía, la sociedad y las familias se resuelven y se
significan, al cabo, en dos elementos trágicos: el destino individual y el testimonio
colectivo. La serenidad de Lena Grove, la amarga sexualidad de Joanna Burden y
la fatalidad del negro Joe Christmas son caracteres individuales en el gran
coro colectivo de la tragedia faulkneriana. En el centro de este coro, una
mujer resiste y sobrevive para contar: Miss Rosa Coldfield. Fuera del coro, un
descendiente sobrevive para recordar: Quentin Compson.
Entre todos —protagonistas y escena, coros y corifeo—, la
tragedia faulkneriana se integra, más allá de la historia del Sur, como la gran
tragedia sofocleana se integra, más allá de la historia de Grecia, en el tiempo
vivido como oportunidad de convertir la experiencia en destino. Acaso sea el
tiempo, al cabo, el centro de la tragedia faulkneriana. Su prodigiosa amplitud,
su incomparable receptividad, se encuentra en las palabras de Quentin cuando
advierte que el presente empezó hace diez mil años y el futuro está ocurriendo
hoy. Su trágica fatalidad, su prisión en la tierra, la define Joe Christmas
cuando dice: «He ido más lejos en estos siete días que en los pasados treinta
años. Pero nunca he logrado salir del círculo. Nunca me he escapado del círculo
de lo que ya hice y nunca podré deshacer.»
Es esta tensión temporal entre nuestra manera de vivir,
entender y sufrir el pasado, el presente y el futuro, donde la modernidad
trágica de William Faulkner encuentra su grandeza narrativa.
Faulkner identifica su tema trágico: la restauración de la
comunidad dividida, no por la historia, sino por hombres y mujeres que ya han
dividido sus tierras y sus almas. Faulkner reúne todos los tiempos de sus
personajes en el presente narrativo. Porque para el autor de ¡Absalón,
Absalón!, la unidad de todos los tiempos es la única respuesta posible a la
división. Lo que propone Faulkner es la afirmación del Yo Soy colectivo contra
las fuerzas de la Separación. Sus novelas adquieren la forma de «la oda, la
elegía, el epitafio nacidos de una reserva amarga e implacable que se niega a
la derrota».
© Carlos Fuentes – “En
esto creo” (2002)
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