Reforma y subestimación K lo llevaron a la
Presidencia.
Por Roberto García |
Con un tatuaje en lugar
propicio Mauricio
Macri registra una fecha: 1994. Dato clave en su
biografía, un segundo nacimiento. Y como el primero biológico en que vio la luz
de 1959, no se pudo dar cuenta de lo que luego le habría de suceder. Tampoco se
sabe si hoy lo ha advertido. En el 94, dos jefes políticos instalaron
una reforma constitucional a su interés y conveniencia que más tarde
determinaría la carrera del ingeniero boquense, fue el instrumento por el
cual ha accedido a la Presidencia.
Nadie, en su rubro, aprovechó con tanta
ventaja aquellos cambios que introdujeron Carlos Menem para
hacerse reelegir de vuelta y Raúl Alfonsín para
convalidar esa intención y, de paso, instalar una serie de cláusulas que
modificaron el sistema político del país. Curiosamente, el gran beneficiario de
esa transformación no heredó por vía directa a aquellos líderes, tampoco a sus
partidos, aunque se haya servido de ese engendro bipartidista.
Gracias al cuerpo del
94, Macri pudo llegar a la Jefatura de Gobierno porteño por la
habilitación concedida a los ciudadanos de ese distrito para elegir a su
alcalde. Como se sabe, hasta entonces la Capital padecía la condena de ser
regida por un representante del Poder Ejecutivo, era rehén de un mandatario
ajeno. Merced a la innovación, por allí se filtró el primer acceso del
ingeniero a las grandes ligas. Si entonces no había pensado en ese obsequio del
cielo, menos imaginó que la eliminación del Colegio Electoral en
esa reforma habría de facilitarle la llegada a la Casa Rosada. De haber
persistido ese sistema de electores anulado por el Pacto de Olivos en el cual
la provincia de Buenos Aires y la Capital Federal no eran tan dominantes, en el
sillón que hoy ocupa Macri estaría plácidamente sentado Daniel Scioli, ya que
éste triunfó en 15 provincias. Por si no alcanzaran estos regalos
institucionales, imprevistos, ni siquiera estudiados por él, Macri usufructuó
otra incorporación: la segunda vuelta electoral, el ballottage, que
en Francia impuso el delicioso extravagante Napoleón III y que la Argentina
adoptó bajo formas aún más extravagantes en su aplicación. Opiniones aparte,
ese instituto ha sido la pieza más decisiva para la consagración del nuevo
presidente argentino.
Sin embargo, las mayores
contribuciones al gradual esplendor de Macri fue aportado por el matrimonio
Kirchner, quienes desde su alcazaba política siempre lo devaluaron. Y, como se
sabe, el desprecio oligárquico no es sólo del rico al pobre. Primero Néstor, a
principios del 2000, quien invitado a la platea de Racing por un amigo del
ingeniero (Fernando Marín), siempre se negó a cualquier tipo de diálogo bajo la
excusa de que Macri no podía aspirar a cargos prominentes sin haber hecho el
curso previo, la travesía de los votos, por legislaturas o intendencias. “No se
puede entrar a esta actividad por la claraboya, por el imperio de los
millones”, refunfuñaba. Aunque parecía impulsar la nueva política, rechazaba la
eventualidad de que un dirigente ajeno a ese medio se formara y trascendiese
desde la titularidad de Boca Juniors. Error de inicio. Después, ya en
ejercicio, Néstor se volvió a equivocar: junto a Alberto Fernández,
conjeturaban que “Mauricio quizás algún día llegue a la Presidencia de la
Argentina, pero nunca será jefe de gobierno de los porteños”. Así
menospreciaban la candidatura del ingeniero a la Ciudad, convencidos por
encuestas de que la opinión pública porteña cuestionaba al candidato del PRO,
que una mayoría inmóvil juraba que “nunca lo votaría”. Aunque fueran ciertos
los sondeos, ni por un instante el mandatario entonces evaluó la volatilidad
cambiante del electorado, ni se molestó por diseñar una figura alternativa. Ya
se bastaba a sí mismo, podía elegir a su mujer como sucesora y, por supuesto,
ocurrió con Macri todo lo contrario de lo que pensaba.
Luego, el mismo Néstor
ya con veleidad estratégica, empezó a diseñar el criterio electoral de una
Argentina de centro-izquierda y otra de centroderecha –como si fueran
categorías estáticas– en la cual su dinastía siempre sería victoriosa, si
naturalmente podían controlar el poder el día de la votación. En la provincia
de Buenos Aires, sobre todo. Y gozaban de confrontar con personajes como Macri
que artificialmente lo suponían congelado en un sector ideológico que ni
siquiera frecuentaba. No advirtió esa transformación del ingeniero por más que
éste la proclamara. Igual no prosperó esa reforma política de propósito eterno,
la ya viuda dejó de interesarse en esa menudencia, sólo mantuvo el concepto de
la división societaria, reducida a los buenos y los otros.
Perfecto. Macri, en ese esquema, representaba el
challenguer ideal, el competidor preferido, para tratarlo como muñeco de
kermesse. Además, al ingeniero le costaba exceder los límites capitalinos,
constituir un núcleo nacional y hasta parecía dominado por la cultura
hegemónica de los K. Le temían menos que a Sergio Massa. Así atravesó
hasta buena parte del 2015, pero la obligación de la campaña ofreció variantes,
oportunidades y, Cristina, incapaz o fatua, se encaprichó con
designaciones infelices, tanto para ungir como para voltear. Como Macri no
significaba un peligro, se daba el lujo Aníbal Fernández, de triscar con una
Cámpora insolente, dinamitar a su propio candidato Scioli o apartar a Florencio
Randazzo. Trazos gruesos de la hecatombe, Ella también lo hizo
presidente al ingeniero.
Quien ha jurado el
10 no sólo debe agradecer a quienes lo votaron y a sí mismo por
su aplicación política. También merecería una consideración afectuosa
para quienes hicieron la reforma del 94 y, sobre todo, al matrimonio Kirchner que
primero le puso levadura para su proyecto de Jefe de Gobierno porteño y, luego,
aumentó la dosis para su aterrizaje en la Casa Rosada. Todo en diez años, casi
un récord del matrimonio. Nobleza obliga.
© Perfil
0 comments :
Publicar un comentario