Por Gabriela Pousa |
Fin de ciclo
sin eufemismos. Ni especulaciones ni expresiones de deseos confundidas
con realismo: el kirchnerismo se va dejando en evidencia toda la brutalidad de
su esencia. Ahora bien, si se cree que la culpa de todos los males que
empiezan a aflorar sin disimulo es responsabilidad exclusiva del gobierno
kirchnerista caemos nuevamente en el error de mirar solo la paja en el ojo
ajeno.
Todo cuanto
hoy salta a la vista desde el desdén y el profundo desprecio al pueblo, a sus
instituciones y sus tradiciones, hasta la falta de infraestructura y el déficit
económico no surgen de la noche a la mañana. Hemos sido espectadores
pasivos, ingenuos o cómplices acaso, tanto de lo hecho como de lo deshecho o no
visto. Lo nuevo no es lo omitido.
Al
kirchnerismo se le ha perdonado lo que a casi ningún otro gobierno se le ha
permitido. La pregunta que debería inaugurar este cambio, amén de las
nuevas autoridades detentando el mando, debería ser pues: ¿qué nos ha
pasado?
El disfrutar
ciegamente furtivos veranitos en lo económico nos está haciendo pagar un alto
costo. Hay dos aspectos en que es dable darle la razón a Cristina: 1) “Hay
una estrategia comunicacional para mantener en la ignorancia a la mayoría de
los argentinos”. 2) “No fue magia”.
Ahora, la
transición implica conjugar esas verdades en tiempo pasado. El kirchnerismo
instauró una concepción bélica de la política desde su asunción en mayo de
2003, puede vérsela incluso antes en el sur pero no después. Algunos analistas dieron cuenta de ello y
advirtieron acerca de las consecuencias. Fueron los menos es cierto, y está
claro que en Argentina hay un serio problema a la hora de entender eso de las
mayorías y las minorías.
Ambas
merecen respeto, ambas deberían ser tenidas en cuenta para evitar que el
sistema democrático derive en lo que justamente ha derivado: un régimen
autoritario. Haber creído en la prepotencia del 54% ha sido un error tan
desafortunado como lo fue haber creado la idea de que esa mayoría estaba
autorizada para maniobrar sin rendir cuentas.
Hay una gran
diferencia entre el respeto y la tolerancia, y otra igualmente vasta entre la
paciencia y la indiferencia ya sea fingida o espontánea. El límite del
‘dejar hacer’ y callar con la complicidad es casi imperceptible, mínimo. Es
menester volver a una sociedad donde existan premios y castigos. Reconciliación
y unión no implica que todo de lo mismo.
Estamos
presenciando el espectáculo que voluntariamente hemos dejado que monten sobre
el escenario. Si bien se mira, Cristina Kirchner no empezó a enturbiar
la transición política el domingo 22 del mes pasado. Discutir ahora
sus formas y su desparpajo resulta un tanto hipócrita aunque cueste aceptarlo.
La sociedad
argentina se ha caracterizado por estar siempre en pequeñeces, abstraída con
espejitos de colores, pendiente en exceso del “aquí y ahora” en detrimento del
largo plazo, interesada en tener más que en ser. Eso explica también que a días del traspaso
presidencial, se esté más pendiente del precio de dólar y de la continuidad del
cepo que del cambio de fondo capaz de sustentar un país diferente en serio.
A veces
pareciera que si se hubiese podido liberar la moneda americana y darle
capacidad de compra al peso, no habría demasiadas objeciones que hacerle al
actual gobierno. Sin embargo, esta dependencia del dólar es una
radiografía exacta de cuán heridos nos deja el kirchnerismo. El daño es más
profundo que la distorsión económica en sí misma.
Hoy
observamos como atontados lo que debiera ser normal, y asumimos la incoherencia
y lo dispar como natural. De ese mal no se sale sin cicatrices ni muy rápido. La ansiedad manifiesta por el valor de la
moneda extranjera nos muestra como una sociedad con prioridades distorsionadas,
y sin una clara noción de dónde está el verdadero problema que debe ser
atacado.
No hace
tanto, escribí una nota titulada: “¡Qué felices éramos cuando las crisis
eran solo económicas!“. Y es que cuando eso sucedía, el cambio de
un ministro de Hacienda, la irrupción de un plan (se llamara austral,
primavera, etc.), o hasta la aparición de una simple tablita nos redimía. Hoy
la situación es distinta.
De nada le
serviría a Mauricio Macri tener el mejor equipo de especialistas en liberar el
tipo de cambio si no tuviese simultáneamente, colaboradores conscientes de la crisis
moral subyacente en la sociedad argentina. El país necesita un equipo
interdisciplinario que le dé simétrica prioridad a la metástasis que al origen
del mal.
Si solo se
ataca el tumor de base, las células afectadas y diseminadas por el resto del
organismo seguirán provocando males que impedirán lograr un cuerpo saludable. La
calidad de vida no está dada por el poder adquisitivo aunque para muchos, a
simple vista, resulte así de sencillo. La calidad de vida es el resultado de un
todo, y ese todo implica forma y fondo.
No habla
bien de un país tener libertad cambiaría si es menester viralizar información
de cuentas bancarias para recaudar fondos de modo que un enfermo pueda costear
un tratamiento en el extranjero. Habla bien de un país si ese enfermo es
contenido y contemplado por el Ministerio de Desarrollo Social o de Salud según
corresponda al caso.
No puede o
no debe haber emergencias sanitarias desatendidas o ajenas al conocimiento de
autoridades del área pertinente. Resulta muy grato ver la solidaridad
espontánea de un pueblo cuando fenómenos meteorológicos, por ejemplo, generan
catástrofes que no pueden ser contempladas, pero el desarrollo y el crecimiento
de un país no lo da la cantidad de donaciones ciudadanas.
Por el
contrario, lo da o debiera darlo la capacidad de respuesta del Estado frente a
las circunstancias. A su vez, es esa capacidad de respuesta lo que justifica la
presencia y el mantenimiento de un aparato estatal, si no fuese de esa manera
bastaría con guardar lo destinado al pago de impuestos para utilizarlo por
nuestra cuenta frente a una determinada emergencia.
No habla
bien de un país estar cuestionando a quién le corresponde festejar un traspaso
de mando. El festejo es, o debiera ser, el traspaso en sí mismo no el quién, el
cómo y el cuándo. Hay otras
circunstancias al margen del despilfarro de la economía y el saqueo
kirchnerista que enturbian la transición en Argentina.
Hay una
plaza en cuestión insólitamente dividida, hay rumores de vandalismo y
horror que no se explican sino por un relativismo extremo de principios y
valores. Todo debe ser subsanado al mismo tiempo aún cuando pueda
establecerse diferentes niveles entre lo grave, lo necesario, lo primordial y
lo urgente.
Lo que sigue
no es tampoco novedoso. Aunque nos sorprendamos, es factible que en lo
sucesivo veamos jueces haciendo lo que deben hacer: impartir justicia sin
importar a quién. Observaremos como causas paradas por arbitrariedad se reabren
y empiezan a dilucidarse, lloverán indagatorias y los fiscales investigarán. Raro
o no tanto.
En síntesis, Argentina
empezará a ser lo que nunca debió dejar de ser. Por esto trasciende e importa
tanto la irrupción no de un nuevo Presidente sino de un nuevo gabinete, es
decir de un equipo capacitado para atender las partes asumiendo la premisa que
el todo es la suma de aquellas.
Asimismo,
que el electo jefe de Estado se muestre en eje, sereno pero alertado del
escenario en sus cuatro puntos cardinales permite una bienvenida optimista aún
cuando el presente se empeñe en cuestionar la fidelidad de ese punto de
vista.
Y es que la
gran tragedia Argentina es paradójicamente su gran suerte: nada está hecho por
completo, todo está por hacerse. Lo dijo en su momento Ortega y Gasset y hoy
más que nunca retumba su eco: “Argentinos, a las cosas“. Las diatribas y
las polémicas ya tendrán su hora.
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