Por Manuel Vicent |
Las armas no obedecen a los mandos militares. Solo combaten
entre ellas con voluntad propia en bandos contrarios, aunque hayan sido
engendradas como hermanas en la misma fábrica. A inicios de 1990, después de un
enfrentamiento con centenares de muertos entre el Ejército peruano y los
rebeldes de Sendero Luminoso se pudo constatar que las fuerzas reaccionarias de
Fujimori usaban armamento todavía soviético y los revolucionarios iban armados
con material norteamericano.
Las armas solo se buscan entre ellas en cualquier lugar del
planeta donde haya un conflicto y entran en combate hasta aniquilarse
mutuamente.
El representante de la fábrica de armamento explica a un
consejo de generales las ventajas catastróficas de un nuevo misil inteligente,
las prestaciones mortíferas de la bomba de racimo o la perversa imaginación de
la mina antipersonas diseñada no para matar sino para colapsar los hospitales
del enemigo con niños sin piernas ni brazos.
Cuanto más diabólicos sean estos engendros más admiración
reciben de los altos mandos militares. A continuación los ministros del ramo
realizan grandes pedidos, que serán usados, revendidos legalmente o de
contrabando a quien quiera comprarlos.
Los pilotos se levantan, desayunan leche con avena, se
duchan, arropan con ternura a su niño que duerme abrazado a un peluche y se
despiden de su mujer con un beso: ¡adiós, querida!, ¡adiós, amor mío, que
tengas un buen día! Los pilotos suben a los bombarderos y despegan en estado de
erección.
Gloria a Dios en las alturas. Las armas no tienen ideología,
pero necesitan carne humana para alimentarse. Las bombas caen sobre una madre
que está guisando para la familia, sobre una pareja de enamorados en la cama,
sobre unos niños que juegan en la calle.
Los pilotos creen cumplir una alta misión, pero solo
obedecen como esclavos el designio de las armas.
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