Hay situaciones premonitorias del resultado, y que
incluyen
a las autoridades de mesa.
Por Roberto García |
Algunos hechos son
determinantes en los comicios de mañana. Para anticipar, quizás, los
resultados.
Uno puede ampararse en comentarios, opiniones, el ambiente exitista
o el mortuorio, y en encuestas: todo favorece a Mauricio Macri, con
márgenes holgados. Mundo falible, sin embargo, ya se demostró.
Al mismo
favorito contribuyen el deambular interesado de empresarios y sindicalistas, la
evidencia de que en un espacio discuten y porfían por el reparto de lo que va a
venir, mientras en el otro de Daniel Scioli discurren
y reprochan sobre la fortuna política que se perdió luego de estar convencido
de haberla ganado. Pero lo más singular y cuantificable, casi científico si
se pudiera ponderar, es un acontecimiento novedoso que se observa en la
elección del distrito bonaerense y en ciertas provincias: al
oficialismo le pueden faltar fiscales en algunas mesas, mientras que a la
oposición le sobran. Un caso inédito desde 1983. Además, a unos les pagan
en ciertos barrios, los arrastran con promesas; otros, en cambio, con
otras promesas, van gratis. No sólo es pecuniaria la diferencia.
Como ha sido
tradición, el peronismo en sus múltiples variantes se especializó en el
control de las urnas, en llenarlas o vaciarlas según las mentas, en
quemarlas si se volvía necesario, en contar, ocultar, inclinar o pesar los
votos, tareas básicas que se fundaron en la capacidad de sus punteros para
poblar, asistir y controlar cada lugar de sufragio. Hasta fiscalizaban los
números de otros, alquilaban personal vacante, se ofrecían para imposturas, fue
común por otra parte que cobraran y no cumpliesen. Más que una leyenda, una
certeza, confesada hasta por los mismos autores ante la ausencia de los enviados
opositores o, fundamentalmente, de la cansada deserción de ellos en el
cierre de las mesas.
Casi hartó el reclamo
del macrismo, en las dos últimas votaciones, cuando sus dirigentes por
cualquier medio pedían a sus fiscales que no se retiraran ni abandonaran el
control, que contaran hasta el epílogo: venían con numerosas experiencias de
urnas volcadas en los minutos finales. En rigor, por escasez de fiscales o
desaprensión de ellos, los opositores al Gobierno se lanzaron a combatir una
mítica narración nacida de labios peronistas y compartida por la sociedad con
cierta impunidad: nos obligan a cometer fraude, admitieron más de una
vez, sonrientes, por la ausencia de fiscales contrarios, la conversión de
éstos por una paga superior o ingenuidad en el ejercicio de una actividad
desconocida. Jamás se atinó a pensar –promotores o víctimas– que el fraude
mínimo o gigante se asemeja a un golpe de Estado por contrariar la voluntad
popular. Algo cambió en esa cultura con los últimos comicios tucumanos, cuando la
protesta popular se extendió en nueve días consecutivos. Un
antecedente de anomalías electorales a no repetir en otros distritos, una poda
en la espuma de los números cristinistas que ejecutaron más ex peronistas como
Domingo Amaya y radicales como José Cano que los propios delegados de Macri, el
beneficiario posterior de esos acontecimientos.
Con aquella tutela
arbitraria en las urnas del oficialismo dominante, más la aceptación de sus
rivales por una pérdida natural de votos en el conteo, había empezado el
itinerario electoral de este año, amedrentado Macri por su carencia de fiscales
y representantes (de ahí la conveniencia de su asociación con los radicales),
necesitado y agradecido –habrá que ver la conformación de su gobierno si es
elegido– de la promesa cumplida por Sergio Massa de que
“nosotros te vamos a controlar los votos, a no dejar que te roben en la
Provincia”. Importaba esa garantía para un advenedizo porteño en continentes
del interior, más si lo aseguraba un originario del justicialismo.
Reparación. Sea con ayudas en varias provincias, sobre todo en
el distrito bonaerense, esa falla sistémica –y no se habla de las cargas de
computación y del Correo que le preocupan a Cristina en otras partes del mundo–
tan incorporada a la sociedad pudo ser reparada por el macrismo. Al menos, con
presencias. Y una cierta planificación empresaria: establecieron un comando
para captar voluntarios que, según dicen, superó el millón de inscriptos, más
un adoctrinamiento con sesiones sobre la forma de proceder durante el día de la
votación. Por supuesto, lo más inesperado fue la compañía de un aluvión
entusiasta, casi familiar, que se inscribió gratuitamente para atender el
mandato electoral de la oposición que mañana, se supone, será
abrumador. Como tal vez nunca se hizo desde otras filas adversarias. Al
revés, obvio, de la reducción aparente de punteros, concejales, legisladores,
gobernadores e intendentes que, al margen de la causa partidaria, aparecen
desganados para ese servicio, sin demasiado interés para suministrar fiscales,
dos comidas para esa jornada, traslados, bonos, enseres, adicionales, el famoso
universo clientelar que en apariencia era imbatible.
Nuevo escenario entonces
para la elección: mayor cantidad de espontáneos de Cambiemos,
casi nulo temor por enfrentamientos de sus participantes, presencias dudosas
del oficialismo. Acompaña el cuadro una realidad que aflige al
deprimido oficialismo: muchas administraciones aparecen complicadas por
presupuestos exangües ante una pugna en la que esos mismos caudillos
territoriales no exponen su piel –sólo se elige presidente– y el llamado al
voto y control partidario implica un gasto que, además de irrecuperable, parece
atentatorio a las previsiones de quienes no saben si podrán pagar el aguinaldo.
A otros, en cambio, les
importa menos la cuestión: están partiendo de sus puestos de mando por haber
perdido en la última contienda, piensan que la derrota no ha sido su culpa y
obedece a la responsabilidad de quienes lo subordinaban. Por lo tanto, ser
vencidos dos veces no es la más grata de las noticias. Tan paradójica
puede ser la nueva situación que, cínicamente y utilizando la jerga del PJ, los
que quizás estén obligados a cometer fraude son los macristas. Curiosidades de
la política.
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