Por Manuel Vicent |
De la misma forma que una degollación ritual ante las
cámaras tiene una fuerza simbólica superior a cualquier bombardeo, también el
suicida con un chaleco de dinamita desafía al misil más inteligente.
Los
componentes químicos de esa bomba humana son el fanatismo religioso, el odio,
la desesperación y la venganza.
A lo largo de la historia el armamento se ha desarrollado
mediante una dialéctica perversa. La flecha engendró el escudo, la lanza
engendró la coraza, la muralla engendró la catapulta, el arcabuz sustituyó a la
espada, la ametralladora engendró a la trinchera y la trinchera engendró al
mortero, el carro de combate parió al bazuka, el submarino parió al torpedo,
los misiles cada vez más mortíferos exigieron el refugio antiaéreo y así hasta
llegar a la bomba de hidrógeno, que ha sido neutralizada por el equilibrio del
terror.
Cada arma tenía hasta ahora su réplica, pero al final de la
escalada bélica se ha presentado en escena el terrorista suicida convertido en
una bomba humana de fabricación casera, contra la cual no hay defensa, salvo el
olfato de los perros policías.
En esta guerra contra el terrorismo yihadista los héroes son
esos perros entrenados para detectar explosivos, como esa pastora belga, de
nombre Diesel, que ha muerto en
combate durante el asalto a la guarida de los terroristas en Saint-Denis y que
solo por eso merecería ser enterrada con honores militares.
El odio es el arma de destrucción masiva de más largo
alcance, viene del neolítico, pero muchas veces el odio se confunde con el
miedo y juntos constituyen el germen del fascismo. Esa semilla se halla ya en
el corazón de esta vieja Europa de los derechos humanos.
El odio y el miedo forman también un chaleco explosivo que
podría ser detectado por la perra Diesel
en un número creciente de ciudadanos que se pasean cargados de dinamita sin
saberlo.
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