Por James Neilson |
De haberse celebrado las elecciones en mayo pasado, digamos,
Daniel Scioli sería el próximo presidente de los argentinos. ¿Y de haberlas
postergado hasta comienzos del año que viene? En tal caso, sería razonable
suponer que a Mauricio Macri le aguardaría un triunfo tan demoledor como el que
fue previsto por ciertos encuestadores en vísperas del ballottage.
Puesto que
el país parece estar experimentando una metamorfosis política, no existen
motivos para suponer que aún reflejen la realidad los resultados del domingo,
según los cuales casi la mitad de la población quisiera que el kirchnerismo
siguiera en el poder. Antes bien, habrá sido cuestión de una instantánea tomada
en un momento determinado que ya forma parte de la historia del país. Por
cierto, sería aventurado dar por descontado que en adelante Macri tendrá medio
país en contra; como nos recordó Néstor Kirchner en 2003, es posible “construir
poder” en base a un triunfo decididamente más escuálido que el logrado por el
presidente electo de la Argentina, ya que, poco después de anotarse el 22,24
por ciento de votos, el santacruceño disfrutaría del apoyo de buena parte de la
población del país.
¿Los resultados de las elecciones del domingo fueron
síntomas de un gran cambio que apenas ha comenzado? ¿O se trataba de la
culminación de un proceso breve y espasmódico que pronto se revertirá?
¿Significa que el populismo prepotente del que el kirchnerismo ha sido una
manifestación a menudo esperpéntica está moribundo? ¿O que no tardará en
levantarse de su lecho para ponerse en marcha nuevamente con más vigor que
antes, como quisieran los militantes de La Cámpora y agrupaciones afines que
están lamiéndose las heridas y temen verse eyectados de los cargos públicos que
ocupan? De las respuestas a tales interrogantes dependerá no sólo el destino de
la gestión de Macri sino también el futuro del país.
Muchos atribuyen la derrota del autoproclamado “trabajador
del pueblo” Scioli, el hombre que hasta hace muy poco pareció ya haber ganado
el premio máximo de la política nacional, al hartazgo que tantos sienten por la
locuacidad irrefrenable y cada vez menos soportable de Cristina, por la
soberbia y rapacidad de los tipos de La Cámpora y la insensatez docta de los
“intelectuales” populares que los acompañan, además, huelga decirlo, a la
inflación, las mentiras del INDEC, la inseguridad, la invasión narco, la
corrupción rampante y la sensación de que los buenos tiempos consumistas están
por quedarse atrás. Puede que hayan acertado quienes piensan así, pero a
mediados del año la mayoría aún brindaba la impresión de aprobar la gestión de
la señora de la cadena nacional e incluso lo que hacía con la economía el
chiquito Axel Kicillof, mientras que Macri, “el creído del Barrio Parque” según
la definición de su rival coyuntural, tan multimillonario como él, no había
dejado de ser el odioso derechista neoliberal.
Felizmente para Macri, algunos meses antes Elisa Carrió ya
se había arreglado para liberarlo de la imagen antipática que le habían
endosado los decididos a tratarlo como un agente siniestro del imperialismo
yanqui y el malévolo capitalismo salvaje. Desde aquel momento, Macri se puso a
subir hasta que, el domingo pasado, alcanzó el cielo. Aunque la “campaña de
miedo” impulsada por los kirchneristas tuvo un impacto significante, no resultó
suficiente como para resucitar al niño rico, enemigo del pueblo trabajador, de
antes.
Los tiempos importan. Néstor y Cristina desembarcaron en
Buenos Aires justo cuando empezaba a soplar con fuerza inédita el “viento de
cola” procedente de China; de no haber sido por lo hecho en 1979 por Deng
Xiaoping, el artífice de la transformación de su país en una inmensa dínamo
marxo-neoliberal que importaría cantidades enormes de soja, el proyecto del
matrimonio santacruceño hubiera sido muy distinto. Pero a Macri le ha tocado
iniciar su gestión en circunstancias muy diferentes de las de poco más de doce
años atrás; fronteras afuera, el consenso entre los economistas es que todos
los países “emergentes” tendrán que prepararse para enfrentar una etapa dura de
años muy flacos que podrían tener repercusiones políticas sumamente ingratas.
¿Lo entienden Macri y sus adláteres? A juzgar por lo que
dicen, parecería que no, que, como tanto otros, propenden a subestimar las
dificultades que será necesario superar para que la Argentina se recupere de
los muchos daños económicos, sociales e institucionales ocasionados por el
gobierno que se va. Aunque por razones electoralistas comprensibles, ni ellos
ni los partidarios de Scioli pensaron en advertirnos que nos espera un período
de estrechez económico exasperante y, a menos que el próximo gobierno logre
administrarlo con un grado de eficacia que es poco común en esta parte del
mundo, muy cruel, parecería que por lo menos algunos tomaban en serio su propia
propaganda proselitista.
En los próximos meses, Macri y sus simpatizantes tendrán que
convencer a la gente de que la austeridad no es una opción más imputable a sus
presuntas preferencias ideológicas, como dirán los resueltos a sacar provecho
de una oportunidad para desprestigiarlos, sino una necesidad, ya que no hay más
la plata en las bóvedas estatales. Si tienen –si tenemos– mucha suerte,
inversores de otras latitudes podrían llegar a la conclusión de que la
Argentina es uno de los escasos países subdesarrollados en los que les valdría
la pena arriesgarse, pero quienes están por asumir cargos que han estado en
manos de militantes K cometerían un error muy grave si confían en que lo hagan
en los primeros meses de su gestión.
En Europa y América del Norte, los comentaristas ven en el
triunfo de Macri una señal de que el populismo de retórica izquierdista y
estilo bien derechista que por un rato pareció destinado a dominar la región
está batiéndose en retirada en toda América latina. ¿Se equivocan al minimizar
la influencia de factores que son netamente locales? Sería bueno suponer que
sí, que lo que sucede en la Argentina no guarda mucha relación con el desastre
venezolano, los problemas ecuatorianos o las tribulaciones de Dilma en Brasil,
pero parecería que los países latinoamericanos, a primera vista tan
ensimismados, están mucho más interconectados de lo que es habitual creer.
Los cambios, en especial los facilitados por las vicisitudes
de la geopolítica y la economía mundial, no suelen respetar las fronteras
nacionales. El surgimiento de dictaduras militares, su reemplazo por
democracias y el giro hacia una variante sui generis de la izquierda,
reflejaron la propensión de casi todos los países latinoamericanos a
evolucionar de forma llamativamente similar. No es exagerado, pues, tomar el
ascenso un tanto sorprendente de Macri por evidencia de que América latina está
por dejar atrás una etapa protagonizada por personajes extravagantes, como Hugo
Chávez, Nicolás Maduro y Cristina en su encarnación más reciente, para entrar
en otra más racional, menos épica, de líderes tecnocráticos más interesados en
producir mejoras concretas que en convencer a los demás de las bondades de un
relato inverosímil, como el kirchnerista, que la Presidenta y sus amigos
ensamblaron utilizando insumos importados desde Estados Unidos, Francia y,
merced al extinto Ernesto Laclau, el Reino Unido, ya que virtualmente todo lo
nacional y popular tiene su origen en el exterior.
No sólo los kirchneristas sino también muchos otros insisten
desde hace años en que Macri no entiende nada de política, por lo que quieren
decir que nunca se ha interesado por las luchas ideológicas que tanto apasionan
a los militantes estudiantiles y los que, a pesar de todo lo ocurrido en las
décadas últimas, sienten nostalgia por el “idealismo” de otras épocas. Sin
embargo, la verdad es que a juzgar por lo que ha hecho, Macri sabe mucho más de
política que quienes se han esforzado por despreciarlo. Al construir PRO, dando
así al país algo esencial que le ha faltado desde comienzos del siglo pasado,
un partido centrista o centroderechista capaz de derrotar electoralmente, si
bien con la ayuda de radicales y la gente de Lilita, a los movimientos
populistas tradicionales, ha hecho un aporte extraordinariamente valioso al
orden político nacional. También podría ser muy beneficiosa su voluntad de dar
prioridad a la gestión, a anteponer los resultados concretos a las conquistas
teóricas, a concentrarse en solucionar problemas con medidas prácticas sin
preocuparse demasiado por las eventuales connotaciones ideológicas.
Puesto que a esta altura no cabe duda de que la ya casi
centenaria tragedia argentina se debe al fracaso de la clase dirigente en su
conjunto, el que Macri haya intentado distanciar la política del territorio
neblinoso en el que la han mantenido los muchos que se han acostumbrado a
aprovechar en beneficio propio los lacras que ellos mismos provocan, para
trasladarla a un lugar menos fantasmal, es de por sí muy positivo. Para que por
fin el país consiga romper con las tradiciones populistas y voluntaristas que
le ha impedido ser lo que pudo haber sido, sus gobernantes tendrían que aprender
a prestar más atención a los detalles de la vida cotidiana y menos, mucho
menos, a los “proyectos” mesiánicos que, por un rato, podrían servir para
entusiasmar a sus seguidores pero que siempre terminan de manera calamitosa.
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