Por Álvaro Abós |
Lo tuvimos que conducir nosotros. Los ciudadanos. Me refiero
al largo proceso electoral argentino. Que incluyó primarias obligatorias,
primera vuelta, segunda vuelta o ballottage.
En cada caso, los políticos
expusieron argumentos, promesas y caramelos varios.
En cada caso, nosotros, los
integrantes de la sociedad civil, y sobre todo quienes conformamos un
electorado independiente y crítico, a esta altura altamente informado,
discriminamos, desarticulamos ofertas truchas, dijimos no a tentaciones varias,
preferimos a unos y descartamos a otros, evaluamos el género como quien entra a
una tienda y manosea texturas. Y finalmente, decidimos.
Todo este largo proceso fue acompañado por un aluvión de
interpretaciones. La política argentina está sobreanalizada y abundan las
lecturas en un universo mediático que ofrece desde una sofisticada lucidez
hasta una inane bullanguería, cuando no una astucia interesada más próxima a la
viveza criolla que a cualquier equidistancia.
Se acusa a los encuestadores de haber fallado en sus
predicciones sobre el escenario electoral. ¿Fue así? Los encuestadores
alcanzaron a detectar las orientaciones principales. Así, en la primera vuelta
presidencial, acertaron el orden: 1) Scioli, 2) Macri, 3) Massa, pero fallaron
en las cifras: la mayoría pronosticó un triunfo de Scioli en la primera vuelta.
En la segunda vuelta, volvieron a acertar el orden y a fallar en las cifras:
pronosticaron que Macri le sacaría diez puntos a Scioli y fue sólo 2,8 por
ciento. Pobre desempeño para una sociología electoral que a esta altura de las
técnicas podría ser más afinada.
Con la figura de Horacio Rodríguez Larreta se detectó una
tendencia fuerte en el largo proceso electoral. Larreta es gestión sin carga
ideológica. Y esto es una necesidad que impregna a toda la sociedad urbana,
porteña y no porteña, sea del nivel social que sea. ¿Es más importante una
canilla que una idea? Es que sin canilla las ideas se vuelven entelequias y
coartadas. Queremos un Estado que ordene los caos urbanos porque eso puede|
ayudar a restaurar formas elementales de justicia.
Cuando tuvimos que votar por un jefe de gobierno, Larreta
estuvo a punto de ser vencido por Martín Lousteau. Allí el vencedor, por si
acaso no lo tuviera claro, recibió este mensaje: los servicios que se espera de
usted estarán vigilados y si no satisfacen, tiene reemplazo a la brevedad.
Señores políticos, la sociedad es la dueña del poder y los gobernantes son sus
inquilinos. Los contratos tienen plazo de duración y no hay en ellos cláusulas
de renovación automática. Nos veremos cuando el contrato se haya terminado. Y
cuando el inquilino devuelva lo que recibió, contaremos hasta el último tenedor.
Mientras tanto, pondremos buena onda y ¡le deseamos suerte!
El equívoco sobre el concepto del Estado como bien propio
explica lo sucedido en la elección presidencial. El kirchnerismo creyó que su
mandato era de duración indefinida. El equívoco lo alimentó la muerte de Néstor
Kirchner, en 2010. Al año siguiente, una sociedad conmovida -y muy movilizada
por una fuerte campaña necrológica- reeligió a Cristina Kirchner. Esa carga
emocional llevó a la ocupante de la Casa Rosada a pensarse eterna y disparó su
codicia: "Vamos por todo". Un grupo de nostálgicos de sombrías
insurgencias pretéritas revistió esa ambición con los disfraces de una
narrativa epopéyica. Así, unos políticos sureños audaces se travistieron de
revolucionarios y terminaron dejando un país enfermo de corrupción, inseguridad
y pobreza. La falsa epopeya culminó encarnando en un candidato, Daniel Scioli,
que había sido despreciado y humillado por los clarines de la pseudorrevolución
y que convirtió la segunda vuelta en una orgía de la amenaza. A los viejitos y
a los pobres los quisieron correr con el miedo: el cuco, decían, les iba a
quitar las monedas que les da el Estado.
La idea K del poder como eternidad, una idea profundamente
monárquica, fue desarticulada primero por Sergio Massa, que en la elección
parlamentaria de 2013 canceló los proyectos de reforma constitucional
continuista, y luego por Cambiemos, que resistió la campaña del miedo. En este
sentido, la intuición social gobernó el proceso. Era necesario, se dijo, que
Massa y Macri se unieran para desplazar al kirchnerismo. Macri resistió esa
idea porque entendió que Massa recogería algunas piezas sueltas de un peronismo
que ya había dejado atrás el proyecto K. Algunos temían que la división
opositora entronizara ese proyecto. Fue al revés. El Frente Renovador recogió
cosecha peronista y algunos votantes de Massa, en la segunda vuelta, definieron
el ajustado resultado final a favor de Cambiemos.
Este proceso fue protagonizado por la sociedad y en especial
por los votantes independientes y críticos que, en cada caso, evaluamos y
optamos. Por Larreta, para premiar y advertir. Por Macri, para preferirlo a
Massa como mejor representante del antikirchnerismo social, y, finalmente, por
Macri, como nuevo inquilino de la Rosada. En cada caso, con sus contrapesos y
advertencias. Massa, con más del 20% de los votos, debe ser tomado en cuenta. Y
los K, ahora fuera del poder, enviados a la oposición. El partido del poder, el
PRI argentino, irá al llano después de 14 años. Como debió hacerlo el peronismo
en 1955, en condiciones muy distintas. Esta vez no los echaron las bombas y los
tanques, sino los votos. El llano mostró que aquello no era flor de un día.
En 1983, recién llegado de años de exilio, fui ilusionado,
casi estupefacto, a las dos concentraciones finales de ambos partidos en pugna.
En la avenida 9 de Julio, Raúl Alfonsín recitó el Preámbulo de la Constitución
como un rezo. Ítalo Luder dijo que volvía el pueblo y a su lado Herminio
Iglesias quemó el ataúd. En cada caso, había en la calle un millón de personas.
Esta vez los actos de cierre fueron poca cosa, apenas la televisión mostrando
discursos que en general fueron desplazados por los partidos de Boca o de
River.
No siento nostalgia de aquellos fastos. Estamos más serenos,
ha corrido agua bajo los puentes y hemos aprendido, con dolor, que la vida es,
como lo recuerda Félix de Azúa, un largo aprendizaje de la decepción.
Que la esperanza sea más chiquita, casi secreta, no quiere
decir que no exista.
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