Por Tomás Abraham |
Aníbal Fernández. Se respira mejor en la Argentina. El ex
presidente uruguayo José Mujica decía que los argentinos debíamos querernos un
poco más.
No se trataba de una declaración sentimental, sino de la percepción
de un vecino que notaba que en nuestro país el discurso dominante era el
vengativo.
Lo decía un hombre de la izquierda, un ex militante
tupamaro; se lo transmitía a un pueblo hermano cuyos líderes reivindicaban la
misma lucha aunque la hubieran visto desde los balcones, o escribanías.
Se respira mejor en nuestro país porque los dos candidatos
que llegaron al ballottage se presentaron como dos pacificadores, y el político
que representaba la vieja guardia patotera fue derrotado con amplitud.
Lo más importante de las elecciones del domingo 25 de octubre
fue lo que sucedió con el verdadero candidato de la presidenta de la Nación y
de su grupo cercano llamado La Cámpora. Hablamos del jefe de Gabinete y vocero
presidencial Aníbal Fernández, quien anuncia dar un paso al costado en
política, pero no se lo permitiremos; para seguir con su fórmula repetida y su
gracia habitual: “Que no nos tome por boludos”.
Seguiremos hablando de él, aunque quiera dormirnos con su
supuesto retiro. Su modo de hacer política representa lo que en nuestro país se
festeja como nacional y popular. Tanto él como Carlos Zannini eran los
cancerberos de que el mentado modelo estuviera custodiado y su responsable,
Daniel Scioli, bien vigilado.
Faltó César Milani para completar el trío, pero después de
organizar el espionaje interno para extorsionar a los futuros y eventuales
dirigentes, dejó el espacio político sin olvidar de entregar antes a las
máximas autoridades el dispositivo bien armado y con moño, del mismo modo en
que lo hizo Stiuso cuando dejó de dar garantías al poder luego de 12 años de
servicio.
Esto fue así hasta la muerte de Nisman, el fiscal burlado y
difamado por el candidato del poder, hoy derrotado por la gobernadora.
La derecha. ¡Se viene la derecha!, clama ese micromundo que
en nuestro país se apoderó de las banderas de la bautizada por los oportunistas
“maravillosa” juventud del 70. Y tienen razón. Los dos candidatos victoriosos
no pertenecen a las ideologías de aquella década, sino que se formaron como
dirigentes políticos en los 90, cerquita de Carlos Saúl Menem.
El problema es que la lista de malditos e innombrables que
se distribuyó en los espacios del poder desde los inicios de este tercer
milenio no sólo fue incompleta sino fraguada. El mentado Aníbal con Ricardo
Jaime, Julio De Vido, Luis D'Elía, entre tantos otros, junto a la familia
presidencial completa, disfrutaron de los 90 como el que más; los celebraron
junto al dos veces presidente Menem, que colaboró impune desde su banca
senatorial con los adalides de los 70.
Los autodenominados representantes del pueblo revolucionario
dicen que los nazis y otros que les dan asco han ganado las elecciones en la
provincia de Buenos Aires, en la Ciudad de Buenos Aires, en decenas de
municipios, en gobernaciones y, Dios nos libre y guarde, nos advierten que un
Hitler local y repugnante puede llegar a gobernarnos desde la Presidencia de la
Nación.
Hamlet decía que algo podrido se olía en Dinamarca; en la
Argentina, hace un tiempo, un músico rosarino y después un actor de reparto
dicen que en nuestro país un personaje repugnante y genocida lanza globos
amarillos mientras baila al compás de Gilda. Creo que exageran, tendemos a
dramatizar. Mauricio Macri es New Age, su oficina de propaganda no está
conducida por Joseph Goebbels sino por un ecuatoriano que tiene una licenciatura
en Filosofía Escolástica, y que de nazi no tiene más que algún desafortunado
lapsus linguae.
El chantaje moral. El exaltado discurso bolivariano que
dominó la Argentina durante más de diez años se legitimó con la defensa de los
derechos humanos, la recuperación de hijos y nietos de desaparecidos, la
asignación universal por hijo y la creación de millones de puestos de trabajo.
Todos aquellos que condenamos el terrorismo de Estado, que
estábamos a favor del pedido desestimado durante años por el kirchnerismo de
proteger a las madres de hijos sin cobertura y que creemos que la desocupación
abierta o disfrazada es lo peor que le puede pasar a un ciudadano, tuvimos que
tragarnos el sapo del fascismo cultural vigente durante tres gobiernos.
Lamento la palabra “fascismo”, pero decir stalinismo es
demasiado exótico.
Sabíamos que el repunte de la economía nacional no era
magia, como bien señala la Presidenta a pesar de su mensaje encubridor. Claro
que no lo fue, y mucho menos un milagro de Néstor. Gracias a una devaluación
sangrienta que bajó el gasto público a la mitad, una industria paralizada que
dejó de importar bienes durante años y una eclosión de los precios de las
materias primas como nunca se vio en todo el siglo pasado, nacieron esos dos
retoños llamados “superávits gemelos”, que gozaron de buena salud hasta 2007.
Luego nos quedamos sin caja, llegó la 125 por un “no
positivo” de un tal Julio Cleto y nos quedamos sin la 125. Pero tuvimos el
consuelo de que aterrizara en nuestro suelo un ex socio del poder que ofició de
bolsa de arena para que la rabia contenida se desagotara un par de años: la
Corpo.
La guerra ideológica. Nuestro Ejecutivo se dio cuenta de que
una guerra ideológica le venía bien para organizar y administrar el entusiasmo
de las masas, al menos el júbilo de las multitudes que disfrutan de los
festivales, los subsidios, los cargos rentados, la distribución de prebendas,
la presencia vitalicia en los medios oficiales, las nuevas secretarías, los
viajes culturales, los contratos espurios con el Estado y todas las dádivas que
una corte obsequia para que un relato tenga sus heraldos, sus acomodados y sus
narradores épicos.
Por eso tantos pensadores están desgarrados ante la pobre
alternativa que se les presenta, parece que su fiesta termina, pero no deben
sentirse tan mal; en realidad, disimulan. No están desanimados sino agazapados.
No quieren que gane Scioli por si les roba algún pescado del Kardumen,
prefieren a Mauricio Macri por si todo salta por los aires y el pueblo clama
por el regreso de Cristina.
A la inauguración de la ESMA, donde el presidente Kirchner
ninguneó a Raúl Alfonsín, que tuvo por enemigo a un Ejército real y poderoso y
no a un cuadro con una foto de un militar ya retirado, se sumó para engordar la
simbología el satánico poder de un grupo mediático. Así fue que, a pesar de
quedarnos por un momento con poco dinero, llenamos –hasta que se afinaran las
nuevas transacciones– nuestras anhelantes mentes con el contenido de una Causa.
¡Los argentinos teníamos una Causa!, es decir, algo que se pudiera odiar.
La gente se volvía ontológica, todos eran algo: ¡soy K!,
clamaban, ¡soy K!, repetían, tenían esencia.
Sólo faltaba la frutilla del postre: luego de chupar la
energía hasta agotarla, enarbolamos la bandera de YPF con nuevos socios
locales. Viejos amigos llenaron otra vez los bolsillos también anhelantes del
poder para ocupar las sillas de los socios despedidos. Eskenazi por Magnetto
dio como resultado Amado Boudou, es decir: Anses.
Ese fue el milagro bolivariano en nuestro país. Una álgebra
revolucionaria que resonaba por la cadena nacional y en los patios interiores
de la Rosada con una juventud subvencionada y entusiasta.
Durante una parte de nuestra historia, la clase política
populista no aceptó la derrota del Eje, no le caía bien el triunfo aliado y
navegó un tiempo en aguas anacrónicas. Después, un rumiante personal nostálgico
de sus mocedades tampoco quiso saber nada de la denuncia de los campos de
concentración soviéticos, de las decenas de millones de asesinados por los
guardias rojos de Mao, de la lucha de los disidentes desde Polonia a Cuba y de
la caída del Muro.
Les duele el mundo que ven flotar hacia arriba y virar
supuestamente a la derecha, con Francisco, Daniel y Mauricio como tres galaxias
amenazantes. Pero con lo que no contaban para colmarse de desdichas era con la
presencia en el firmamento de una inesperada lucecita.
La gobernadora. María Eugenia Vidal no tendrá su monumento
como Juana Azurduy, aunque se lo merezca. Nadie hubiera pensado que la mujer
que podía llegar a mirar a la Casa Rosada para espiar al futuro presidente no
sería una heroína de la emancipación americana, sino una doncella con rostro de
Cenicienta que contempla a Mauricio como si fuera san Francisco de Asís. Lo que
digo no es una broma, pero las apariencias engañan –ya lo dijo Platón–: esta
mujer tiene coraje, ovarios bien puestos, no grita pero se manda.
¡Qué suerte que no grite! Son tan desagradables las personas
que gritan y dan portazos, es una pésima costumbre. Vivir rodeado de gente
enojada es una peste. Crea un clima de irritación generalizado que acompaña las
pedradas desde las trincheras.
Por eso, de nada sirven los nuevos excitados que nos acusan
de estúpidos si no culpamos al peronismo de todos los males de nuestra
historia, como lo hacen intelectuales que apoyan a Cambiemos, y todos aquellos
que se suman a una nueva e irrisoria batalla cultural. El mal no tiene un solo
nombre, si es que hay que darle uno. Puede ser militares, peronistas, radicales
personalistas y antipersonalistas, gorilas racistas, conservadores
fraudulentos, golpistas, secuestradores de izquierda, paramilitares de derecha,
burocracias sindicales, barras bravas armadas, financistas desestabilizadores,
grondonistas, puteadores de redes sociales y afines.
Nos va a beneficiar a todos si bajamos un poco el tono. Hay
muchos que se sienten aliviados por el mero hecho de que pueden hablar
libremente del modelo y de su Dueña sin que los insulten. No tenemos el hábito
de convivir con pacificadores, nos dan miedo porque no quieren dar miedo. Una
paradoja. Los argentinos parecíamos querer vivir dominados por un macho, o por
una mina macha; lo llamamos “gobernabilidad”. Para nuestra cultura, un
presidente amable resulta un oxímoron, y nos hace temer lo peor.
Existe una tradición que nos hace suponer que la
gobernabilidad se garantiza a las patadas, con chicaneos o vociferaciones. Pero
Aníbal perdió. La gente se hartó. Sus bigotazos no dieron en la tecla. Ganó la
sonrisita beata de una visitadora inagotable que golpea las puertas de quienes
llama “vecinos”. Parece una peli de Walt Disney, esa de la Bella y el Etcétera.
(*) Filósofo - www.tomasabraham.com.ar
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