domingo, 1 de noviembre de 2015

La revolución de la gobernadora

Por Tomás Abraham
Aníbal Fernández. Se respira mejor en la Argentina. El ex presidente uruguayo José Mujica decía que los argentinos debíamos querernos un poco más. 

No se trataba de una declaración sentimental, sino de la percepción de un vecino que notaba que en nuestro país el discurso dominante era el vengativo.

Lo decía un hombre de la izquierda, un ex militante tupamaro; se lo transmitía a un pueblo hermano cuyos líderes reivindicaban la misma lucha aunque la hubieran visto desde los balcones, o escribanías.

Se respira mejor en nuestro país porque los dos candidatos que llegaron al ballottage se presentaron como dos pacificadores, y el político que representaba la vieja guardia patotera fue derrotado con amplitud.

Lo más importante de las elecciones del domingo 25 de octubre fue lo que sucedió con el verdadero candidato de la presidenta de la Nación y de su grupo cercano llamado La Cámpora. Hablamos del jefe de Gabinete y vocero presidencial Aníbal Fernández, quien anuncia dar un paso al costado en política, pero no se lo permitiremos; para seguir con su fórmula repetida y su gracia habitual: “Que no nos tome por boludos”.

Seguiremos hablando de él, aunque quiera dormirnos con su supuesto retiro. Su modo de hacer política representa lo que en nuestro país se festeja como nacional y popular. Tanto él como Carlos Zannini eran los cancerberos de que el mentado modelo estuviera custodiado y su responsable, Daniel Scioli, bien vigilado.

Faltó César Milani para completar el trío, pero después de organizar el espionaje interno para extorsionar a los futuros y eventuales dirigentes, dejó el espacio político sin olvidar de entregar antes a las máximas autoridades el dispositivo bien armado y con moño, del mismo modo en que lo hizo Stiuso cuando dejó de dar garantías al poder luego de 12 años de servicio.

Esto fue así hasta la muerte de Nisman, el fiscal burlado y difamado por el candidato del poder, hoy derrotado por la gobernadora.

La derecha. ¡Se viene la derecha!, clama ese micromundo que en nuestro país se apoderó de las banderas de la bautizada por los oportunistas “maravillosa” juventud del 70. Y tienen razón. Los dos candidatos victoriosos no pertenecen a las ideologías de aquella década, sino que se formaron como dirigentes políticos en los 90, cerquita de Carlos Saúl Menem.

El problema es que la lista de malditos e innombrables que se distribuyó en los espacios del poder desde los inicios de este tercer milenio no sólo fue incompleta sino fraguada. El mentado Aníbal con Ricardo Jaime, Julio De Vido, Luis D'Elía, entre tantos otros, junto a la familia presidencial completa, disfrutaron de los 90 como el que más; los celebraron junto al dos veces presidente Menem, que colaboró impune desde su banca senatorial con los adalides de los 70.

Los autodenominados representantes del pueblo revolucionario dicen que los nazis y otros que les dan asco han ganado las elecciones en la provincia de Buenos Aires, en la Ciudad de Buenos Aires, en decenas de municipios, en gobernaciones y, Dios nos libre y guarde, nos advierten que un Hitler local y repugnante puede llegar a gobernarnos desde la Presidencia de la Nación.

Hamlet decía que algo podrido se olía en Dinamarca; en la Argentina, hace un tiempo, un músico rosarino y después un actor de reparto dicen que en nuestro país un personaje repugnante y genocida lanza globos amarillos mientras baila al compás de Gilda. Creo que exageran, tendemos a dramatizar. Mauricio Macri es New Age, su oficina de propaganda no está conducida por Joseph Goebbels sino por un ecuatoriano que tiene una licenciatura en Filosofía Escolástica, y que de nazi no tiene más que algún desafortunado lapsus linguae.

El chantaje moral. El exaltado discurso bolivariano que dominó la Argentina durante más de diez años se legitimó con la defensa de los derechos humanos, la recuperación de hijos y nietos de desaparecidos, la asignación universal por hijo y la creación de millones de puestos de trabajo.

Todos aquellos que condenamos el terrorismo de Estado, que estábamos a favor del pedido desestimado durante años por el kirchnerismo de proteger a las madres de hijos sin cobertura y que creemos que la desocupación abierta o disfrazada es lo peor que le puede pasar a un ciudadano, tuvimos que tragarnos el sapo del fascismo cultural vigente durante tres gobiernos.

Lamento la palabra “fascismo”, pero decir stalinismo es demasiado exótico.

Sabíamos que el repunte de la economía nacional no era magia, como bien señala la Presidenta a pesar de su mensaje encubridor. Claro que no lo fue, y mucho menos un milagro de Néstor. Gracias a una devaluación sangrienta que bajó el gasto público a la mitad, una industria paralizada que dejó de importar bienes durante años y una eclosión de los precios de las materias primas como nunca se vio en todo el siglo pasado, nacieron esos dos retoños llamados “superávits gemelos”, que gozaron de buena salud hasta 2007.

Luego nos quedamos sin caja, llegó la 125 por un “no positivo” de un tal Julio Cleto y nos quedamos sin la 125. Pero tuvimos el consuelo de que aterrizara en nuestro suelo un ex socio del poder que ofició de bolsa de arena para que la rabia contenida se desagotara un par de años: la Corpo.

La guerra ideológica. Nuestro Ejecutivo se dio cuenta de que una guerra ideológica le venía bien para organizar y administrar el entusiasmo de las masas, al menos el júbilo de las multitudes que disfrutan de los festivales, los subsidios, los cargos rentados, la distribución de prebendas, la presencia vitalicia en los medios oficiales, las nuevas secretarías, los viajes culturales, los contratos espurios con el Estado y todas las dádivas que una corte obsequia para que un relato tenga sus heraldos, sus acomodados y sus narradores épicos.

Por eso tantos pensadores están desgarrados ante la pobre alternativa que se les presenta, parece que su fiesta termina, pero no deben sentirse tan mal; en realidad, disimulan. No están desanimados sino agazapados. No quieren que gane Scioli por si les roba algún pescado del Kardumen, prefieren a Mauricio Macri por si todo salta por los aires y el pueblo clama por el regreso de Cristina.

A la inauguración de la ESMA, donde el presidente Kirchner ninguneó a Raúl Alfonsín, que tuvo por enemigo a un Ejército real y poderoso y no a un cuadro con una foto de un militar ya retirado, se sumó para engordar la simbología el satánico poder de un grupo mediático. Así fue que, a pesar de quedarnos por un momento con poco dinero, llenamos –hasta que se afinaran las nuevas transacciones– nuestras anhelantes mentes con el contenido de una Causa. ¡Los argentinos teníamos una Causa!, es decir, algo que se pudiera odiar.

La gente se volvía ontológica, todos eran algo: ¡soy K!, clamaban, ¡soy K!, repetían, tenían esencia.

Sólo faltaba la frutilla del postre: luego de chupar la energía hasta agotarla, enarbolamos la bandera de YPF con nuevos socios locales. Viejos amigos llenaron otra vez los bolsillos también anhelantes del poder para ocupar las sillas de los socios despedidos. Eskenazi por Magnetto dio como resultado Amado Boudou, es decir: Anses.

Ese fue el milagro bolivariano en nuestro país. Una álgebra revolucionaria que resonaba por la cadena nacional y en los patios interiores de la Rosada con una juventud subvencionada y entusiasta.

Durante una parte de nuestra historia, la clase política populista no aceptó la derrota del Eje, no le caía bien el triunfo aliado y navegó un tiempo en aguas anacrónicas. Después, un rumiante personal nostálgico de sus mocedades tampoco quiso saber nada de la denuncia de los campos de concentración soviéticos, de las decenas de millones de asesinados por los guardias rojos de Mao, de la lucha de los disidentes desde Polonia a Cuba y de la caída del Muro.

Les duele el mundo que ven flotar hacia arriba y virar supuestamente a la derecha, con Francisco, Daniel y Mauricio como tres galaxias amenazantes. Pero con lo que no contaban para colmarse de desdichas era con la presencia en el firmamento de una inesperada lucecita.

La gobernadora. María Eugenia Vidal no tendrá su monumento como Juana Azurduy, aunque se lo merezca. Nadie hubiera pensado que la mujer que podía llegar a mirar a la Casa Rosada para espiar al futuro presidente no sería una heroína de la emancipación americana, sino una doncella con rostro de Cenicienta que contempla a Mauricio como si fuera san Francisco de Asís. Lo que digo no es una broma, pero las apariencias engañan –ya lo dijo Platón–: esta mujer tiene coraje, ovarios bien puestos, no grita pero se manda.

¡Qué suerte que no grite! Son tan desagradables las personas que gritan y dan portazos, es una pésima costumbre. Vivir rodeado de gente enojada es una peste. Crea un clima de irritación generalizado que acompaña las pedradas desde las trincheras.

Por eso, de nada sirven los nuevos excitados que nos acusan de estúpidos si no culpamos al peronismo de todos los males de nuestra historia, como lo hacen intelectuales que apoyan a Cambiemos, y todos aquellos que se suman a una nueva e irrisoria batalla cultural. El mal no tiene un solo nombre, si es que hay que darle uno. Puede ser militares, peronistas, radicales personalistas y antipersonalistas, gorilas racistas, conservadores fraudulentos, golpistas, secuestradores de izquierda, paramilitares de derecha, burocracias sindicales, barras bravas armadas, financistas desestabilizadores, grondonistas, puteadores de redes sociales y afines.

Nos va a beneficiar a todos si bajamos un poco el tono. Hay muchos que se sienten aliviados por el mero hecho de que pueden hablar libremente del modelo y de su Dueña sin que los insulten. No tenemos el hábito de convivir con pacificadores, nos dan miedo porque no quieren dar miedo. Una paradoja. Los argentinos parecíamos querer vivir dominados por un macho, o por una mina macha; lo llamamos “gobernabilidad”. Para nuestra cultura, un presidente amable resulta un oxímoron, y nos hace temer lo peor.

Existe una tradición que nos hace suponer que la gobernabilidad se garantiza a las patadas, con chicaneos o vociferaciones. Pero Aníbal perdió. La gente se hartó. Sus bigotazos no dieron en la tecla. Ganó la sonrisita beata de una visitadora inagotable que golpea las puertas de quienes llama “vecinos”. Parece una peli de Walt Disney, esa de la Bella y el Etcétera.

 (*) Filósofo - www.tomasabraham.com.ar

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