Por Manuel Vicent |
Después de 20 años de oficio este funcionario de prisiones
sabía distinguir con solo mirarle a la cara el delito que había cometido el
preso apenas cruzaba la puerta de la cárcel.
Cada crimen tiene su rostro,
decía. Pero esta facultad la fue perdiendo como consecuencia de un
desprendimiento de retina.
Por desgracia llegó el día en que el funcionario se quedó
completamente ciego y los sucesivos rostros de asesinos, violadores y rateros,
con los que se había batido 20 años sin ninguna clase de misericordia, formaron
una confusa y amarillenta amalgama de la maldad, que acabó por fundirse en la
oscuridad absoluta.
Le costó resignarse al inmenso quebranto de pasar el resto
de su vida ayudado por el bastón en la calle, de verse obligado a tentar
paredes y muebles para moverse por casa. Pero después de un tiempo, cuando ya
se había acostumbrado a la irremediable ceguera, una noche sintió que, de
repente, la oscuridad se iluminaba y sus ojos recobraban la visión. Era un
milagro.
El funcionario comenzó a ver de nuevo con toda nitidez los
rostros de aquellos delincuentes, asesinos y ladrones que poblaban el patio y
las galerías de la cárcel. No daba crédito a tanta dicha, pero el milagro
consistía en que estaba soñando y las imágenes que tenía guardadas en su
cerebro ahora se habían despertado mientras dormía.
A partir de ese feliz acontecimiento el funcionario de
prisiones aceptó la nueva realidad: era un ciego de día y un vidente de noche.
El sueño más recurrente discurría en el patio de la cárcel donde a veces se
celebraban alegres fiestas en las que su mujer y sus hijos, junto con amigos de
la niñez ya olvidados, participaban en compañía de aquellos asesinos y
ladrones, que ahora le parecían todos inocentes por el simple hecho de que los
soñaba.
Despertar, como sucede siempre, era el duro golpe de volver
a la oscuridad.
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