Por James Neilson |
Hace menos de cuatro años, cuando la líder máxima les dejó
saber que había llegado la hora de ir por todo, los militantes de La Cámpora,
acompañados por politicastros de trayectoria sinuosa, empresarios expertos en
mercados regulados, intelectuales lumpen y gente de la farándula local se
creían destinados a formar una nueva aristocracia que dominaría la Argentina
hasta por lo menos mediados del siglo.
Gracias a los votos de Cristina, la
magia del relato y, desde luego, el dinero aportado por los contribuyentes,
serían miembros vitalicios de una nomenclatura privilegiada, como las de Cuba,
China y, mientras duró, la Unión Soviética. No se les ocurrió que un buen día
el pueblo, harto de su ineptitud, rapacidad y soberbia, podría darles la
espalda, de ahí el desconcierto que se apoderó de ellos apenas dos semanas
atrás.
Tienen motivos de sobra para sentir miedo. Puesto que, como
tantos otros de mentalidad parecida, están acostumbrados a tomar sus propias
conquistas personales por las del pueblo en su conjunto, quieren que el resto
de la sociedad lo comparta, de ahí los intentos de pintar a Mauricio Macri como
un vengador neoliberal despiadado, el jinete rabioso de un apocalipsis
sociopolítico que, de tener la oportunidad, haría del país un montón de ruinas
humeantes entre las cuales lucharían por sobrevivir hordas de mendigos
famélicos. Personajes a un tiempo candorosos y cínicos, los militantes del
kirchnerismo dan por descontado que, si Macri triunfa en el ballottage como a
esta altura parece bastante probable, él también irá por todo, privándolos de
lo que creen suyo para entregarlo a los nuevos dueños del poder absoluto. ¿No
es lo que hacen todos?
Por desgracia, algunos, tal vez muchos, de los desastres
previstos por los propagandistas gubernamentales se concretarán en los meses
próximos. No es que Macri sea el equivalente criollo de Atila el huno o que
Daniel Scioli esté esperando el momento para desquitarse después de sufrir
tantos años de humillación a manos de Cristina y su gente, es que los
kirchneristas han sido tan exitosos según sus propias pautas que, antes de
despedirse, habrán vaciado el país, lo que obligará a quiénes los sigan a tomar
una medida antipática tras otra. Una vez dijo Carlos Reutemann que la gente se
sentiría contenta si, cuando Cristina y su tropa se vayan, “no se han afanado
la Casa Rosada y la Plaza de Mayo”. Se quedaba corto el santafesino. Si solo
fuera cuestión de un edificio y una plaza, no habría motivos para preocuparse,
pero sucede que han perpetrado tantas barbaridades que al país no le será nada
fácil levantar cabeza en los años venideros.
Pase lo que pasare en las semanas que nos separan del
ballottage, lo único que decidirá el electorado será la identidad del encargado
de presidir los ritos funerarios del “proyecto” kirchnerista. No le será
agradable: los dependientes del moribundo se niegan a reconocer que le quedan
pocos días de vida y por lo tanto acusarán al sucesor de Cristina de haberlo
asesinado. Desde su punto de vista, sería mejor que ganara Macri porque ya
tienen preparados los argumentos que en tal caso emplearían para asegurar que
su gestión resulte ser muy breve, pero a esta altura los más lúcidos, aquellos
que saben sumar, entenderán muy bien que aun cuando Scioli ocupara la Casa
Rosada, no le sería dado prolongar la existencia terrenal del engendro.
En un esfuerzo desesperado por sobrevivir un rato más, los
kirchneristas están procurando convencer a la población de que Macri, un
neoliberal satánico, quiere hambrearla, devolverla a la edad oscura de los años
noventa cuando el país entero gemía bajo el yugo espantoso de Carlos Menem,
pero que Scioli podría salvar a quienes dependen de subsidios de un tipo u otro
del terror que se acerca. Se equivocan, claro está. Nadie, ni siquiera
Cristina, sería capaz de postergar por muchos meses el derrumbe del “modelo”
que fue creado por el gobierno actual. La razón es sencilla: no hay más plata
en las arcas, pero sin plata ningún esquema socioeconómico, por heterodoxo que
fuera, pueda continuar funcionando.
Ya no es una cuestión de voluntad. Mal que les pese a los
comprometidos con el statu quo, la realidad importa mucho más. Como aprendieron
los comunistas luego de haber liquidado a millones de personas a su juicio
superfluas, resistirse a prestarles atención no sirve para nada. Pensándolo
bien, es una suerte que, a diferencia de los comunistas soviéticos, o los
chavistas venezolanos que amenazan a sus compatriotas con un autogolpe
militarista si se animan a repudiarlos en las urnas, las huestes K no están en
condiciones de hacer mucho más que manifestar su odio por todo cuanto no les
guste. Podrían causar mucho daño al país no solo antes del 10 de diciembre sino
también después, eso sí, pero nunca les sería dado hacer viable un “modelo”
cuya fecha de vencimiento pronto llegará.
Muchos males que, según los K, vendrían con un eventual
gobierno macrista, ya son inevitables. No habrá forma de mantener el gasto
público a su nivel escandinavo actual. Por el contrario, será forzoso reducirlo
drásticamente. Tampoco será posible frenar la inflación sin el tan temido
ajuste, pero tratar de convivir con una tasa del treinta o cuarenta por ciento
anual solo significaría resignarse a la mediocridad o peor. La opción no es
entre “continuidad” y “cambio” como quieren hacer pensar los voluntaristas, es
entre dejar virtualmente todo en manos del mercado para que ajuste a su manera,
como sucedió en 2002, y procurar atenuar desde el Estado las consecuencias
nefastas del fin de ciclo manejando una transición que de todos modos podría
ser traumática.
Así las cosas, todos los políticos del país se ven frente a
un dilema que aquí es tradicional: por un lado, podrían elegir aprovechar en
beneficio propio las dificultades que se han acumulado, afirmándose en contra
de cualquier medida impopular; por el otro, podrían intentar asegurar que los
costos sociales de lo que sería forzoso hacer sean soportables. Parecería que
Sergio Massa ya ha optado por desempeñar un papel negativo en el capítulo que
está por comenzar del interminable melodrama nacional por creer que lo ayudaría
a erigirse en líder del aglomerado peronista. Sabe que habrá muchos ajustes,
pero así y todo se ha comprometido a oponérseles. Otros lo acompañarán, de tal
modo obstaculizando los intentos de revertir la decadencia del país.
Con el propósito de tranquilizar a los beneficiados por la
interesada solidaridad K, los macristas insisten en que no se han propuesto
poner en marcha una purga para desalojar a los militantes de La Cámpora de los
lugares que ocupan en el ministerio de Economía, la Cancillería y muchas otras
reparticiones públicas. Por motivos comprensibles, no quieren verse acusados de
estar dispuestos a subordinar todo a sus propios prejuicios ideológicos o
políticos como han hecho los kirchneristas, pero tendrán forzosamente que
discriminar entre los ñoquis y vagos inútiles por un lado y los considerados
idóneos por el otro, de ahí el nerviosismo que impera en la grotescamente inflada
burocracia nacional, además de las provinciales y municipales. Los más agitados
son aquellos militantes que habían planeado buscar refugio en La Plata: para
ellos, la pérdida de la Provincia de Buenos Aires fue un golpe tan cruel como
inesperado.
Gobernar cuando los recursos abundan, como en los años del
viento de cola que soplaba desde China cuando los Kirchner se consolidaban en
el poder, es muy fácil. Todo populista lo sabe. En cambio, administrar la
escasez, sobre todo cuando sea extrema, requiere inteligencia, tenacidad, poder
de persuasión para difundir un nuevo “relato” nada facilista y un grado de
convicción poco común. ¿Poseen tales cualidades Macri y sus coequiperos que,
felizmente, no se creen superdotados de importancia mundial? Es posible. ¿Los
tienen Scioli y los suyos? Por desgracia, a juzgar por su actuación reciente,
el gobernador bonaerense parece estar más interesado en congraciarse con
Cristina y los cortesanos serviles que la rodean que en asumir posturas que
serían apropiadas para un estadista enfrentado por una crisis sistémica
alarmante. Aunque sólo se haya tratado de una maniobra ensayada para demorar el
estallido de una interna oficialista que con toda seguridad será feroz, el
temor reverencial que, según parece, Scioli siente por la señora hace sospechar
que sería incapaz de brindarle al país el gobierno fuerte que necesitará.
Como es tradicional cuando están en apuros, peronistas de
distinto tipo han empezado a advertirnos que son los únicos que están en
condiciones de garantizar “la gobernabilidad”. Es su forma de recordarle a la
ciudadanía que, si bien décadas de experiencia le habrán enseñado que no saben
administrar el país con un mínimo de eficacia, son plenamente capaces de
impedir que lo hagan otros. Al hablar de Cambiemos como si fuera una versión
levemente retocada de la Alianza, Scioli alude no sólo a las muchas
dificultades económicas que enfrentaba el gobierno del presidente Fernando de
la Rúa en el transcurso de su gestión truncada sino también a su caída en medio
de saqueos, sobre todo en el conurbano bonaerense, disturbios callejeros y
gritos de “que se vayan todos”. El mensaje es inequívoco: a menos que el
peronismo esté en el poder, el país no tardaría en ser un aquelarre.
0 comments :
Publicar un comentario