Por Arturo Pérez-Reverte |
Sentado en el café Le Bonaparte, frente a Saint Germain, tomo notas para
una novela que llevo por la mitad y que tal vez se publique a finales del año
próximo. Se trata de una escena que transcurre exactamente en este café, en la
mesa misma en la que estoy sentado: dos personajes, uno joven y otro viejo,
dialogando sobre un libro perdido y un misterio. Y estoy en ello, como digo,
cuando miro hacia la calle y pienso que hay lugares y ciudades estimulantes,
que crean un estado de ánimo favorable para narrar historias.
No me ocurre en
todas partes, pero sí aquí, en París. Desde que tengo memoria, no hay una sola
vez que haya caminado por esta ciudad, entrado en sus librerías, leído en sus
cafés, que no me haya sentido vivo y lúcido, con ganas de escribir. Con ánimo
de contar. Y eso, que siempre fue importante para mí, lo es más ahora, cuando
los años, las cosas y los libros que dejaste atrás podrían entibiarte el ánimo.
Aflojar las ganas. Dije alguna vez que sólo se es joven en vísperas de una
batalla; al día siguiente, ganes o pierdas, ya has envejecido. Por eso es tan
importante disponer batallas nuevas, vísperas tensas en las que engrasar los
arneses y afilar la espada, dispuesto de nuevo al combate. A la aventura que te
impide, o lo retrasa de modo razonable, envejecer de mala manera. En mi caso,
el recurso son el mar y los libros. Y esta vez se trata de libros.
Quizá el influjo se deba a las librerías. A su número y calidad. Aunque
muchas han cerrado -la última, a pocos pasos de aquí-, París sigue siendo el paraíso
del transeúnte lector que describí hace veinticinco años en El club
Dumas, territorio habitual del cazador de libros Lucas Corso. Pienso en
ello mientras comparo esta ciudad con el desolado páramo en el que la
indiferencia gubernamental y la incompetencia municipal han convertido el
paisaje librero de Madrid: un centro de ciudad donde no sólo las librerías,
sino el comercio tradicional, lo que da vida y carácter a un barrio y a una
ciudad, han sido arrasados por las franquicias absurdas y las tiendas de ropa.
Un paseo atento por esas calles es desolador: imposible encontrar ya un
zapatero, un panadero, un ferretero. Para todo hay que peregrinar a la moderna
catedral de nuestro tiempo, que diría el buen Pepe Saramago: El Corte Inglés. Y
así, cada viejo comercio de toda la vida que cierra se convierte,
automáticamente, en un bar o en una tienda de ropa; lo que es, por otra parte,
fiel reflejo de lo que somos y de lo que nos gusta ser. Y de lo que seguiremos
siendo.
La verdad es que no deja de tener su retorcida gracia, aunque sea
siniestra. Paseo por París viendo escaparates de librerías y viejos comercios
que se mantienen, y pienso inevitablemente en la desertificación comercial de
Madrid y en el estúpido relaxing cup of café con leche de aquella
alcaldesa por fin desaparecida, o en el bajuno concepto que de la palabra cultura tiene
la que manda ahora. Y me pregunto si alguna vez habrán oído hablar, ellas o sus
colaboradores, de cosas como el proyecto Vital Quartier, por ejemplo, que desde
hace años se ocupa en París de mantener vivo el comercio tradicional que anima
los barrios principales, facilitando sus alquileres, rehabilitaciones y rebaja
de impuestos, favoreciendo que los pequeños negocios subsistan, humanicen las
calles y animen en torno otros espacios comerciales gratos al ciudadano,
complementándolo todo con una política de salubridad, higiene y seguridad
callejera. Un esfuerzo al que se destina dinero, imaginación y buena voluntad
en vez de desidia y burdo afán recaudatorio, y que ya ha logrado tener tres
centenares de tiendas tradicionales, de diversas actividades, protegidas en
seis de los principales barrios de París.
Por supuesto, y también a diferencia de Madrid, donde hasta la magnífica
Cuesta Moyano y sus librerías se ven olvidadas y maltratadas por el
Ayuntamiento, uno de los sectores donde más cuidado ha puesto el plan parisino
de apoyo al comercio tradicional es el de las librerías. Sólo a eso, a defender
la existencia del comercio cultural que ennoblece el centro de la ciudad y
mantiene su carácter, la alcaldía de París acaba de destinar una ayuda
complementaria de dos millones de euros, amén de exenciones fiscales si una
librería dedica a salarios el 12% de su facturación, así como subvenciones por
promoción de libros de fondo -no torpes novedades de aquí te pillo y aquí te
mato-, pagos de alquiler a la mitad del precio del mercado y créditos con dos
años de carencia. Y ahora piensen ustedes en Madrid, aprieten los dientes y
hagan, como yo, un esfuerzo para no blasfemar en arameo y que se los lleve el
diablo.
© XL Semanal
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