domingo, 1 de noviembre de 2015

Cristina ya no es garantía

Por Jorge Fernández Díaz
"Veo por la publicidad que estamos genial y no nos dimos cuenta, y después escucho sobre los fondos buitre y la liberación o la dependencia. Mirá, yo quiero que me hagan las cloacas." El testimonio pertenece a una empleada fabril que vive en un barrio carenciado del conurbano profundo y que debe tomarse todos los días dos colectivos y un tren para llegar hasta su trabajo. Sintetiza el temperamento con que miles de personas humildes fueron a votar contra el Frente para la Victoria.

El kirchnerismo se intoxicó de discurso y se ahogó en su propio charco de palabras. Vidal no es peronista ni antiperonista, no es radical, no es liberal, no es de derecha ni de izquierda. Su primera medida no consistirá en la convocatoria a una épica grandilocuente, sino en algo más modesto: la puesta en marcha de redes cloacales y obras hidráulicas para que no haya más inundaciones. Así de simple. Las cloacas derrotaron al revisionismo histórico y la ingeniería a los relatos emancipadores, o como diría el sociólogo Eduardo Fidanza: "El Metrobus venció a la lucha de clases". El sustantivo "gestión" suplanta al vocablo "ideología": Vidal no quiere reducir el Estado, como propone el liberalismo, sino gestionarlo con eficiencia. Para algunos tilingos de la progresía esto puede resultar insignificante o banal. Pero después de tanta narrativa y cifra adulterada, y tanta ficción marketinera, gestionar parece revolucionario. Es una enorme paradoja que quienes vinieron a reivindicar el rol del Estado hayan sido tan mediocres para administrar la cosa pública. Crearon una burocracia mórbida, llena de ñoquis y militantes inútiles que marginaron a los funcionarios de carrera. "Scioli hizo mierda la provincia", redondeó Hebe de Bonafini, pero el fenómeno destructivo no se limita a la geografía bonaerense ni a la responsabilidad de su aborrecido candidato presidencial. El país entero está enfermo de verso, ineficiencia y naftalina.


Un asesor ministerial de Cristina Kirchner, con los números en la mano, fue también escatológico pero realista: "La gente se hinchó las pelotas del kirchnerismo". El prestigioso historiador de la Universidad de Bolonia, Loris Zanatta, fue mucho más elegante: "El populismo se quedó con poco pueblo". Dieciséis millones de argentinos votaron contra el proyecto, y las citas reflejan el crudo diagnóstico que deja el batacazo: fue la peor elección histórica del peronismo, que además perdió su bastión, cataclismo imperdonable para la lógica de la corporación justicialista. Más allá incluso del resultado del ballottage, este hito ya le arrebató a Cristina su halo de reina imprescindible y amenazante. Su gran intangible conducía a un doble comando, pero eso se lesionó gravemente al perder la gobernación de La Plata, futuro ariete contra Scioli o Macri, y también covacha camporista.

La Presidenta intentó hábilmente disimular este tremendo Waterloo deslizando críticas contra el candidato que ella misma entronizó y desprecia. Explicó además, con picardía criolla, que el triunfo de Vidal no se debía a otra cosa que a su condición femenina, sociología muy conveniente para la mismísima Presidenta, a quien todos los colectivos la dejan bien.

En su discurso del jueves mostró "extrañeza" por la merma de votos, como si viviera en una isla de alucinaciones adonde nunca llegan los efectos devastadores de la inflación, el estancamiento, el desgaste, la corrupción, la negligencia, la inseguridad y el narcotráfico. La doctora eligió a su sucesor, que es un conservador de manual; a su monje negro para segundo, que es un salvavidas de plomo; al frustrado gobernador, que es un luctuoso lenguaraz y mete miedo; al defenestrado vicegobernador, que es un perdedor serial, y a los "pibes para la liberación", que ratificaron su carácter piantavotos. Fiscalizó con mano férrea el discurso y la campaña, y realizó decenas de cadenas nacionales para hacer proselitismo directo. La derrota le pertenece por derecho propio. Probablemente cargue con ella para el resto de su vida. Y esta evidencia, que los peronistas acusan con dramatismo, es un naipe inesperado que tal vez modifique todo el juego. Ella ya no podrá convertir con tanta facilidad el Calafate en Puerta de Hierro: vencida ya no es Perón, y Scioli se aleja paradójicamente de su destino de títere. Si el dueño de Villa La Ñata finalmente ganara el ballottage podría a partir de ahora doblegar a Cristina con sólo acordar gobernabilidad con Macri y su robusta coalición, que será dueña de los dos distritos más importantes de la Argentina, de un increíble ejército de legisladores nacionales y provinciales, y de centenares de jefes de municipios en todo el país. Irónicamente, tal vez tenga hoy más capacidad de daño Mauricio que Cristina en ese hipotético escenario, puesto que un triunfo del ex motonauta no podría despejar la crisis que se abrió en el peronismo con su declinante patrona. Que el domingo dejó de ser garantía.

Un síntoma de esa decepción con la jefa fue la estruendosa declaración del ministro de Interior y Transporte. Florencio Randazzo denunció la responsabilidad de la Presidenta en el descalabro comicial: "Ella eligió a Scioli y los resultados están a la vista", declaró ayer, poniendo en palabras lo que piensan muchos dirigentes. Ya hay rebeldes a voz en cuello en el mismo seno del gabinete nacional. Randazzo no se privó tampoco de sacarse una foto afectuosa con Ernesto Sanz en Mendoza, otra señal de los nuevos tiempos.

"Hubo un mensaje muy fuerte de cambio", reconoció Gustavo Marangoni. Hasta el sciolismo deberá encarnarlo si le toca gobernar. Esa metamorfosis comenzó hace dos años cuando el pueblo decidió cancelar la rereelección de un cristinismo eterno. Las encuestas detectaron ese cambio de ciclo, tan negado por la Casa Rosada; también el hecho de que si el peronismo quería sobrevivir debía llevar una figura que representara de algún modo ese viraje social. Como consecuencia de eso, Scioli terminó siendo inevitable, no porque fuera un igual sino precisamente porque era un distinto. Esta vez el kirchnerismo no pudo leer con sofisticación los signos de la historia, cuyos vientos no controla nadie.

La situación es delicada si uno estudia el comportamiento de la sociedad en la era democrática. Existe un patrón verificable: varias veces los partidos parieron candidatos que disentían con el líder, encarnaban el nuevo imperativo y se ofrecían como la alternativa de la hora. Angeloz fue el continuador disidente de Alfonsín, así como Duhalde lo fue de Menem. Scioli se propone ahora como el continuador disidente de Cristina. El electorado, en los dos casos anteriores, no creyó que el disidente pudiera encarnar genuinamente el cambio que se requería, y eligió directamente al opositor del momento, el disidente externo. ¿Scioli será una excepción o confirmará la regla? Es difícil saberlo, puesto que entramos en una campaña sin precedentes donde nadie tiene asegurado nada.

Un eventual triunfo de Macri dejaría sin líderes fuertes al justicialismo, y les permitiría a Massa y a De la Sota desplegar su ambicioso plan: ser los Cafiero del Frente Cambiemos, referentes que le garantizan la gobernabilidad, mientras intentan producir la segunda renovación peronista. Mucha gente siente un aire de familia con aquel momento fundacional. Tal vez el regreso del ochentismo sea pura quimera. Pero no deja de ser atractivo pensar que después de un revival oscuro de los 70, podemos encontrarnos de repente con un revival interesante de los 80, aquellos breves años en los que logramos una democracia republicana. Esa valiosa reforma quedó inconclusa por subestimar la economía. El gran desafío consistiría en que Cambiemos no cayera en semejante ingenuidad: para hacer cloacas e infraestructura, y para mejorarles la vida a los argentinos, habrá que desarmar una bomba, leer correctamente el nuevo reclamo y no incurrir nunca más en los sucesivos errores que nos arrasaron.

© La Nación

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