Por Jorge Fernández Díaz |
"Veo por la publicidad que estamos genial y no nos
dimos cuenta, y después escucho sobre los fondos buitre y la liberación o la
dependencia. Mirá, yo quiero que me hagan las cloacas." El testimonio
pertenece a una empleada fabril que vive en un barrio carenciado del conurbano
profundo y que debe tomarse todos los días dos colectivos y un tren para llegar
hasta su trabajo. Sintetiza el temperamento con que miles de personas humildes
fueron a votar contra el Frente para la Victoria.
El kirchnerismo se intoxicó de discurso y se ahogó en su
propio charco de palabras. Vidal no es peronista ni antiperonista, no es
radical, no es liberal, no es de derecha ni de izquierda. Su primera medida no
consistirá en la convocatoria a una épica grandilocuente, sino en algo más
modesto: la puesta en marcha de redes cloacales y obras hidráulicas para que no
haya más inundaciones. Así de simple. Las cloacas derrotaron al revisionismo
histórico y la ingeniería a los relatos emancipadores, o como diría el
sociólogo Eduardo Fidanza: "El Metrobus venció a la lucha de clases".
El sustantivo "gestión" suplanta al vocablo "ideología":
Vidal no quiere reducir el Estado, como propone el liberalismo, sino
gestionarlo con eficiencia. Para algunos tilingos de la progresía esto puede
resultar insignificante o banal. Pero después de tanta narrativa y cifra
adulterada, y tanta ficción marketinera, gestionar parece revolucionario. Es
una enorme paradoja que quienes vinieron a reivindicar el rol del Estado hayan
sido tan mediocres para administrar la cosa pública. Crearon una burocracia
mórbida, llena de ñoquis y militantes inútiles que marginaron a los
funcionarios de carrera. "Scioli hizo mierda la provincia", redondeó
Hebe de Bonafini, pero el fenómeno destructivo no se limita a la geografía bonaerense
ni a la responsabilidad de su aborrecido candidato presidencial. El país entero
está enfermo de verso, ineficiencia y naftalina.
Un asesor ministerial de Cristina Kirchner, con los números
en la mano, fue también escatológico pero realista: "La gente se hinchó
las pelotas del kirchnerismo". El prestigioso historiador de la
Universidad de Bolonia, Loris Zanatta, fue mucho más elegante: "El
populismo se quedó con poco pueblo". Dieciséis millones de argentinos
votaron contra el proyecto, y las citas reflejan el crudo diagnóstico que deja
el batacazo: fue la peor elección histórica del peronismo, que además perdió su
bastión, cataclismo imperdonable para la lógica de la corporación
justicialista. Más allá incluso del resultado del ballottage, este hito ya le
arrebató a Cristina su halo de reina imprescindible y amenazante. Su gran
intangible conducía a un doble comando, pero eso se lesionó gravemente al
perder la gobernación de La Plata, futuro ariete contra Scioli o Macri, y
también covacha camporista.
La Presidenta intentó hábilmente disimular este tremendo
Waterloo deslizando críticas contra el candidato que ella misma entronizó y
desprecia. Explicó además, con picardía criolla, que el triunfo de Vidal no se
debía a otra cosa que a su condición femenina, sociología muy conveniente para
la mismísima Presidenta, a quien todos los colectivos la dejan bien.
En su discurso del jueves mostró "extrañeza" por
la merma de votos, como si viviera en una isla de alucinaciones adonde nunca
llegan los efectos devastadores de la inflación, el estancamiento, el desgaste,
la corrupción, la negligencia, la inseguridad y el narcotráfico. La doctora
eligió a su sucesor, que es un conservador de manual; a su monje negro para
segundo, que es un salvavidas de plomo; al frustrado gobernador, que es un
luctuoso lenguaraz y mete miedo; al defenestrado vicegobernador, que es un
perdedor serial, y a los "pibes para la liberación", que ratificaron
su carácter piantavotos. Fiscalizó con mano férrea el discurso y la campaña, y
realizó decenas de cadenas nacionales para hacer proselitismo directo. La
derrota le pertenece por derecho propio. Probablemente cargue con ella para el
resto de su vida. Y esta evidencia, que los peronistas acusan con dramatismo,
es un naipe inesperado que tal vez modifique todo el juego. Ella ya no podrá
convertir con tanta facilidad el Calafate en Puerta de Hierro: vencida ya no es
Perón, y Scioli se aleja paradójicamente de su destino de títere. Si el dueño
de Villa La Ñata finalmente ganara el ballottage podría a partir de ahora
doblegar a Cristina con sólo acordar gobernabilidad con Macri y su robusta
coalición, que será dueña de los dos distritos más importantes de la Argentina,
de un increíble ejército de legisladores nacionales y provinciales, y de centenares
de jefes de municipios en todo el país. Irónicamente, tal vez tenga hoy más
capacidad de daño Mauricio que Cristina en ese hipotético escenario, puesto que
un triunfo del ex motonauta no podría despejar la crisis que se abrió en el
peronismo con su declinante patrona. Que el domingo dejó de ser garantía.
Un síntoma de esa decepción con la jefa fue la estruendosa
declaración del ministro de Interior y Transporte. Florencio Randazzo denunció
la responsabilidad de la Presidenta en el descalabro comicial: "Ella
eligió a Scioli y los resultados están a la vista", declaró ayer, poniendo
en palabras lo que piensan muchos dirigentes. Ya hay rebeldes a voz en cuello
en el mismo seno del gabinete nacional. Randazzo no se privó tampoco de sacarse
una foto afectuosa con Ernesto Sanz en Mendoza, otra señal de los nuevos
tiempos.
"Hubo un mensaje muy fuerte de cambio", reconoció
Gustavo Marangoni. Hasta el sciolismo deberá encarnarlo si le toca gobernar.
Esa metamorfosis comenzó hace dos años cuando el pueblo decidió cancelar la
rereelección de un cristinismo eterno. Las encuestas detectaron ese cambio de
ciclo, tan negado por la Casa Rosada; también el hecho de que si el peronismo
quería sobrevivir debía llevar una figura que representara de algún modo ese
viraje social. Como consecuencia de eso, Scioli terminó siendo inevitable, no
porque fuera un igual sino precisamente porque era un distinto. Esta vez el
kirchnerismo no pudo leer con sofisticación los signos de la historia, cuyos
vientos no controla nadie.
La situación es delicada si uno estudia el comportamiento de
la sociedad en la era democrática. Existe un patrón verificable: varias veces
los partidos parieron candidatos que disentían con el líder, encarnaban el
nuevo imperativo y se ofrecían como la alternativa de la hora. Angeloz fue el
continuador disidente de Alfonsín, así como Duhalde lo fue de Menem. Scioli se
propone ahora como el continuador disidente de Cristina. El electorado, en los
dos casos anteriores, no creyó que el disidente pudiera encarnar genuinamente
el cambio que se requería, y eligió directamente al opositor del momento, el
disidente externo. ¿Scioli será una excepción o confirmará la regla? Es difícil
saberlo, puesto que entramos en una campaña sin precedentes donde nadie tiene
asegurado nada.
Un eventual triunfo de Macri dejaría sin líderes fuertes al
justicialismo, y les permitiría a Massa y a De la Sota desplegar su ambicioso
plan: ser los Cafiero del Frente Cambiemos, referentes que le garantizan la
gobernabilidad, mientras intentan producir la segunda renovación peronista.
Mucha gente siente un aire de familia con aquel momento fundacional. Tal vez el
regreso del ochentismo sea pura quimera. Pero no deja de ser atractivo pensar
que después de un revival oscuro de
los 70, podemos encontrarnos de repente con un revival interesante de los 80, aquellos breves años en los que
logramos una democracia republicana. Esa valiosa reforma quedó inconclusa por
subestimar la economía. El gran desafío consistiría en que Cambiemos no cayera
en semejante ingenuidad: para hacer cloacas e infraestructura, y para
mejorarles la vida a los argentinos, habrá que desarmar una bomba, leer
correctamente el nuevo reclamo y no incurrir nunca más en los sucesivos errores
que nos arrasaron.
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