Por Natalio Botana |
Junto con la muerte del fiscal Nisman, la corrupción no fue
un tema predominante en el reciente debate presidencial. Debería haberlo sido,
porque de su control efectivo depende el restablecimiento de los vínculos de
confianza de la ciudadanía con la política. El asunto no es banal. Hace tiempo
que estamos dando vueltas alrededor de ciertos principios que, por ser
violentados en muchas partes, a la escala masiva del siglo XXI, no han perdido
actualidad.
Digamos de entrada que el concepto no sólo alude a corrupción
intrínseca del poder político, sino también a sectores sociales en los cuales
se manifiestan estas acciones contrarias a los derechos y garantías del régimen
democrático. Hay, por tanto, una doble corrupción y un enlace entre las dos. En
el lenguaje cotidiano, se califica al fenómeno como podredumbre, soborno,
descomposición, vicio; pero en el legado que nos brinda el pensamiento político
corrupción significa, ante todo, trastocar y alterar la forma de gobierno de
una sociedad. De este modo, en una república corrupta manda una oligarquía para
satisfacer sus fines egoístas, en lugar de respetar la libertad común.
Esto es lo que debe resolver nuestra tradición
constitucional. Más de dos siglos atrás, Madison escribió en El Federalista que
la moral ciudadana y la calidad de las instituciones al servicio de la
ciudadanía son los frenos aconsejables para combatir este flagelo. "El fin
de toda constitución política -decía- es, o debería ser, conseguir primeramente
como gobernantes a los hombres que posean mayor sabiduría para discernir y más
virtud para procurar el bien público, y, en segundo lugar, tomar las
precauciones más eficaces para mantener esa virtud mientras dure su misión
oficial".
Lección a tomar en cuenta. Es la idea, que debe traducirse
en práctica activa, de una disciplina tributaria de las instituciones del
gobierno limitado, de la representación política y de la separación de poderes.
Si los departamentos del Poder Ejecutivo se independizan de la red de controles
previstos en el ordenamiento legal, entonces la probabilidad de corrupción
aumenta. Si el gobierno, aprovechando esta circunstancia, usurpa actividades
propias de la sociedad civil con prebendas y privilegios (o se deja colonizar
por grupos oligárquicos que compran a los legisladores en el Congreso),
entonces también puede asomar la corrupción. Y del mismo modo, si el Poder
Judicial no goza de la capacidad necesaria para hacer valer su autoridad,
entonces es asimismo probable que la corrupción se cuele por otros
intersticios.
El mecanismo que aquí se describe es bien conocido, y hasta
el momento no parece que la inventiva humana haya encontrado mejor camino. Se
trata de la vigilancia recíproca entre poderes separados que cuenta con el
auxilio inapreciable de la opinión pública y de la libertad de dar a conocer lo
que se piensa sin censura previa ni acoso del gobierno en funciones. Con ello
aumenta la probabilidad de erigir una valla que detenga a los que infringen los
límites constitucionales, a los que usufructúan los privilegios de una mala
legislación y a los que, en ausencia de un efectivo control entre las
diferentes agencias del gobierno, se escudan tras los aparatos policiales y
burocráticos para lucrar, enriquecerse y, llegado el caso, matar. El reino de
lo peor, bien caracterizado por el tan citado apotegma de Lord Acton: el poder
corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente.
De aquí se desprenden, al menos, cuatro comentarios muy
actuales entre nosotros. Primero, hay un espacio que se forma entre, por un
lado, la inoperancia judicial y, por otro, la presencia en los medios de
comunicación de los escándalos de corrupción. Cuando el silencio de la
Justicia, o la ineficiencia de sus procedimientos, es simétricamente
proporcional a la intensidad mediática de esos escándalos, aumenta el
descreimiento de la ciudadanía, y con ello la erosión de los fundamentos de
legitimidad del régimen democrático.
En segundo lugar, los fenómenos de corrupción se difunden
por dos razones principales que ya había destacado una frase lapidaria de Del
espíritu de las leyes. Según apunta Montesquieu, el autor de ese libro clásico,
habría dos clases de corrupción: una, cuando el pueblo no observa las leyes; la
otra, cuando las leyes se corrompen. "Mal incurable -decía-, ya que la
corrupción está en el propio remedio." Esta advertencia parece escrita el
día de hoy porque sin duda soportamos el incumplimiento de las leyes, pero
también nos enreda una maraña de leyes, decretos, ordenanzas y reglamentos que
parecen hechos a la medida de las prácticas corruptas.
No se trata solamente de las grandes leyes; se trata
asimismo de las leyes propias de la gestión económica del Estado, de los
regímenes de empresas públicas, de los regímenes de contratos públicos y de los
regímenes de licitación de obras públicas. De nuevo, en este punto la acción de
una justicia independiente es vital porque de ella depende perseguir y castigar
a aquellos que no cumplen la ley e impugnar, llegado el caso, los vicios de
constitucionalidad intrínsecos a una legislación que se aparta del precepto
republicano de igualdad ante la ley.
Tercer comentario. Del mismo modo en que la corrupción es
descendiente directa de la descomposición del Estado, también lo es de la
descomposición de la sociedad: una sociedad escindida, con fuertes niveles de
desigualdad, es caldo de cultivo para desarrollar el crimen organizado y el
narcotráfico. Con su enorme poder económico, estos aparatos usurpan la
soberanía del Estado en territorios urbanos y ponen de manifiesto la viciosa
porosidad de las instituciones policiales y judiciales, con lo cual volvemos a
las inquietudes teóricas del principio: es preciso proseguir en la tarea de
arrancar nuestros liderazgos de las prácticas patrimonialistas que se apropian
de los recursos del Estado y los ponen al servicio de sus intereses
particulares. Si los liderazgos y la ciudadanía no entendemos este problema,
todos terminaremos acentuando la degradación de nuestro régimen democrático. A
tal objeto, son necesarios los liderazgos de reconstrucción institucional.
Desafío pues para la renovación de los partidos y de la cultura política. Y
desafío también a los contenidos éticos de la sociedad civil.
Último comentario. En cuanto a los contenidos éticos de la
sociedad civil, se advierten aspectos positivos y aspectos negativos. Por un
lado, buena noticia, la ciudadanía en América latina, de Norte a Sur, de
Guatemala a Brasil, se moviliza con la ayuda de las redes sociales en reclamo
de justicia y transparencia. Por otro lado, los sectores marginales, los que sobreviven
gracias a la protección del Estado y cuya pobreza es explotada por gobiernos
populistas, no reaccionan con tanta vehemencia; al contrario, aceptan lo que
pasa si esas necesidades básicas insatisfechas reciben alguna compensación.
Es un enmascaramiento que muestra que la corrupción de los
poderosos puede corromper al pueblo: desde el vértice se manipula a los de
abajo. De persistir, esta escisión ética puede abarcar a sectores más amplios.
En una encuesta reciente de Gallup, cinco de cada diez argentinos aseguran que
para ascender en la escala social hay que ser corrupto o haber recibido una
herencia. Atmósfera contaminada que, con renovación ética y ánimo de
reconstrucción institucional, hay que disipar.
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