Por Manuel Vicent |
Si mueres degradado por una agonía cruel es como si esa
degradación la hubieras sufrido todos los días de tu vida. Nuestro último
trance todavía está fiado al destino, que según su capricho puede otorgarte la
gracia de morir de repente o durante el sueño o mediante una bajada suave sin
dolor hacia la disolución en la ilimitada oscuridad o bien podrá ensañarse
contigo hasta el extremo de la máxima alevosía sin que nadie se atreva a
oponerse directamente a esta tragedia.
Frente a esos clérigos oscuros que se creen con autoridad
para decidir la forma en que debes salir de este mundo, hay que reivindicar la
conquista de una muerte digna como un derecho personal e inalienable.
Hoy la gente comienza a dividirse entre los que son capaces
de elegir su propio final y los que no pueden o no se atreven a hacerlo. Nadie
merece una agonía cruel por muy vulgar, conflictiva y sin sentido que haya sido
su vida.
Llegas por mero azar a este perro mundo donde te obligan a
danzar al son de una orquesta borracha, que siempre tocan otros. Realmente a lo
largo de la vida, salvo algunos privilegiados, el común de los mortales no ha
hecho otra cosa que obedecer, luchar por sobrevivir, afrontar toda clase de
adversidades y consolarse, tal vez, mirando las estrellas sin entender por qué
están ahí y a la hora del postre, como regalo, la suerte te reserva todavía la
humillación de una agonía larga, encarnizada y degradante.
¿Cómo no rebelarse? Si nadie te ha pedido permiso para
forzarte a bailar esta conga, tampoco nadie tiene derecho a decidir por ti la
manera de abandonar la pista.
La razón ha permitido a la ciencia descubrir agua en Marte y
llegar hasta el fondo de la materia oscura, pero no ha sido capaz de conquistar
la última frontera de una muerte digna sin dolor cuya llave está en manos
todavía de unos fanáticos carniceros moralistas.
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