Por Arturo Pérez-Reverte |
Desde la terraza alta del restaurante Elettra, en Porto
Vénere, el golfo de La Spezia se ve azul y la bahía está punteada de barcos
blancos fondeados al resguardo de la isla. Acabo de despachar una ración doble
de espaguetis con botarga y le sirvo a mi editora Giovanna Cantón lo que queda
del Tignanello con el que hemos acompañado la comida, cuando ésta me dice que
desea subir al cementerio, situado sobre el pueblo, para visitar la tumba de
Walter Bonatti y Rossana Podestá, que fueron grandes amigos suyos.
Decido
acompañarla, y no sólo por cortesía; conozco bien la doble historia que acaba
en esa tumba al borde de un acantilado, sobre el Mediterráneo. Walter Bonatti,
el más guapo e intrépido de los montañeros italianos, fue uno de mis ídolos de
infancia, y en su momento seguí su ascensión en solitario al Cervino como una
hazaña casi familiar. Rossana Podestá encarnó en el cine a Helena de Troya, la
mujer -eso decía el cartel publicitario de la época, que recuerdo como si lo
estuviera leyendo ahora- cuya belleza lanzó mil barcos al mar y suscitó diez
años de guerra. Así que subo con mi editora por las empinadas escaleras que
llevan al pueblo viejo y al cementerio marino.
Mientras remontamos peldaño tras peldaño -Giovanna es
montañera entrenada, y a veces me cuesta seguirla- recuerdo cómo Walter y
Rossana llegaron hasta aquí. Cómo empezó todo. Walter era apuesto y valiente,
un auténtico héroe italiano. La Podestá era una actriz bellísima y famosa hasta
el punto de ser portada de la revista norteamericana Playboy, aunque ya estaba empezando el declive en su carrera; y en
1981, durante una entrevista, al preguntarle con qué hombre iría a una isla
desierta, ella respondió de modo espontáneo «Con Walter Bonatti», aunque no lo
había visto personalmente en su vida. El montañero -que acababa de divorciarse-
leyó la entrevista y escribió a Rossana, muy divertido, ofreciéndose a llevarla
a una isla desierta o a donde ella quisiera ir. Tengo la maleta lista, dijo. A
ella le hizo gracia. Quedaron citados en Roma, para conocerse, en la escalinata
del Ara Coeli, frente a la plaza Venezia. Rossana se presentó a la hora
convenida, pero Walter no apareció. En aquel tiempo no había teléfonos móviles,
y ella aguardó mucho tiempo, nerviosa al principio, inquieta luego, furiosa al
fin. Estúpido e informal mascalzone,
pensó. Me ha dejado plantada. Así que decidió marcharse.
Bajaba Rossana la escalinata del Vittoriano cuando reconoció
a Walter, de lejos. Había aparcado su coche en un lugar donde sólo podía
hacerlo el presidente de la república y discutía con un guardia empeñado en
multarlo y en llevarse de allí el coche con una grúa, mientras Walter intentaba
convencerlo, con bronca muy a la italiana, de que, por su madre, no le
estropeara la cita con la mujer más bella del mundo. Parecía una escena de Il vigile, pensó Rossana, y para
completarla sólo faltaba Alberto Sordi haciendo el papel de guardia. Entonces
ella se acercó, sonrió al agente -que se tornó en estado líquido- y le dijo a
Walter: «Menudo explorador estás hecho, incapaz de encontrarme en Roma delante
del Ara Coeli». Se miraron a los ojos, y diez minutos después estaban
conversando tumbados en el césped del Campidoglio. Ya no se separaron nunca.
Walter y Rossana vivieron juntos treinta años. Él murió en
2011 y ella lo siguió dos años más tarde. Fueron enterrados frente al mar, en
Porto Vénere -el puerto de Venus, la diosa que concedió a Paris el amor de la
griega Helena-, en una sencilla tumba familiar de mármol negro con una cruz,
junto a la que ahora me detengo mientras Giovanna, emocionada, calla durante un
largo rato. El cementerio está a mucha altura sobre el mar de Liguria, al borde
mismo del acantilado, y el viento hace batir con fuerza las olas abajo, en las
rocas. Bajo las placas con sus nombres, montañeros venidos de todo el mundo ha
ido depositando piedrecitas de las más altas cumbres, que trajeron para honrar
la memoria del hombre que aquí yace después de haberlas pisado todas. También
hay piedras para Rossana; bajo la placa con su nombre veo un montoncito más
discreto, más pequeño, pero igualmente conmovedor. Yo no escalo montañas y nada
traigo en los bolsillos, así que me limito a apoyar un instante mi mano en el
mármol bajo el que descansan ambos. Sobre su hermosa historia. Sobre el lugar
donde Helena de Troya, envuelta en el sueño eterno del amor, el valor y la
belleza, descansa junto a un hombre mejor que el que la llevó a la ciudad
legendaria de Homero, al otro extremo, a la orilla más lejana de este viejo
Mediterráneo.
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