Por Guillermo Piro |
Es agradable pensar que una obsesión es compartida por
muchos. De hecho, veo a mucha gente interesada en precisar en qué momento el
universo tuvo inicio. Es un interés similar, aunque reconozco que me preocupan
cosas más pedestres. Por ejemplo, ¿en qué momento se le apareció a Pasolini la
idea de Petróleo? ¿En qué preciso momento se le ocurrió a Cervantes la del
Quijote? ¿Y a Joyce la del peregrinaje de Leopold Bloom?
Y no me vengan con
esos proyectos que se gestan a lo largo de una vida. Estoy de acuerdo, sí, se
gestan a lo largo de una vida, pero hay un instante antes del cual algo no
estaba y después del cual empezó a estar. Uno recuerda esos instantes, esas
cosas no se olvidan, y eso sin que se nos hayan ocurrido ideas como la de
Petróleo, el Quijote o el Ulises. No hace falta en realidad que el surgimiento
de una idea se corresponda con una gran idea. Ni siquiera con una buena idea.
Sino de una idea importante para nosotros. Es decir que nosotros creemos
grande. Aunque no lo sea.
La trilogía alemana, de Louis-Ferdinand Céline (De un
castillo a otro, Norte y Rigodón), da cuenta de muchas cosas, pero entre esas
cosas está eso de lo que hablo: la obsesión por discernir el nacimiento de
algo, esa capacidad y esa lucidez que permiten a alguien decir de pronto, en
voz baja pero hablando para sí: “Aquí surge algo”. En la trilogía, Céline
cuenta su huida, acompañado de su gato, Bebert; de su esposa, Lucette Almanzor,
y del actor Robert Le Vigan a través de Alemania, al final de la Segunda Guerra
Mundial, hacia Dinamarca. Céline tenía entonces 51 años (mal llevados: en la
Primera Guerra había sido gravemente herido, lo que lo dejó con un brazo casi
inutilizado, zumbidos en el oído y dolores de cabeza que lo perseguirían
durante toda la vida), y en un momento describe su llegada en tren a una
estación. La descripción de la llegada no es ni más ni menos banal que
cualquier otra llegada a cualquier estación (si hay algo que en el mundo se
parecen unas a otras son las estaciones de trenes), pero Céline registra algo,
y la narración de ese algo se volvió particularmente importante para mí
justamente porque parecía prestarle atención a aquello que a mí me obsesiona:
el instante. Céline baja del tren llevando en su morral al gato, ayuda a su
mujer a bajar del tren (para entonces Le Vigan ya los ha abandonado, cambiando
de rumbo hacia la Argentina, más precisamente Tandil, donde terminó sus días).
Céline ataja sus bártulos y comienza a caminar, y entonces busca con la mirada
el gran reloj de la estación (todas las estaciones de trenes tienen un gran
reloj. O deberían tenerlo), lo encuentra y dice: “El 28 de septiembre de 1945,
a las seis y veinte de la tarde, necesité por primera vez un bastón”.
Señores, yo a eso llamo discernir con claridad cuándo
comienzan las cosas.
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