Cristina Kirchner
ninguneó a Scioli y con su discurso
lo condenó a la subordinación.
Por Roberto García |
Habló Cristina y mandó parar. Como el comandante. O como la
leyenda del comandante. Mandó parar la violenta disidencia de su propio
espacio, el enfrentamiento siniestro de su gente afín, la razón por la cual
quizás los ciudadanos rechazaron en las urnas el proyecto oficialista el último
domingo. No ignora que se votó, en parte, contra una guerra anunciada y entre
los mismos presuntos compañeros.
Como en el ’83, tiempos en que se atribuyó el
Warterloo peronista al nulo carisma de Luder o al cajón incendiado de Herminio
Iglesias, cuando la voluntad popular ya se expresaba contra la intolerancia
antropófaga del mismo PJ, comiéndose entre ellos, denunciándose, con operativos
que fabricaban sus propias usinas, anticipando un futuro encarnizado en el caso
de que ganaran. El electorado entonces huyó de esa alternativa.
Ahora pareció repetirse la historia, ninguneando los
cristinistas al candidato propio o fagocitándose los sciolistas a su postulante
en la provincia de Buenos Aires, ya que ni Aníbal Fernández cree que las
desdorosas imputaciones en su contra hayan provenido de la oposición (¿algún
día confirmará los nombres que ya difundió más de un periodista?). De ahí que
el singular fenómeno de María Eugenia Vidal hoy sea comparable al de Alejandro
Armendáriz, ayer, otro impensado ganador bonaerense.
Mandó parar Cristina el cabaret oficialista desatado luego
de los comicios (con un Alberto Samid más racional que Carta Abierta, “a todos
ellos juntos les gano al ajedrez”, diría el matarife) en medio de la exaltación
centroamericana de su fanatizado público, al que pidió superar diferencias con
el vicario designado, olvidando que había estimulado esa discordia a través de
sus más dilectos personeros.
Otra grieta en su historia, obvio, casi una coleccionista de
litigios. Típico de su naturaleza egocéntrica, lo reconoció en el mensaje sin
psicólogo intermediario (“podré ser soberbia, demasiado pagada de mí misma”),
en el que dijo que iba al ballottage como si fuera Ella y no Daniel Scioli el
protagonista del futuro 22 de noviembre. Desterraba, cree, el plausible
imaginario de que el aspirante se podría bajar del duelo por obra de las
encuestas desfavorables, la falta de interés de intendentes y punteros con
trabajo asegurado y hasta, como ocurrió con Carlos Menem ante Néstor Kirchner,
por una eventual rendición al pedido de gobernadores peronistas que no desean
acompañar el fracaso. Prometió que su candidato invisible, al que jamás nombró,
hará lo que Ella decida ahora y, luego, si es mandatario, también. Destino poco
halagador para un presidente.
Se ha convencido la dama de ese poder en su caracterización
de la Madrina –en el sentido Puzo del término–, tanto que le advirtió más a
Scioli que a Mauricio Macri que si él llegara a triunfar, vivirá con una
granada en la oreja (Carlos Zannini, las huestes de La Cámpora, su multitud de
gueto en la Rosada) por si se le ocurre pestañear frente a la receta
establecida. No le permite ni una mínima desobediencia, castigará el menor acto
de autonomía, como el atrevimiento de anunciar sin consultarla el 82% para los
jubilados que Ella vetó en su momento y que, seriamente, nadie sabe cómo podría
pagarse sin reventar el Presupuesto. Mandó parar a su gente, es cierto, pero en
la incontinencia confirmó la razón del voto de quienes la rechazaron el domingo
por tres razones al menos: 1) vaticina una masacre intestina de la política si
triunfa Scioli, 2) ratifica que el candidato se someterá a su tutela perenne y
3) confiesa la imposición de un cautiverio dorado, formal y sufriente, para ese
heredero innominado al que pretende transferir el mandato presidencial por
cuatro años. Joya, siempre taxi.
Ni una responsabilidad asumió ante la pérdida de votos, ya
manifiesta cuando un intendente sin volumen territorial (Sergio Massa) hace dos
años le clausuró la reelección y ahora, haciendo de soporte de Macri –con quien
algún tipo de entendimiento realizó con anterioridad (¿a través de Diego
Santilli u otros espontáneos acuerdistas?)–, impidió un traslado de votos que
hubieran consagrado el advenimiento de Scioli. Tampoco aludió a su amateur
capacidad para elegir y suprimir candidatos (encumbrar a Aníbal Fernández,
postergar a Florencio Randazzo) y, mucho menos, a su egoísta estrategia de
amputarle fondos al gobernador bonaerense y distribuirlos en intendencias
adictas, idea con la que alguna vez amagó Menem –de ahí su confrontación con
Eduardo Duhalde– y por último desarrolló con perseverancia Néstor Kirchner.
Inexplicable tozudez: ahogó a quien luego nominó como sucesor, lo obligó a
tomar prestado y aumentar impuestos para pagar sueldos y gastos fijos, mientras
Macri hacía lo mismo pero derivando recursos para realizar obras.
Destrato. A estos
números demoledores que pocos miran les añadió una enciclopedia de malos tratos
o de ningún trato desde la noche que se escandalizó en el Abasto –en el primer
festejo por la llegada de su marido al poder– con los artistas que rodeaban a
Scioli, los Pimpinela entre ellos, que excedían su estética. Un absurdo en sus
cánones: luego terminó invocando la cumbia villera, que deleita a su hijo
Máximo. Durante más de diez años, mientras utilizaba para cualquier tarea que
le rindiera al incombustible Scioli (de llevarlo a la gobernación a obligarlo a
denostar la protesta del campo: “Con la comida no se jode”), promovió todo tipo
de persecución a su socio y familia, le cuestionó decisiones y ministros, lo
redujo y por supuesto nunca lo incluyó en el “proyecto” que dice defender.
Una patética
conducta. Hasta último momento, hace poco, cuando en una reunión en la cual
un entusiasta alabó al hermano de Daniel, Nicolás (hijo de la segunda esposa
del padre), considerando en broma que era el mejor de los tres. Ella completó
sarcástica: estoy de acuerdo, es medio Scioli.
Como se sabe, Freud consideraba el humor como el ahorro de
afectos penosos.
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