sábado, 31 de octubre de 2015

La Madrina

Cristina Kirchner ninguneó a Scioli y con su discurso 
lo condenó a la subordinación.

Por Roberto García
Habló Cristina y mandó parar. Como el comandante. O como la leyenda del comandante. Mandó parar la violenta disidencia de su propio espacio, el enfrentamiento siniestro de su gente afín, la razón por la cual quizás los ciudadanos rechazaron en las urnas el proyecto oficialista el último domingo. No ignora que se votó, en parte, contra una guerra anunciada y entre los mismos presuntos compañeros. 

Como en el ’83, tiempos en que se atribuyó el Warterloo peronista al nulo carisma de Luder o al cajón incendiado de Herminio Iglesias, cuando la voluntad popular ya se expresaba contra la intolerancia antropófaga del mismo PJ, comiéndose entre ellos, denunciándose, con operativos que fabricaban sus propias usinas, anticipando un futuro encarnizado en el caso de que ganaran. El electorado entonces huyó de esa alternativa.

Ahora pareció repetirse la historia, ninguneando los cristinistas al candidato propio o fagocitándose los sciolistas a su postulante en la provincia de Buenos Aires, ya que ni Aníbal Fernández cree que las desdorosas imputaciones en su contra hayan provenido de la oposición (¿algún día confirmará los nombres que ya difundió más de un periodista?). De ahí que el singular fenómeno de María Eugenia Vidal hoy sea comparable al de Alejandro Armendáriz, ayer, otro impensado ganador bonaerense.

Mandó parar Cristina el cabaret oficialista desatado luego de los comicios (con un Alberto Samid más racional que Carta Abierta, “a todos ellos juntos les gano al ajedrez”, diría el matarife) en medio de la exaltación centroamericana de su fanatizado público, al que pidió superar diferencias con el vicario designado, olvidando que había estimulado esa discordia a través de sus más dilectos personeros.

Otra grieta en su historia, obvio, casi una coleccionista de litigios. Típico de su naturaleza egocéntrica, lo reconoció en el mensaje sin psicólogo intermediario (“podré ser soberbia, demasiado pagada de mí misma”), en el que dijo que iba al ballottage como si fuera Ella y no Daniel Scioli el protagonista del futuro 22 de noviembre. Desterraba, cree, el plausible imaginario de que el aspirante se podría bajar del duelo por obra de las encuestas desfavorables, la falta de interés de intendentes y punteros con trabajo asegurado y hasta, como ocurrió con Carlos Menem ante Néstor Kirchner, por una eventual rendición al pedido de gobernadores peronistas que no desean acompañar el fracaso. Prometió que su candidato invisible, al que jamás nombró, hará lo que Ella decida ahora y, luego, si es mandatario, también. Destino poco halagador para un presidente.

Se ha convencido la dama de ese poder en su caracterización de la Madrina –en el sentido Puzo del término–, tanto que le advirtió más a Scioli que a Mauricio Macri que si él llegara a triunfar, vivirá con una granada en la oreja (Carlos Zannini, las huestes de La Cámpora, su multitud de gueto en la Rosada) por si se le ocurre pestañear frente a la receta establecida. No le permite ni una mínima desobediencia, castigará el menor acto de autonomía, como el atrevimiento de anunciar sin consultarla el 82% para los jubilados que Ella vetó en su momento y que, seriamente, nadie sabe cómo podría pagarse sin reventar el Presupuesto. Mandó parar a su gente, es cierto, pero en la incontinencia confirmó la razón del voto de quienes la rechazaron el domingo por tres razones al menos: 1) vaticina una masacre intestina de la política si triunfa Scioli, 2) ratifica que el candidato se someterá a su tutela perenne y 3) confiesa la imposición de un cautiverio dorado, formal y sufriente, para ese heredero innominado al que pretende transferir el mandato presidencial por cuatro años. Joya, siempre taxi.

Ni una responsabilidad asumió ante la pérdida de votos, ya manifiesta cuando un intendente sin volumen territorial (Sergio Massa) hace dos años le clausuró la reelección y ahora, haciendo de soporte de Macri –con quien algún tipo de entendimiento realizó con anterioridad (¿a través de Diego Santilli u otros espontáneos acuerdistas?)–, impidió un traslado de votos que hubieran consagrado el advenimiento de Scioli. Tampoco aludió a su amateur capacidad para elegir y suprimir candidatos (encumbrar a Aníbal Fernández, postergar a Florencio Randazzo) y, mucho menos, a su egoísta estrategia de amputarle fondos al gobernador bonaerense y distribuirlos en intendencias adictas, idea con la que alguna vez amagó Menem –de ahí su confrontación con Eduardo Duhalde– y por último desarrolló con perseverancia Néstor Kirchner. Inexplicable tozudez: ahogó a quien luego nominó como sucesor, lo obligó a tomar prestado y aumentar impuestos para pagar sueldos y gastos fijos, mientras Macri hacía lo mismo pero derivando recursos para realizar obras.

Destrato. A estos números demoledores que pocos miran les añadió una enciclopedia de malos tratos o de ningún trato desde la noche que se escandalizó en el Abasto –en el primer festejo por la llegada de su marido al poder– con los artistas que rodeaban a Scioli, los Pimpinela entre ellos, que excedían su estética. Un absurdo en sus cánones: luego terminó invocando la cumbia villera, que deleita a su hijo Máximo. Durante más de diez años, mientras utilizaba para cualquier tarea que le rindiera al incombustible Scioli (de llevarlo a la gobernación a obligarlo a denostar la protesta del campo: “Con la comida no se jode”), promovió todo tipo de persecución a su socio y familia, le cuestionó decisiones y ministros, lo redujo y por supuesto nunca lo incluyó en el “proyecto” que dice defender.

Una patética conducta. Hasta último momento, hace poco, cuando en una reunión en la cual un entusiasta alabó al hermano de Daniel, Nicolás (hijo de la segunda esposa del padre), considerando en broma que era el mejor de los tres. Ella completó sarcástica: estoy de acuerdo, es medio Scioli.

Como se sabe, Freud consideraba el humor como el ahorro de afectos penosos.

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