Por James Neilson |
Desde el punto de vista del Vaticano, la gira de Francisco
por Cuba y Estados Unidos fue una procesión triunfal. En todos lados le
aguardaron multitudes deseosas de aplaudirlo, mientras que sus homilías
impresionaron tanto a sus admiradores que los más embelesados no vacilaron en
declararlo el líder moral del género humano. De ser así, estamos en problemas.
Es tan grande la brecha que separa el mundo benigno de Jorge Bergoglio de aquel
que nos ha tocado que su influencia real es virtualmente nula. Sería sin duda
positivo que, luego de manifestar su viva aprobación de las palabras papales,
los dirigentes políticos y empresarios más ricos optaran por actuar como
dechados de generosidad, tolerancia y buena voluntad, pero todos tienen sus
propios motivos para continuar como antes.
Cuando de relaciones públicas se trata, el Papa es un
experto consumado. Sabe congraciarse con la gente, asegurándole, entre otras
cosas alentadoras, que “los jóvenes son portadores de esperanza” que comparten
el amor que él mismo siente por “la belleza, la bondad y la verdad” y que por
lo tanto ayudarán a hacer del mundo un lugar decididamente mejor. También nos
informa que “Dios llora por los abusos sexuales a niños” cometidos por curas
pedófilos pero, mal que le pese, los escándalos escabrosos que han
protagonizado a través de los años miembros del clero, sin excluir a algunos
arzobispos, seguirán privando a la Iglesia Católica de su autoridad moral y, en
América del Norte, de muchísimo dinero.
Si bien el Papa se dice en contra de “las ideologías”, tiene
la suya: no es el catolicismo tradicional sino una versión un poquito menos
utópica de la resumida en la canción “Imagine” de John Lennon con la que
Shakira lo entretuvo en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Sería de
suponer que a esta altura entiende muy bien que el desafío principal que
enfrenta tanto la Iglesia Católica como la cristiandad en su conjunto procede,
una vez más, del islam militante, que en Siria, Irak y otros países está
llevándose a cabo el genocidio de los últimos sobrevivientes de comunidades que
se formaron hace casi dos mil años, y que hubiera aprovechado las oportunidades
brindadas por el Congreso estadounidense y las Naciones Unidas para movilizar
al mundo en contra de los asesinos. ¿Es lo que hizo? Claro que no. Es verdad
que se permitió amonestar a quienes “tratan de utilizar la religión como
pretexto para el odio y la brutalidad”, pero, como ya es habitual entre los
presuntos líderes occidentales, prefirió limitarse a generalidades por miedo a
ser acusado del pecado imperdonable de “islamofobia”. Asimismo, al regresar a
casa, se afirmó en contra del bombardeo de los reductos del Estado Islámico en
Siria ya que significaría “muerte, sangre” y “hay que evitar tales cosas”.
Dicho de otro modo, a los cristianos que corren peligro de
morir a manos de los fanáticos, les sería inútil seguir esperando que el “líder
moral” del mundo ayudara a protegerlos. En cambio, sí podrán contar con su
respaldo los millones de musulmanes que quieren trasladarse a Europa; Francisco
quiere que todos les abran las puertas de sus casas. Por raro que parezca, el
Papa habla como si compartiera con los progresistas europeos laicos la
convicción de que los credos religiosos carecen de importancia, ya que no
incidirán en la conducta de nadie, y que por lo tanto sería reaccionario
privilegiar a los adherentes de uno en desmedro de otros. Su actitud frente a
la tragedia que está desarrollándose en el Oriente Medio ante los ojos de
millones de televidentes se asemeja a aquella de los pacifistas británicos y
franceses de los años treinta del siglo pasado; de no haber sido por su
“idealismo” narcisista, las democracias pudieron haber frenado a Adolf Hitler
bien antes del estallido la Segunda Guerra Mundial. Lo entienda o no el ex
arzobispo de Buenos Aires, en ciertas circunstancias el apego de los
biempensantes a la paz puede costar más vidas que el belicismo más desaforado;
si no lo cree, que pregunte a sus correligionarios en Siria.
La popularidad de Francisco se debe en buena medida a su
voluntad de simplificar absolutamente todo. No le gusta para nada el
consumismo, lo que por razones estéticas y, podría decirse, espirituales es
perfectamente legítimo, pero no se le ha ocurrido pensar en lo que sucedería si
la mayoría, debidamente impresionada por sus sermones, decidiera dejar de
comprar cosas que no necesita. En tal caso, la economía mundial se precipitaría
en una depresión profunda. Las consecuencias serían calamitosas; centenares de
millones morirían de hambre. A juicio de Francisco y de muchos otros, el
capitalismo liberal es malísimo, pero todas las alternativas que se han
ensayado han sido llamativamente peores. Aunque es factible que los esquemas
que merecerían la aprobación papal fueran adecuados para un mundo con menos
habitantes que el actual, el Vaticano se opone con firmeza a cualquier intento
de reducir la natalidad en África o las partes menos desarrolladas de Asia. ¿Le
preocupa la contradicción así supuesta? Es poco probable.
Además de militar en contra del único sistema económico que
sirve para producir en cantidades suficientes los bienes necesarios para que en
los países más avanzados casi todos puedan disfrutar de un nivel de bienestar
que hubiera motivado la envidia de los plutócratas de hace apenas un par de
siglos, Bergoglio se ha hecho partidario de otra causa que está en boga; quiere
luchar contra el cambio climático. Que el clima esté cambiando está fuera de
discusión –siempre lo ha hecho–, pero ello no significa que sea razonable
confiar en que sería fácil obligarlo a adaptarse a las exigencias humanas. Con
todo, el pontífice sacó provecho del tema al pedir ante la ONU que se ponga fin
al “irresponsable desgobierno de la economía mundial” para defender lo que aún
queda de “la biodiversidad”, una propuesta que supondría una especie de
dictadura planetaria que castigaría a los guiados “sólo por la ambición de
lucro y poder”. De intentarse algo así, los resultados concretos no serían los
previstos por Francisco; los más perjudicados por una eventual decisión de
permitir que funcionarios de la ONU tomaran control de la economía mundial no
serían los ricachones que tanto odia sino los ya muy pobres.
En Cuba, el Papa se negó a reunirse con los disidentes.
Estaba demasiado ocupado charlando con Fidel Castro y su hermano menor, Raúl,
para perder el tiempo escuchando las quejas de quienes quisieran que su país
fuera una democracia en que se respeten los derechos humanos. Para justificar
la omisión, el “Papa del pueblo” aseveró que también había rehusado otorgar una
audiencia a un “jefe de Estado”, lo que pudo tomarse por una alusión a Cristina
que, vaya casualidad, estaba en la isla justo cuando daba su respaldo moral a
la dictadura favorita de los progres latinoamericanos.
Aunque en Estados Unidos Francisco se permitió intervenir en
los debates que están dándose en torno de temas como la pena capital, la
inmigración y, desde luego, los horrores del capitalismo liberal, en Cuba se
manifestó fiel al viejo principio de “cuius regio, eius religio”, conforme al
cual le corresponde al régimen de turno elegir el culto, en su caso el
marxismo-leninismo tropical, de quienes viven en el territorio que domina. Se entiende; de haberse celebrado un
encuentro con los disidentes, los Castro se las hubieran arreglado para hacer
la vida más difícil a los clérigos católicos locales. Al fin y al cabo, ¿no
sería absurdo suponer que el Sumo Pontífice siente cierta simpatía por una
dictadura atea, por anticapitalista que fuera?
De todos modos, ni la resistencia del Papa a arriesgarse
hablando con disidentes cubanos ni su voluntad de asumir en Estados Unidos
posturas que molestan al grueso de los norteamericanos parecen haber hecho
mella en su popularidad. Si bien, después de escucharlo, pocos habrán
modificado en un ápice su conducta o sus creencias personales, a muchos les
resulta muy atractiva la idea de que, lejos de ser un político del montón,
Francisco sea una especie de emisario de una esfera más elevada. El liderazgo
espiritual o moral que le atribuyen no se debe a su eventual capacidad para
cambiar el mundo sino más bien a su impotencia.
Por ser tantos aquellos que, por un motivo u otro, se
sienten decepcionados, cuando no asustados, por lo que está aconteciendo en
diversas partes del planeta, un dignatario como él puede hablar en nombre de
quienes protestan contra una realidad que, por razones comprensibles,
encuentran deprimente. Gracias no sólo a la abundancia material posibilitada
por las sucesivas revoluciones capitalistas sino también por expectativas
impulsadas por las comunicaciones electrónicas en un mundo mediáticamente
globalizado, son cada vez más los convencidos de que merecen una vida mejor
pero que algo –el sistema económico imperante, la codicia de financistas
inescrupulosos, la falta de imaginación de los políticos profesionales, el racismo–
les impide gozar de sus derechos naturales. Como se han dado cuenta otras
celebridades cuyas opiniones acerca de temas polémicos suelen difundirse
enseguida por el mundo entero, para erigirse en un líder moral basta con
estimular y legitimar tales sentimientos, contribuyendo así al malestar
rencoroso que, de intensificarse mucho más, terminará provocando estallidos sociales
en escala planetaria.
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