"La sabiduría consiste en amar la vida"
André Comte-Sponville: "La filosofía no enseña a esperar un poco menos y a actuar, y a amar un poco más. Porque, en el fondo, la esencia del hombre es el deseo". |
Por Gabriel Arnaiz
André Comte-Sponville es un seductor. Le entrevisto en
Madrid, aprovechando la presentación de su último libro, Ni el sexo ni la muerte. Con su atuendo impecable, su exquisita educación
y esa pasión que transmite al hablar, es capaz de hacerte creer que lo que
trata contigo en ese momento es lo más importante del mundo.
Este antiguo
profesor de la Sorbona sabe que tiene que seducir a su interlocutor y pone todo
su empeño en conseguir que su oyente o su lector amen la filosofía como él la
vive: como un instrumento que nos ayuda a vivir mejor y que nos hace la vida
más llevadera. No me extraña que los que no son filósofos (especialmente si son
mujeres) caigan rendidos ante sus argumentos: es imposible resistirse.
-¿Por qué tendríamos
que filosofar?
-No se trata de un deber moral, sino de una necesidad. La
vida es tan difícil que tenemos necesidad de utilizar nuestra inteligencia para
vivir un poco mejor. A fin de cuentas, ¿qué es la filosofía? Es el esfuerzo por
pensar. Pensar mejor para vivir mejor. Y por eso tenemos necesidad de
filosofar. Alain decía: “Lo contrario de la sabiduría es exactamente la
estupidez”. O dicho de otra forma, el amor a la sabiduría (la filosofía)
consiste en intentar vivir de manera un poco menos estúpida, un poco más
inteligente para ser más felices. Uno se convierte en filósofo porque se
descubre más dotado para el pensamiento que para la vida. Cuando esto sucede,
normal que uno ponga su pensamiento al servicio de su dificultad para vivir.
-¿Y cómo puede la
filosofía ayudarnos a vivir mejor?
-En primer lugar, tomando distancia frente a nuestro pequeño
yo. Se trata de intentar pensar la verdad. La verdad no es un sujeto, no eres
tú, no soy yo. El pensamiento verdadero (o parcialmente verdadero) es una
especie de descentramiento respecto al yo. Y es también una lección de lucidez:
creo que somos infelices porque le pedimos a la vida cosas que no puede
proporcionarnos. Y luego está la tendencia espontánea de reprocharle que no
satisfaga nuestras esperanzas. La vida no es lo que nos gustaría que fuese. Si
la filosofía nos enseña algo es que, si la vida no se corresponde con nuestras
esperanzas, no es por culpa de la vida, sino de lo infundado de nuestras expectativas.
La filosofía nos enseña a esperar un poco menos y a actuar, y a amar, un poco
más. Porque, en el fondo, la esencia del hombre es el deseo.
-¿Y qué podemos hacer
con ese deseo?
-Depende. Hay tres formas de deseo: la esperanza, la
voluntad y el amor. ¿Qué diferencia existe entre la esperanza y la voluntad?
Que la esperanza es un deseo cuya satisfacción no depende de nosotros (como
decían los estoicos), mientras que la voluntad sí. Se comprende que hay más
felicidad en el hecho de desear lo que depende de nosotros y hacerlo (porque
querer es actuar) que en desear lo que no depende de nosotros, que solo nos
lleva a esperar y a temer. Como dice Spinoza, “no hay esperanza sin temor, ni
temor sin esperanza”. La clave está en desear lo que uno hace y en hacer lo que
uno desea. Es lo que yo llamo la felicidad en acto. En el fondo, se trata de
esperar un poco menos y actuar un poco más. Entre la esperanza y el amor la
diferencia es que la primera es un deseo que se dirige a lo que no existe, a lo
irreal, mientras que el amor es un deseo que se dirige a lo que existe, a lo
real. Se espera solo lo irreal, pero se ama lo real. Es fácil comprender que
hay más felicidad en desear lo que existe (es decir, en amar) que en desear lo
que no existe (es decir, en esperar y, por lo tanto, en temer). No se trata de
prohibir la esperanza, sino de aprender a actuar y a amar. Aprender a actuar es
el mensaje del estoicismo, que es una sabiduría de la acción. Aprender a amar
es el mensaje del epicureísmo, de Spinoza y se podría decir que también de los
evangelios. Ahí están las dos raíces de la sabiduría de Occidente (que en
Oriente serían el taoísmo y el budismo). Esperar un poco menos, actuar y amar
un poco más: eso es lo que la filosofía nos ayuda a comprender y finalmente a
practicar.
-En su último libro
usted distingue tres tipos de amor. ¿Podría explicarnos la diferencia entre
cada uno de ellos?
-Desde el Pequeño tratado de las grandes virtudes tengo la
costumbre de distinguir entre tres tipos de amor, que designo con los tres
nombres griegos que los antiguos dieron a estos tres amores: eros, la pasión
amorosa; philia, la alegría de amar, que normalmente se traduce por amistad; y
finalmente agape, el amor de caridad o amor al prójimo. La pasión amorosa es el
amor según Platón, tal como lo cuenta en El banquete. Como él dice, el amor es
deseo y el deseo es lo que falta. Estar enamorado significa descubrir que
alguien nos falta terriblemente, que ya no podemos vivir sin esa persona. Y se
intenta seducirla. Eso puede suceder o no. Si no sucede, la falta continúa y
aparece el “mal de amores”. Si al final se consigue seducir a esa persona,
podrán vivir juntos, tener hijos... A fuerza de compartir cama y vida todos los
días, la persona que faltaba cada vez falta menos. Si el amor surge como deseo
de lo que falta, al vivir juntos, ya no hay falta, y tampoco amor. Conclusión:
la vida en pareja acaba con la pasión amorosa. Es verdad que lo que uno quiere
a los 16 años es la pasión amorosa, pero no hay ni un solo filósofo que diga
que eso es posible. Es preciso decir la verdad: si amas la pasión amorosa, no
vivas en pareja. ¡Para que una pareja pudiese durar años tendrían que verse una
vez al mes!
-¿Acaso no hay
parejas felices?
-La experiencia nos dice que sí. Pero si esta pareja feliz
existe no es porque haya encontrado el secreto para que la pasión amorosa dure
indefinidamente, sino porque ha inventado (o reinventado) otra forma de amar.
Ya no será eros, sino philia, amistad. Ya no es el amor según Platón, es el
amor según Aristóteles: “Amar es alegrarse”. No es el amor como falta, sino el
amor como alegría. Spinoza dirá que “el amor es una alegría que acompaña la
idea de una causa exterior”. Es eso lo que os hace feliz ahora: la existencia
gozosa. Es mejor alegrarse que padecer la ausencia. No se trata de menos amor,
sino de más. Es lo que yo llamo el amor-acción. Si pregunto: ¿quién es tu mejor
amigo? Es la persona que mejor te conoce y te quiere, la persona a la que más
quieres y que mejor conoces. En mi caso, la mujer que comparte su vida conmigo.
Ninguna otra persona me concede el honor de vivir conmigo todos los días. La persona
que mejor conozco y que más quiero, con la única excepción de mis hijos, es
esta mujer que comparte lecho conmigo. Si alguien dice que, después de 20 años,
sigue amando a su mujer igual que al principio, miente. Amar no es echar en
falta a alguien, amar es alegrarse por la existencia del otro, por la presencia
del otro. Imagine que alguien tiene una pareja desde hace mucho tiempo y le
dice: “Cariño, hace 15 años que vivimos juntos y sigo enamorado de ti como el
primer día”. Es bonito, pero falso. Es una mentira piadosa. La mentira, incluso
la piadosa, es siempre inquietante. Por favor: en el próximo San Valentín,
díganle a sus parejas: “Cariño, hace 16 años que vivimos juntos. Y en todo este
tiempo, la principal causa de alegría en mi vida es que tú existes”. Es una
declaración de amor posiblemente cierta y conmovedora. Cualquier chaval de 15
años puede enamorarse, eso puede hacerlo cualquier idiota. Es fácil amar lo que
a uno le falta, pero alegrarse por lo que existe, eso es mucho más difícil. Y
yo creo que nuestras parejas serán más felices con esta verdad (aunque no se lo
haya dicho nunca) que con algo que no sea cierto.
-Entonces, ¿nuestro
mejor amigo es siempre nuestra pareja?
-Buena pregunta. ¿Quién es tu mejor amigo? ¿Es tu pareja?
¿Alguien que conoces desde hace 10 o 15 años? La pregunta fundamental es: ¿A
quién conoces mejor: a tu amigo hombre o a tu compañera? Con ella haces el
amor. Hacer el amor con alguien no es la única forma de conocimiento, pero es
una forma de conocimiento importante; de hecho, se suele decir que no se conoce
a alguien hasta que uno no se acuesta con él. Del amigo conoces sus ideas y su
posición política, pero no sabes cómo hace el amor. Sin embargo, de la pareja
conocemos sus ideas, sus opiniones políticas y hasta el menor de sus gustos y,
además, sabemos cómo hace el amor. Es la persona que conocemos más y mejor, por
tanto, es nuestro mejor amigo. Si pienso en mi mejor amigo hombre (al que
quiero mucho y con quien no tengo sexo), lo es pero solo después de mi mujer.
Quiero más a mi mujer que a mi amigo, porque a ella la conozco más y mejor (y
ella a mí). Mi mejor amigo no me conoce del todo. La amistad en la pareja no es
una simple amistad, es una amistad en un sentido mucho más fuerte. Cuando digo
que la pareja es una amistad (como decía Aristóteles), hay que entender esa
amistad en un sentido similar a como cuando digo “mi mejor amigo”. No es una
relación vaga, es un sentimiento mucho más fuerte que no se vive desde la
falta, sino desde la alegría y el goce.
-¿Y dónde queda el
amor por los hijos?
El amor más fuerte
que yo he vivido no es el amor de los amigos, ni la pasión amorosa, ni el amor
conyugal; es el amor por los hijos. ¿De qué amor se trata? No es eros, porque
nuestros hijos no nos faltan, están ahí. Sí es philia, porque la existencia de
nuestros hijos nos alegra, pero es una amistad muy particular, porque es el
único amor incondicional. Una noche, mi hija mayor de seis años me preguntó:
“¿Podría haber algo que yo pudiese hacer para que tú me quisieras menos?” Y yo
le respondí con sinceridad: “Escucha –le dije–, no encuentro nada que pudieses
hacer para que yo te quisiera menos. Es imposible. Mi amor por ti es
incondicional”. Imaginemos un hijo que matara a su hermano pequeño; para los
padres sería un doble drama, pues amarían al hijo muerto y también al hijo
asesino que acabará sus días en prisión. El amor de los padres es
incondicional, como el amor de caridad. La caridad, en el sentido cristiano,
consiste en amar al prójimo no porque sea pobre o simpático, o porque haga tal
cosa, sino que consiste en amarlo sea quien sea, haga lo que haga, incluso
aunque se porte mal conmigo. La diferencia fundamental entre el amor de los
padres y el amor de caridad es que es el amor parental es incondicional, pero
condicionado: le quiero porque es mi hijo. En cambio, el amor de caridad es un
amor incondicional y no condicionado. Por eso, no estoy seguro del todo de que
exista el amor de caridad, pues no tengo ninguna experiencia de un amor
incondicional y no condicionado. Es más un ideal que una experiencia. El amor
de caridad no brilla más que por su ausencia, mientras que el amor de los
padres es una experiencia cotidiana. En el fondo, amar es temblar, porque
tenemos miedo de perder lo que nos alegra.
-Pero los hijos a
veces pueden ser también un engorro. Usted mismo ha dicho alguna vez que es muy
difícil ser al mismo tiempo buen padre y filósofo.
-Voy a contarle una anécdota. Al final de una conferencia me
dijo una mujer: “Tiene usted razón en todo lo que dice, pero cuando se tienen
hijos, todo esto no funciona”. Y es que cuando uno tiene hijos tiene miedo de
que se pongan enfermos, espera que tengan buena salud, etc. Y yo le respondí:
“Tiene usted razón, señora, pero no es una razón para no tenerlos”. ¿Por qué se
tienen hijos? Porque la vida es más preciosa que la serenidad y que la
sabiduría. Si lo que más ama uno es la serenidad, entonces lo mejor es no tener
hijos. Pero si, por el contrario, uno ama más la vida que la serenidad,
entonces merece la pena tenerlos. La vida es más preciosa que la sabiduría: eso
es la sabiduría para mí. El amor de la sabiduría (eso que se llama filosofía)
no es la sabiduría. La sabiduría no consiste en amar la sabiduría, sino en amar
la vida tal como es: feliz o infeliz, sabia o estúpida. Y por supuesto, ninguna
vida es feliz o sabia por completo: esa es la sabiduría de Montaigne. Y por eso
yo amo la vida. A menudo digo que no se trata de amar la felicidad (cualquier
idiota puede amar la felicidad, para eso no hace falta la filosofía), ni de
amar la sabiduría (cualquier filósofo es capaz de amar la sabiduría), sino de
amar la vida. Esta sabiduría desilusionada de sí misma es la única que me
importa. Y eso es lo que se aprende al tener hijos y al perderlos trágicamente:
que la vida es más preciosa que la sabiduría, que lo que le da sabor a la vida
no es la serenidad, sino el amor. Y peor para nosotros si el amor nos hace
sufrir; somos seres mortales, seres frágiles. El mejor amigo (ese que yo quiero
más) no suele ser el más sabio, el más sereno, el más generoso o el más
simpático; a veces es simplemente el más frágil. Valorar más la vida que la
sabiduría es la única sabiduría que a mí me importa.
-¿Cómo podría la
filosofía ayudarnos a afrontar la muerte?
-No puede hacer nada, y eso está bien. Si lo que se quiere
es consuelo, habrá que acudir a la religión. No hay que pedirle a la filosofía
que reemplace a la religión. Se le puede pedir a la filosofía que nos ayude a
prescindir de la religión, pero eso es otra cosa. Precisamente porque la
religión nos consuela tan eficazmente es sospechosa de ser una ilusión. Dice
Nietzsche: “La fe salva, por lo tanto, miente”. ¿Qué quiere decir esto? Lo
explico en El alma del ateísmo. Una de mis razones para ser ateo es
precisamente que prefiero que Dios exista. ¿Qué es lo que más deseamos? No
morir (o no morir totalmente), resucitar, reencontrarnos con los seres queridos
que hemos perdido y, sobre todo, ser amados. ¿Y qué nos dice la religión
cristiana? 1) Que vamos a resucitar; 2) que nos encontraremos con nuestros seres
queridos; y 3) que Dios nos ama con un amor infinito. Un amor que se
corresponde de manera tan perfecta con nuestros deseos me hace preguntarme si
no habrá sido inventado para satisfacer este deseo. O dicho de otra forma: nos
encontramos con la lógica de lo que Freud llamó una ilusión: una creencia
derivada de los deseos humanos. Nos hacemos ilusiones porque nuestro deseo es
muy fuerte. Ninguna creencia es tan sospechosa de ser ilusoria como la creencia
en Dios. Lo que hay que saber es si soy feliz con la religión. La filosofía
consiste en buscar la felicidad, pero a través de la verdad. Renunciar a la
lucidez por la felicidad no es filosofía, es otra cosa.
-¿Y qué le diría a
quienes se les ha muerto hoy mismo un ser querido, un hijo, y no tienen el
consuelo de la religión?
-Dos cosas. Uno: su hijo ya no sufrirá nunca más. No es un
consuelo, pero algo calma. Lo que me apaciguó cuando murió mi hija de seis
semanas es que el sufrimiento era para su madre y para mí, pero no para ella. Y
dos: ese horror no durará eternamente; tú también vas a morir. Es paradójico,
pero oponemos la nada de la muerte (para Epicuro la muerte no es nada) al
sufrimiento de la vida. Cuando la vida es atroz, el hecho de saber que el que
ha muerto ya no sufre más es un consuelo al menos parcial, así como saber que
uno mismo no sufrirá eternamente. Es una especie de sabiduría universal que
todo el mundo conoce. Cuando se acaba de perder a alguien muy querido uno tiene
la sensación de que nunca más podrá ser feliz, pero al cabo de unos meses
descubre que la alegría vuelve poco a poco. Es lo que se conoce como el trabajo
de duelo. ¿Sería yo más feliz si mi hija no hubiese muerto? La pregunta es
absurda. En este momento soy tan feliz como cualquier otra persona que no ha
perdido a un hijo. El último consuelo consiste en saber que el tiempo cura las
heridas y que la alegría es posible. Es una especie de paz: ella no sufrirá
más, yo no sufriré eternamente y la alegría es posible.
Dejamos ahí la conversación (yo tenía que tomar el tren de
regreso al sur). En el camino de vuelta no dejaba de preguntarme cómo es
posible que haya gente que piense que la filosofía no sirve para nada.
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