La estética actual
del monstruo lo distancia de su verdadero significado: un recorrido por los
cuentos de Karen Russell, el cine sueco y estadounidense
y los ensayos sobre el
gótico de María Negroni.
Fotograma de la película "Nosferatu", de 1922. |
Por Luciano Lamberti
Malos tiempos para ser vampiro. Lo demuestra muy bien el
cuento que le da nombre al libro Vampiros
y limones, de Karen Rusell, la misma que con la novela Tierra de caimanes, una especie de libro autobiográfico sobre el
profundo sur con componentes fantásticos, cosechó elogios en todas partes y fue
definida como “realista mágica”.
El protagonista del cuento es un viejo y
gastado vampiro que se sienta junto a unos limoneros italianos a ver pasar la
gente. Cada tanto recibe la visita de su amante, la antigua compañera que le ha
enseñado que todo lo que se cree sobre los vampiros (excepto que son inmortales
y pueden transformarse en animales) es falso, incluso la necesidad de sangre
humana, que bien puede ser reemplazada por el jugo de unos buenos limones. ¿Y
qué es, para un vampiro, la ingestión de sangre humana? La fuerza natural que
los moviliza, lo que los distingue de cualquier otro animal nocturno, su animalidad. Lo sensual, lo atractivo de
los vampiros es que están más cerca de los animales que de los hombres.
«La gente, en general, me toma por un amable ancianito
italiano, un nonno», dice, y es eso
en lo que se ha convertido por haber abandonado el hábito de morder a las
personas: en una criatura inofensiva que no cree en el poder repelente del ajo,
de la cruz, del agua bendita, o en dormir de día en el interior de un sarcófago
para salir a cazar por las noches; que no cree en sí mismo ni en su propio
mito, al fin de cuentas. De ahí la melancolía que impregna todo el cuento:
melancolía por un género que no resiste al escepticismo de los tiempos
actuales. Más que una estaca en el corazón, lo que mata al vampiro es la
ironía, que vuelve un poco ridículo el romanticismo propio de esa figura.
El tema, sin embargo, ha sufrido tantos cambios como los de
la especie humana. Quizás no hay, dentro de la gama de monstruos, uno más
histórico que ese. Desde Entrevista con
un vampiro, de Anne Rice, publicado en 1976, donde por primera vez el
famoso Lestat hablaba en primera persona (deja de ser “el otro” y entrega su
versión de los hechos), el mito ha sufrido un paulatino proceso de humanización
(esto es: de debilidad) que desembocaría en los monstruos adorables y
adolescentes de la saga Crepúsculo,
de Stephenie Meyer y en la serie True
Blood, que, a medida que se desarrolla la trama, alcanza niveles de
ridiculez y espanto estético que vuelven a Minguito
& Aníbal contra los fantasmas una obra de culto aplaudida de pie en
Cannes.
En ambas producciones los vampiros son proclives de
protagonizar un anuncio de calzoncillos o perfumes, y basta echar una ojeada a Nosferatu de 1922 para entender cuán
estúpida y vulgar puede ser nuestra época. Aquel era, en todos los sentidos, un
ser deforme, más parecido a una sanguijuela que a un humano. Alguien fuera del
mundo, al que no podemos imaginar haciendo la cola en el banco o asistiendo
vestido de gala a su fiesta de graduación sin provocar estampidas o ataques de
pánico. Un verdadero monstruo, que es lo que le pedimos a los monstruos que
sean. Largas orejas puntiagudas, cejas muy gruesas, los ojos salidos como si le
hubieran apretado la cabeza con una morsa, el cráneo pelado y lleno de extraña
protuberancias, los incisivos larguísimos. Robert Pattinson, el protagonista de
la película “Crepúsculo” que le dedica dos horas diarias de atención a
despeinarse, con su mochilita de high school, saldría corriendo con el rabo
entre las patas si se llegara a encontrar al extraño abuelo.
Quizás la obra más fiel a ese espíritu sea la película
“Déjame entrar” (cuyo título original, inspirado en una canción de Morrisey, es
“Låt den rätte komma in”). A una pequeña población sueca donde abundan la nieve
y los bosques de álamos llegan una niña vampira y su ayudante, que sale todas
las noches a asesinar gente para extraerles la sangre. La niña conocerá a un
vecino que se llama Oskar, con el que establecerán una historia romántica
extrañísima. Hay dos escenas memorables en la película: en la primera, vemos
por un segundo la verdadera cara de la
niña (que es la de una vieja, porque tiene muchísimos años). La impresión
que causa es comparable a la famosa escena de la bañera en El resplandor. En la segunda, defraudada porque su ayudante no ha
podido traerle lo que necesita, la niña acecha y ataca a una mujer bajo un
puente cubierto de nieve. Es un animal cuando lo hace, algo verdaderamente
creíble. Se sube a la espalda de la mujer y se le aferra con fuerza. Mientras
sorbe su sangre, engorda como si fuera una garrapata: no hay belleza ahí, no
hay más que la animalidad expuesta en toda su impudicia. “Déjame entrar” está
basada en una muy buena novela y es, a la vez, una gran película indie, una
historia de amor, un retrato explícito de la difícil vida en la nieve sueca, donde
los abusones son desquiciados y sus padres se juntan a beber metódicamente en
los bares para olvidarse un poco de ellos mismos.
En su libro de ensayos La
noche tiene mil ojos, María Negroni traza una historia general del gótico a
partir de su relación con la poesía. Es un libro largo, muy bien editado por
Caja Negra, que analiza con inteligencia e implacable sentido estético las
manifestaciones literarias de la oscuridad, desde Poe.
El gótico y la poesía comparten la cualidad de ser el reino
del outsider, de la belleza verdadera, y hay ahí algún eco de las teorías de
Bataille cuando en La literatura y el mal,
pone la una al lado de la otra, es decir: que está por encima del “hombre
común”. Drácula viajando a Londres para volverse invisible entre toda esa
gente, uno más entre la multitud y único a la vez. En el libro se fecha el
origen moderno de esa figura con el nacimiento de las grandes sociedades
industriales. No es casualidad que en el capítulo “Drácula y las flores del
mal”, Negroni lo asocie a Baudelaire, ya que «los dos atacan al burgués que
hace de las cuatro paredes su hogar, la empalagosa guarida de sus miedos». El
disfrute del mal (la crueldad) es ese lugar donde el vampiro, es, sobre todo,
el representante más perfecto de la soledad. Pero Van Helsing y sus secuaces
científicos y bien peinados «clavan estacas en el corazón de la noche», y con
eso la belleza de la oscuridad se muere para siempre.
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