Por Arturo Pérez-Reverte |
Ayer mismo, caminando por la acera de una calle de Madrid,
un niño de unos seis o siete años que iba despistado con sus padres, mirando el
escaparate de una tienda, tropezó conmigo. Le acaricié la cabeza con una
sonrisa, y ya iba a seguir adelante cuando escuché a su padre decirle al crío,
con mucha naturalidad. «Mira por donde andas, por favor. Gracias». Y luego me
dirigió una mirada de excusa.
Entonces el niño, sin mirarme, dijo «perdón» y
siguió su camino junto a ellos. Me quedé tan sorprendido por el suceso, por
aquella reconvención paterna y la reacción del niño, del todo extraordinarias
en estos tiempos, que volví la cabeza para verlos alejarse. Eran dos padres
jóvenes, normales. Dos padres de infantería. Pero aquellos diez segundos junto
a ellos habían hecho hermosa la mañana, y la calle parecía otra, más despejada
y luminosa, y al fin continué mi paseo aún con la sonrisa en la boca, pensando
que Dios o el diablo aprietan pero nunca ahogan, y que siempre hay quien se
salva, y te salva. O te da esperanza. Que siempre quedan uno, o diez, o cien,
justos en Sodoma. E incluso en Gomorra.
Hay días, como ayer, en los que lamento no ser millonario,
como el tío Gilito o el que sea su equivalente ahora. Pero no un millonetis
cualquiera, sino de verdad, a lo bestia, de ésos que pueden pagarlo todo y
comprar cuanto se les pone en el morro. Un fulano con viruta suficiente para
crear varios centenares, o miles, de becas para niños bien educados. Niños a
los que sus padres les hayan enseñado, previamente, que las buenas maneras
hacen mejor el mundo, nos hacen mejores a todos y son mecanismo clave, puerta
franca para acceder a lugares y corazones. Niños, por ejemplo, como los de mi
amigo Etienne de Montety, que cada vez que invitaba a cenar en su casa hacía
que sus cuatro hijos, entonces de entre diez y dieciséis años, se encargaran de
recibir y atender a los visitantes, cosa que hacían todos con una formalidad y
una responsabilidad exquisitas. O aquel otro zagal de ocho o nueve años que una
vez se me acercó con mucho aplomo junto a un bar de la Plaza Mayor y dijo:
«Oiga, señor, ¿puede pedirle un vaso de agua al camarero, por favor?... Tengo
sed, y como soy pequeño, puede que a mí no me haga caso».
Por eso digo que, si tuviera una pasta gansa, crearía las
becas Reverte Malegra Verte. Mandaría a mis agentes por todo el mundo a buscar
niños de ambos sexos bien educados, para pagar sus estudios y dedicarlos luego,
cuando fuesen grandes, a la ciencia, las humanidades, la vida social y la
política. Y también, de paso, gratificaría a los padres que los educaron.
Financiaría el merecido bienestar de quienes les enseñaron a decir buenos días,
por favor y gracias, a manejar los cubiertos, a no hablar con la boca llena, a
vestirse con decoro según cada momento de la vida, a no tutear a las personas
mayores, a comprender que una sonrisa, una palabra adecuada, un gesto cortés y
de buena crianza, tan propios de la gente humilde como de la más afortunada,
son la mejor tarjeta de visita, todavía hoy, incluso en un mundo que, como el
nuestro, se va poquito a poco al carajo.
Pero eso sí. Ya metido en faena, si como dije fuera
millonetis sin límite y sin tasa, también es posible que se me fuera la pinza y
me diese un chungo en plan Bin Laden, o Doctor No, o profesor Moriarty -el
Napoleón del crimen, enemigo de Sherlock Holmes-, y comprara una isla llena de
aparatos electrónicos, misiles nucleares y Úrsulas Andress, o lo que equivalga
ahora a eso; y también un gato de Angora para acariciarlo en plan canónico
mientras enviaba por el mundo a mis sicarios en plan ninjas suicidas, en
comandos implacables que se curraran la otra cara de la luna. Algo así como una
brigada pesticida, letal, higiénica, secuestradora y exterminadora de padres de
niños, e incluso de algún niño que otro -todos acaban siendo adultos- de esos
groseros y maleducados que empujan en las puertas, permanecen mudos ante las
palabras «buenos días», ignoran cómo se pronuncia un «por favor», tutean al
lucero del alba y no han dado las gracias a nadie en su puta vida. Y ordenaría
a mis esbirros especial ensañamiento y torturas refinadas tipo Fumanchú con los
padres de familia que se dejan las gorras y sombreros puestos en los locales
públicos, gritan al teléfono móvil, entran en calzoncillos y chanclas en los
restaurantes, se hurgan la nariz y se rascan las axilas, los huevos o el chichi
-seamos paritarios- mientras te empujan en el metro o el autobús. Veneno, soga
y puñal, oigan. Sin piedad. Y yo reiría en mi isla, juas, juas, juas, con risa
de malvado Carabel, viéndolo todo por videoconferencia, mientras acariciaba al
gato.
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