Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)
El Papa va a la ONU y lo aplauden hasta los musulmanes. No
sabemos si logra tanta convocatoria por lo que dice o por ser el primer
argentino en más de 12 años que no va a putearlos y echarles la culpa de todos
los males del universo, aunque algo sospechamos. Cristina concurre un par de
días después y junta a cinco delegaciones diezmadas, los seis militantes que
lograron pasar el chequeo y tres cafeteros.
Sin embargo, aprovecha que es su
última exposición ante la Asamblea General y saca a relucir toda su estirpe de
la mejor estadista que ha visto la faz del tercer planeta del sistema solar:
pucherea por los fondos buitres, critica al primer mundo y reclama que la
ayuden a buscar al espía que se le escapó. De paso, putea porque al presidente
de los Estados Unidos no lo critican por haber pactado con Irán y a ella sí,
cuando está claro que es lo mismo firmar un acuerdo de no proliferación de
armas nucleares a futuro que tranzar la no entrega de imputados por un atentado
terrorista internacional.
De vuelta en casa, Cris le metió gamba para celebrar por
cadena el lanzamiento de otro satélite en la misma tarde que Argentina demostró
que no puede lograr un nivel subsahariano de abastecimiento de energía
eléctrica o red de telefonía móvil. Sadismo puro: te quedás sin luz, subís por
la escalera con las compras del supermercado, te ponés a planear el fin de
semana para cuando regrese la energía eléctrica, vuelve y… cadena.
Descansás unos días el marulo, pero llegado el viernes
querés salir de joda. Cristina también y te clava otra cadena nacional para
contarte a vos, argentino de entre 0 y 110 años, que inaugura por segunda vez
la sede de Río Gallegos de la Universidad Tecnológica Nacional “porque ahora
está completa”. Buitres de acá, satélite de allá, no fue magia por aquí, lo
hicimos nosotros por allí, “agradezcan, turros” por todos lados. Y pasado el
fin de semana, te reciben el lunes, el laburo, el tránsito, la puta primavera
que no llega y Cristina por cadena nacional para celebrar el “Día del Camino”.
Lo primero que nos alivió a todos fue notar que Daniel
Scioli se encuentra sano y salvo y que no fue raptado por una horda de salvajes
que lo obligaron a faltar al debate presidencial para llevarlo al recital
organizado por la provincia de Buenos Aires, con guita de los habitantes de la
provincia de Buenos Aires…en el Luna Park. Lo segundo fue saber que Cristina
está en contra de que se realicen obras públicas viales de día porque eso
“molesta a la gente y lo hacen sólo para mostrar que trabajan”. Lo dijo por
cadena nacional nos molestó a todos en nuestros trabajos, o en el viaje de
vuelta, o de rasque en casa, pero son tan sólo detalles. El resto fue más de lo
mismo: el mismo día en el que el gobierno emitió deuda por 3 mil millones de
pesos y 500 millones de dólares por vez número 1.565.378 en el año, Cris nos
contó lo que significa desendeudar al país. También informó que las
obligaciones contraídas libremente por el Estado Argentino no las pagaron
“Mariquita Sánchez de Thompson, Julio César, Napoléon”, u otros salames menores
de la historia universal: “Fui yo la que pagó”, arrojó la Presi. Y nosotros
pasamos de preocuparnos por la salud de los dólares del Banco Central a
angustiarnos por el futuro patrimonial de nuestra querida líder espiritual del
Modelo de redistribución de deuda con ascenso social para el patrimonio de los
funcionarios.
Básicamente, otra cadena nacional al pedo, pero que
podríamos llegar a comprender. O sea, imposible de justificar pero que, si
hacemos un pequeño esfuerzo, puede que lleguemos a ponernos en el lugar
sufriente del ego de Cristina.
Todas las veces que tuve que irme de algún lugar me dio un
dejo de melancolía. Entiéndase bien: melancolía, no extrañar. Extrañar es que
uno la está pasando mal y quiere volver al estado anterior. Todas las veces me
las tomé con una combinación de tristeza por lo que se dejaba, pero que era
ampliamente superada en la proporción por la felicidad de lo que viene. La
expectativa, las ganas de hacer algo distinto. Me pasó en casi todos los ámbitos
en los que tuve algún tipo de obligación y, en mayor o menor medida, busqué el
disfrute de los últimos momentos mientras trabajaba como cualquier otro día y
buscaba compartir más historias con mis futuros excompañeros.
La única vez de todas ellas en las que me agarró una suerte
de tara fue cuando terminé la secundaria. Y la tara fue colectiva. Desde que
volvimos de Bariloche nadie quería faltar a clases. Hacíamos cualquiera,
llegábamos a la hora que se nos cantaba, nos rateábamos de algunas materias, boludéabamos
a los profesores, armábamos desayuno con el equipo de mate que nos choreábamos
de la sala de profesores y ––por favor, no le muestren este texto a mi hijo–
con la guitarra que nos kirchnereábamos de jardín de infantes o de la capilla
daba igual. Pero eso sí: no faltábamos un sólo día. Era tal la desesperación
por saber que se acababa el único momento de nuestras vidas en el que habíamos
llegado al pináculo de la existencia por cuestiones absolutamente fortuitas (el
paso del tiempo), que nos daba bronca dejarlo, dejar de ser, empezar de cero en
un mundo en el que nadie te iba a respetar por ser “de quinto”, en el que si te
plantabas a la nueva figura de autoridad no te comerías una estadía en
preceptoría o un parte de amonestaciones, sino un despido con causa. Nos
pasamos nuestra vida puteando a esa institución a la que caímos obligados
porque no quedaba otra y de pronto, sobre el final, empezamos a disfrutar
realmente lo que era ser poderosos. Y nos daba bronca. Me daba bronca, mucha
bronca tener que correrme. Habría reformado la legislación para que quinto año
durara otros cinco años, habría buscado el consenso popular para quedarme un
período más, habría hecho cualquier cosa. Pero no podía. Y por ende, empecé a
romper las pelotas a cuatro manos, a realizar hasta el hartazgo lo que ya no
podría hacer fuera del poder de quinto: salidas de lunes a lunes, coladas en
fiestas de egresados en las que uno de tus compañeros tenía un hermano que
conocía a un amigo cuya prima iba a un colegio en Villa Ojete que celebraría su
despedida en el Yacht Club de San Isidro o en el salón de usos múltiples del
colegio ––nos daba igual–, todos los mediodías a la heladería de la esquina
aunque hicieran 15 grados bajo cero, todas las tardes un francés de salame y
queso en el kiosco de a la vuelta aunque tuviéramos ataque al hígado, y todos los santos días una broma distinta,
de esas que más adelante te das cuenta que violaron algún que otro artículo del
Código Penal. Pero se acabó. Tanto tiramos de la soga y no pudimos evitar lo
que la ley y el paso del tiempo dictaban: que mi estadía en la cima de la
pirámide educativa de enseñanza media vencía el 30 de noviembre.
Lo que vino después fue duro. Con media sonrisa en la cara
quería comerme el mundo, pero era uno más. Nadie me dejaba pasar primero por el
temor/respeto al superior jerárquico, ese escalafón marcial que ostenta la
secundaria y que es sólo comparable con el de las fuerzas armadas o de
seguridad. Ir al colegio cinco años después a una cena de ex alumnos fue lapidario:
ninguno de los alumnos que cursaban nos conocían. Y ahí estábamos, viejos
chotos de veintipocos, pidiendo permiso para caminar en ese patio principal que
había sido nuestro reino.
Cuando se laburó de corrido durante años se sabe que todo es
transitorio, pasajero. Incluso cuando se pasan tres décadas en la planta
permanente del Estado o de alguna empresa, se producen cambios en los grupos de
trabajo, a los cuales uno recuerda con mayor o menor cariño. Cuando las cosas
se hicieron a sabiendas de que no somos dueños ni del papel que utilizamos para
hacer avioncitos, se toma conciencia de la finitud de las cosas, de que todo es
pasajero, de que nadie puede detener el tiempo ni perpetuarse en el lugar en el
que más cómodo y respetado se sintió.
En una era de adolescentes tardíos en la que un abogado es
recibido por la Presi gracias al enorme aporte a la sociedad de haber pintado
“abrazame hasta que vuelva Cristina” en una pared, es lógico que se nos
extravíe la dimensión de las cosas. Un huérfano voluntario que ya extraña a
mamá Cristina y que por eso aporta otras pintadas como “con la derecha se
reprime, se ajusta y se endeuda”, algo que el kirchnerismo hace religiosamente
desde hace años sin que a nadie de sus propias filas le moleste. Este panorama
es reflejo de lo que se puede percibir arriba, con la Presi aumentando el ritmo
de las cadenas nacional en un espiral centrífugo y vertiginoso en el que los
mensajes se aceleran, logrando que se disparen hacia el espacio tantas
gansadas, números incomprobables y datos inchequeables, que lo único que puede
justificarlo es que tenga ganas de dejarnos la capacidad testicular con stock
lleno.
El único trabajo registrado que tuvo fue a los 20 años,
cuando entró a trabajar al gobierno de la provincia de Buenos Aires gracias a
su mamá. De allí a ser la secretaria de su marido, para luego ser la esposa
diputada provincial del intendente de Río Gallegos, la esposa senadora nacional
del gobernador de Santa Cruz, la esposa senadora nacional del Presidente de la
Nación, y la esposa Presidente de la Nación del ex Presidente de la Nación que
planeaba volver en 2011. Hija de, esposa de, la única vez que disfrutó de ser
ella fue cuando dejó de ser la viuda de, allá por noviembre de 2013, hace menos
de dos años. Desde entonces, la vida personal le ha sonreído y le trajo dos
nietos. Es cierto que cada uno vino con un par de causas judiciales bajo el
brazo, pero ahora tiene motivos para disfrutar de su jubilación. Unos cuantos
millones de motivos, para ser más exactos.
Sin embargo, ahí está, en el fino arte de estirar a más no
poder la estadía en el único lugar en el que sintió ser que era ella y no que
era lo que otros le permitían o querían que fuera. Cual futuro egresado, tiene
asistencia perfecta en cadenas nacionales por semana y ya empezó a duplicarlas
en un promedio de anotación que ni Messi alcanzó en la temporada 2014/2015.
Dejemos que disfrute y aprovechemos: ya podenos darnos el
lujo de no verla como un sufrimiento, sino como un espécimen de estudio
antropológico. Total, ya comprobamos que, de los tres candidatos que más miden
en la carrera por la presidencia, dos hablan los justo y necesario para
transmitir lo que quieren decir ––al menos lo intentan– y uno, directamente, no
habla. El futuro empieza a ser promisorio.
Ya tenemos nuestras apuestas sobre cómo sobrevivirá Cristina
cuando no pueda obligarnos a escucharla. Por lo pronto, aprovechemos que la
Presi va a extrañar el Poder y dejemos que hable todo lo que quiera. ¿Quiere
meter una cadena nacional el jueves a las 10 de la mañana para mostrarnos cómo
se maquilla? Que lo haga. ¿Otra el viernes a las 18:00 horas para inaugurar la
línea producción de sachets para mayonesa de Villa Ballester? Avanti. ¿Quiere
meter una cadena el domingo al mediodía desde la Quinta de Olivos y hacer
“Tratando de almorzar con Cristina”? Que sea libre. Y si se le antoja meter una
cadena nacional de dos meses y monedas para transmitir cual reality show todos
sus movimientos, por mí que lo haga. A esta altura, el daño auditivo ya está hecho
y, tras tanto ruido, necesitaremos de ruido blanco para tapar el zumbido del
silencio.
Martedi. Se busca una amiga que saque a pasear a Cristina.
No importa si la quiere de verdad.
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