Por Natalio Botana |
Se sabe que el cepo es un instrumento para aplicar
tormentos, cazar animales o inmovilizar automóviles en infracción. Entre
nosotros, la metáfora del cepo no llega al extremo de denotar torturas; más
bien, sirve para denunciar conjuras internacionales o aplicar aprietes.
Así, en
la mayoría de sus acepciones, el cepo es un instrumento de ajuste.
Cuando entró a circular el cepo en el lenguaje político fue
para calificar peyorativamente el régimen de control de cambios que ahora, por
donde se lo mire, da muestras de agotamiento. Pero junto a esta rigurosa
imposición de la escasez, los cepos institucionales, como aquí los llamamos,
transmiten la misma carga de incertidumbre.
En este proceso electoral -faltan sólo nueve días para
elegir presidente-, estos cepos institucionales han mostrado sus aristas más
perniciosas. Cepos institucionales en las provincias y cepos institucionales en
el orden nacional: a cada rato advertimos que el conjunto de corruptelas,
sobornos y manipulaciones se debe al incumplimiento de la ley y al hecho aún
más grave de que el ánimo de corromper anida en la misma estructura de las
leyes. Lo dijo Montesquieu: abundan los efectos dañinos cuando las leyes son
corruptoras, ya que ahí la corrupción está instalada en lo que debería ser
"el propio remedio" de ese mal.
Basta con echar un vistazo al espectáculo de no pocas
elecciones provinciales para percatarse de que, durante años, se ha tejido una
espesa trama de corruptelas. Esto se ha hecho con el auxilio de una mala
legislación que impulsa el clientelismo a través de una enervante proliferación
de listas colectoras y la irrupción de multitud de candidatos que, al cabo,
están para servir a los que mandan y reproducir regímenes reeleccionistas. Por
eso, salvo excepciones, los oficialismos ganan.
El vicepresidente de la Cámara Nacional Electoral, Alberto
Dalla Via, ha dicho que estos "sistemas feudalistas", radicados en
Formosa, Santa Cruz, La Rioja, Catamarca, Santiago del Estero y Tucumán,
"no están capacitados para hacer elecciones". Podríamos añadir que
los ardides implícitos en estos regímenes, que aprovechan privilegios otorgados
por el gobierno nacional, han resucitado fantasmas que creíamos sepultados en
el pasado.
La ley de lemas en Santa Cruz -un método vetusto desechado
en la república hermana del Uruguay y después en Santa Fe- es un ejemplo de la
astucia para controlar a la oposición sin necesidad de recurrir a la quema de
urnas o a la violencia electoral. A veces las malas leyes son más eficaces que
las prácticas de fraude.
El resultado de estas malas prácticas, que afortunadamente
no se han difundido por todo el país, es la declinación cívica. Nada se ha
hecho para salir de este pantano, estableciendo tribunales independientes,
renovando el método de emisión del sufragio, y tampoco -reclamo que venimos
repitiendo desde hace más de diez años- unificando las elecciones nacionales
con las elecciones provinciales, como se hace en otros regímenes federales.
La combinación de la intensidad electoral en regímenes
federales que votan cada dos años con la dispersión de los comicios
provinciales hace estallar la carga de energía ínsita en estos procesos. Se
vota permanentemente, el dinero negro cunde, los procedimientos se hacen cada
vez más opacos. Con estas palancas a la mano, lo que debería ser el medio por
excelencia para legitimar el régimen representativo se convierte en un fin en
sí mismo. Como diría Max Weber, se "vive de la política" participando
en unos comicios constantes; no se "vive para la política" en un
esfuerzo dirigido a consolidar el buen gobierno republicano.
Desde luego, en estos itinerarios la mala fe se confunde con
el interés propio de los gobernantes. Sin embargo, hay otros cepos, mucho más
benignos porque en ellos no hay mala fe, que, con el correr de los años, nadie
discute. Uno de ellos es el método que fijó la reforma constitucional de 1994
para votar en elección directa y a doble vuelta al presidente y vicepresidente
de la Nación: un ballottage modificado que hace que se consagre presidente
quien obtiene el 45% de los votos o, en su defecto, el 40%, si media una
distancia de diez puntos porcentuales con el candidato que lo sigue.
Mis críticas no son de ahora. El sistema electoral que
establece la Constitución (por lo tanto sólo puede modificarse por reforma
constitucional y no por ley) favorece a los candidatos con más votos sin
alcanzar la mayoría y, dado el cepo del 40% con los diez puntos de diferencia,
perjudica a los candidatos ubicados en tercero y cuarto lugar (por registrar
los más importantes en la carrera electoral).
Este mecanismo desnaturaliza el sistema de ballottage
clásico (gana en primera vuelta la fórmula que obtiene más del 50% de los
sufragios), un sistema muy difundido en América latina y en los países europeos
que practican el régimen presidencial. El ballottage clásico incentiva la
expresión del pluralismo político en la primera vuelta para, de ser necesario,
concentrar la opción entre los dos primeros en la segunda vuelta.
En el sistema que hemos adoptado, las opciones son en cambio
más complicadas porque o bien la competencia se encamina hacia una polarización
entre el primero y el segundo o, de lo contrario, un candidato encabezando la
carrera, con alrededor del 40% de los votos de cara a una oposición
fragmentada, puede quedarse con el premio de la victoria. Por lo tanto, o hay
una polarización inducida porque se calcula el voto útil o, de lo contrario, un
candidato minoritario, con sólo el 40% de los votos, estaría en condiciones de
ocupar la Casa Rosada.
Convengamos, empero, en que éstas son especulaciones
hipotéticas. Todo sistema electoral tiene sus pros y sus contras. Por otra
parte, nuestra experiencia electoral en esta materia ha simplificado las cosas.
Salvo un caso, siempre los candidatos ganaron las elecciones presidenciales con
mayorías holgadas superiores al 45% (Menem en 1995, De la Rúa en 1999, Cristina
Fernández en 2007 y 2011). La excepción fue en 2003, cuando sí hubo escenario
de ballottage con una pronunciada dispersión del voto y Menem, calculando su
derrota, desistió de presentarse en segunda vuelta, cediendo el triunfo a
Néstor Kirchner.
¿Tendremos, acaso, dentro de nueve días un escenario de este
ballottage a la criolla que inventamos en 1994? Los votos dirán, pero
cualquiera que fuese el resultado, hay un tema candente al que debe darse
respuesta. Si bien una reforma constitucional no sería viable en momentos de
desconfianza y sospechas recíprocas, es preciso llevar a cabo una nueva ley
Sáenz Peña de reforma política a la altura de las exigencias del siglo XXI. A
cien años de la culminación de aquella reforma, sería aconsejable convocar al
más amplio y generoso consenso para doblegar esos cepos institucionales y,
sobre todo, impedir que la degradación de la democracia siga avanzando.
Si algo ha enseñado este proceso electoral es la urgencia de
esta reforma. Aun cuando se la practique con escaso brillo, la democracia tiene
una virtud secreta: tarde o temprano su práctica revela lo que está oculto y
pone en evidencia a las oligarquías que se enmascaran tras ampulosas consignas
o se enquistan en gobiernos que se creen perpetuos. Esta materia oscura se ha
mostrado y no es agradable de ver. Falta saber si de este desafío podrá nacer
una ética reformista. Las dudas son tan grandes como las esperanzas, que jamás
hay que perder.
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