Por Manuel Vicent |
A estas alturas de la historia el destino de la humanidad se
debate entre dos códigos, el genético y el postal.
La estructura cromosómica
del ser humano se compone de una combinación de cuatro bases bioquímicas que
giran con una doble hélice para formar el edificio intrincado de la vida.
El destino de la humanidad está ligado a este código según
el cual genéticamente estamos hechos solo de materia y todos partimos de cero
al nacer, movidos por una maquinaria celular idéntica a todas las personas, no
importa el origen y la raza.
Pero, sin duda, en la vida existe un elemento
discriminatorio más determinante que el código genético. Se trata del código
postal. Este marca definitivamente nuestro futuro. Nacer y vivir en Somalia
implica un alto riesgo de morir joven, pobre y machacado por la enfermedad.
Nacer y vivir en la avenida Foch de París o en el Upper East Side de Manhattan
significa salud, riqueza y larga vida.
Nuestro domicilio es más importante que nuestra herencia
biológica. El cartero sabe adónde llevar las buenas y las malas noticias.
Genéticamente, Einstein apenas se distinguía de un simple ratón o incluso de la
mosca del vinagre, pero la diferencia entre un escandinavo y un subsahariano es
abismal, por eso si nada podemos hacer por cambiar nuestra estructura
cromosómica, a la hora de adquirir un poco de felicidad todo nuestro esfuerzo
suele estar dirigido a vivir en un buen código postal, que generalmente suele
llevar aparejado el uso y disfrute de los derechos humanos.
El terrible espectáculo de miles de emigrantes que mueren
ahogados en el Mediterráneo y la angustia de los refugiados que huyen de la
guerra y se estrellan contra las vallas de Europa se debe a que tratan
agónicamente de alcanzar un buen código postal, porque saben de sobra que si
permanecen bajo el hambre y las bombas su código genético habrá fracasado.
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