Episodios como el
derrame de un millón de litros de solución cianurada tienen el mérito de poner
en cuestión una paradoja irresuelta de la democracia en la
que no solemos
reparar… hasta que se rompe algo.
Mina Veladero, de la Barrick Gold, en la provincia de San Juan. |
Por Américo
Schvartzman (*)
En nuestra democracia subyacen dos ideas incompatibles: por
un lado el “principio mayoritario”, la idea de que las decisiones que van a
afectar a un grupo humano deben tener consenso para ser legítimas.
Por el otro,
la desconfianza en ese mismo principio, razón por la cual nunca se aplica
directamente a las decisiones, y solo se ejerce para elegir representantes.
Ellos son los únicos legitimados, los
expertos, los que “saben”, y por eso, son quienes toman las decisiones.
Pero a veces, episodios sociales ponen en foco esa discusión
que nadie del establishment quiere
dar. En especial, los conflictos socioambientales.
En 2012, las asambleas riojanas de Famatina y Chilecito
llevaban un mes cortando el acceso al cerro, en contra del proyecto minero
impulsado por el gobierno provincial. Eran los pasos iniciales: la empresa
Osisko Mining Corporation comenzaba la exploración para conocer la cantidad,
calidad y ubicación de recursos minerales en el Famatina. Pero el fuerte
rechazo de la comunidad fue decisivo: la firma canadiense comunicó que “sin licencia social no llevaría a cabo el
trabajo”. Quizás olieron conflicto, pero con certeza constataron que el
gobernador Beder Herrera no estaba dispuesto a impulsar un proceso serio de
búsqueda de legitimidad social. Y prefirieron irse. Por primera vez se leyó la
expresión “licencia social” en primeras planas de diarios de alcance nacional.
Poco después el gobierno de La Rioja rescindió el contrato: ya vendrá otra
minera sin tanta “responsabilidad social empresaria”.
En estos días, en San Juan, la también canadiense Barrick
Gold, que no parece tener tantos pruritos, reconoció el derrame de un millón de
litros de agua cianurada (cuatro veces mayor a lo que se informó inicialmente).
Algo que “no podía pasar”, pero ocurrió: la mina Veladero era, según la
empresa, su yacimiento más seguro. Por la escasa información, la gente de
Jáchal optó por tomar agua mineral y no mandar a sus hijos a la escuela. Ahora
la Justicia dispuso investigar si se contaminó del agua de la zona y ordenó
clausurar por un mes la actividad de la mina.
Después de años de seducir a las comunidades prometiendo
otros derrames (pleno empleo,
progreso para la región, crecimiento económico) el derrame de cianuro es pésima
publicidad para la Barrick y su proyecto binacional Pascua Lama, que está
frenado por la Justicia chilena. La minería está logrando un consenso social
creciente, pero en su contra: de los doce mil habitantes de Jáchal, el viernes
18 más de seis mil se congregaron para protestar. Claro que ahora tienen mucha
más información. ¿Qué pasaría si votaran, hoy, acerca de la continuidad de la
labor de la minera?
En eso consiste la idea de la licencia social: el consentimiento libre, previo e informado de una
comunidad acerca de cualquier iniciativa que la va a afectar de manera directa.
Una noción muy interesante, cada vez más presente en los reclamos ambientales,
pero siempre ausente en debates institucionales o parlamentarios y en la
legislación nacional o provincial.
Es que esa idea pone en discusión esa dicotomía notable de
la democracia tal como la entiende nuestra estructura institucional. A ella me
refería al inicio. ¿De qué se trata? De que en nuestra idea republicaca subyace
una fuerte contradicción, dos nociones que son incompatibles y sin embargo
ambas están vigentes, incluso en la estructura jurídica: por un lado el
principio mayoritario, esa intuición compartida de que las decisiones que van a
afectar a un grupo humano deben tener consenso para ser legítimas. Por el otro,
la profunda desconfianza en “la multitud”, por la cual el principio mayoritario
nunca se aplica directamente a las decisiones: solo se ejerce para designar
“expertos”, representantes, es decir, personas supuestamente especializadas en
el oficio de tomar decisiones.
Este segundo enunciado es el que impera en distintas formas
de gestionar lo público (tanto populistas como liberales) para las que la
ciudadanía es una suerte de menor de edad que debe ser guiado, o se
extraviará. Episodios como el derrame de
un millón de litros de solución cianurada tienen el mérito de poner en cuestión
esa paradoja de la democracia en la que no solemos reparar… hasta que se rompe
algo.
La minería sigue siendo necesaria para producir la mayor
parte de los bienes que la ciudadanía desea disfrutar. Incluso de aquellos
elementos que permitirían un sistema socioeconómico más sustentable y sensato
que el actual: paneles solares, molinos eólicos, turbinas para energía
mareomotriz, no pueden fabricarse (por ahora al menos) sin metales.
Pero no cualquier minería es indispensable: la Barrick busca
oro y plata, no metales para componentes de energía solar. Y crece cada vez más
la idea de que es una severa amenaza, mucho mayor que los supuestos beneficios
económicos. Pero un proverbio muy usado
en el habla anglosajona recomienda "no tirar al niño junto con el agua
sucia de la bañera". Si hay una minería necesaria, debe ser sustentable y
limpia. Sin un proceso de información, deliberación y consulta ciudadana, con
ciudadanos obligados a arrancarle la información a las empresas y a los
gobiernos, mediante recursos judiciales, también crecerán sin solución los
conflictos socioambientales.
Salvo que empecemos a discutir con toda la información y con
los interesados. De eso se trata la licencia social. Y, acaso, el más serio
desafío de la democracia.
(*) Autor de Deliberación o dependencia. Ambiente,
licencia social y democracia deliberativa (Prometeo 2013)
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