Friedrich Nietzsche era un hombre enamoradizo pero cuando una mujer lo rechazaba, se volvía agresivo contra todo el género femenino. |
Por Manuel Vicent
Nietzsche fue un tipo enamoradizo que ejerció a lo largo de
su vida una misoginia muy singular. “El hombre ama dos cosas: el peligro y el
juego. Por eso ama a la mujer, el más peligroso de los juegos”.
Este aforismo
lo sacó de sus entrañas y lo puso en boca de Zaratustra después de conocer en
Roma a Lou Andreas-Salomé y haber recibido de ella la suficiente cosecha de
calabazas. Zaratustra fue el profeta que lanzó la proclama del superhombre, un
ejemplar humano que, según la teoría de Nietzsche, debería ser profundamente
culto, bello, fuerte, independiente, poderoso, libre, tolerante, a semejanza de
un dios epicúreo, capaz de aceptar el universo y la vida como es. Pues bien,
este modelo de superhombre aplicado por Nietzsche a sí mismo, en la vida real
babeaba ante cualquier mujer atractiva que se pusiera a su alcance y si era
rubia y rica la pedía en matrimonio de forma compulsiva, casi como un reflejo
condicionado. El consiguiente rechazo le despertaba una descarga agresiva
contra todo el género femenino. “Hasta aquí hemos sido muy corteses con las
mujeres. Pero, ¡ay!, llegará el día en que para tratar con una mujer habrá
primero que pegarle en la boca”. Y una vez vomitada la invectiva literaria, el
superhombre quedaba tranquilo.
Su padre fue pastor protestante, de quien recibió una
educación muy religiosa y que al morir tempranamente de enfermedad mental dejó
a su hijo Friedrich, de cuatro años, tal vez inoculado con el germen de la
locura. Durante la infancia y adolescencia del filósofo en Röcken (la actual
Alemania), su lugar de nacimiento, estuvo rodeado de un férreo círculo femenino
compuesto por la madre Franziska, la hermana Elizabeth, la tía Rosalie y la
abuela Erdmunde. Fue un paisaje familiar agobiante, que le dejó unas secuelas
de las que no se recuperaría nunca. Además de Lou Andreas-Salomé, una galería
de mujeres pasó por su vida, unas como amor platónico, otras a través de una
relación epistolar erótica, otras bajo la especie de amor maternal, otras como
amor imposible y cada una de ellas formaba una ola sucesiva de un solo
tormento. A todas adoraba en la práctica, a todas zahería literariamente y pese
a su misoginia, lejos de aborrecerle, ellas se sentían atraídas por su talento
y su bondad enloquecida, pero al final siempre terminaban por pararle los pies.
Tampoco él estaba muy seguro de su virilidad. Por ejemplo, cuando una de sus
amigas, Rosalie Nielsen, lo citó en la habitación de un hotel y comenzó a
insinuarse Nietzsche tuvo que huir saltando por una ventana.
Nietzsche estudió Teología en el internado de Schulpforta e
imbuido de religión se adentró después en la filología griega en las Universidades
de Bonn y de Leipzig. Su cerebro no encontró la forma de asimilar la mezcla
explosiva de cristianismo y belleza socrática. Deslumbrado por los mármoles de
una Grecia imaginada, se convirtió al paganismo, que le obligó a gritar a los
cielos el aforismo famoso: “¡Dios ha muerto!”.
Convencido de que el Crucificado era el adalid de una
religión de esclavos, se abrazó a Apolo, el dios de la línea pura, y a
Dionisios, el sátiro de la pasión y la orgía, corrientes contrarias que
comenzaron a luchar en el interior de su espíritu. A la hora de enfrentarse a
una mujer, también se debatía entre el ideal de belleza y la convulsión
entusiasta. En este caso siempre ganaba Dionisios, el dios del caramillo y las
patas de cabra.
Seriamente enfermo de sífilis, en 1882 Nietzsche abandonó la
Universidad de Basilea y repartió su vida errante entre la nieve suiza y el sol
de Italia. Fue en Roma, en la mansión de Malwyda van Meysenburg, una famosa
feminista alemana, que había abierto un salón literario, donde conoció a Lou
Andreas-Salomé.
Esta rusa de 18 años era una joven que después de una
adolescencia mística se había propuesto ejercer la libertad a toda costa como
una forma de salvación personal más allá de la práctica del feminismo
militante. El choque entre esta mujer libre y el misógino recalcitrante fue el
esperado. Nietzsche se rindió ante su talento y le pidió matrimonio a primera
vista con una declaración cursi y telúrica: “¿De qué astros del universo hemos
caído los dos para encontrarnos aquí uno con el otro?” Esta descarga poética
solo provocó una sonrisa en aquella mujer extraordinaria, que en ese momento
estaba enamorada de Paul Rée, discípulo del filósofo.
Como forma de consolación, Nietzsche propuso vivir con ellos
un triángulo estético con un amor traspasado de idealismo pagano en la soleada
Capri, con viajes a Niza y Venecia. Tampoco cuajó la idea. Lou Andreas-Salomé
fue una coleccionista de amantes famosos, hipotéticos, extraños, entre ellos
Rilke y Sigmund Freud. Huidiza e imposible, en esta escalada Nietzsche fue para
ella el primer peldaño.
Por otra parte, el paganismo estético de Nietzsche le costó
la amistad de Richard Wagner, que recorría el camino contrario. Desde los dioses
nórdicos regresaba al cristianismo llevándose con él a su mujer Cósima, otro de
los amores imposibles de Nietzsche. Enamorarse de la mujer del amigo era ese
juego peligroso que al parecer más le excitaba. El desaire le arrancaba de las
entrañas un aforismo cruel.
En la puerta del retrete de un bar de carretera, alguien
había escrito: “Dios ha muerto. Firmado: Nietzsche”. Debajo de este aforismo
otro usuario había añadido: “Nietzsche ha muerto. Firmado: Dios”. Ante este par
de sentencias inexorables Woody Allen comentó: “Dios ha muerto, Nietzsche ha
muerto y yo no me encuentro muy bien de salud”. Es una bonita forma de bajarle
los humos al superhombre.
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