Por James Neilson |
Al aproximarse a su fin la larguísima, confusa y nada
emocionante campaña electoral, el panorama político nacional se ha llenado de
espejismos engañosos. Como viajeros sin mapas ni brújula que deambulan por un
desierto arenoso, los deseosos de llegar a algún lugar determinado temen
despertarse un día para enterarse de que, sin habérselo propuesto, se dirigían
hacia otro muy distinto.
La culpa la tiene el sistema presidencial que, mal que
nos pese, es binario por naturaleza, pero ocurre que muchos políticos y otros
se han acostumbrado a actuar como si la Argentina fuera un país parlamentario
en el que una minoría respetable podría conservar su identidad sin resignarse a
la impotencia. Por desgracia, no es así.
Puesto que ningún
candidato obtendrá en la primera vuelta presidencial la mitad más uno de los
votos, Mauricio Macri y Sergio Massa, con sus respectivos acompañantes, están
procurando convencer a la gente de que en el país rige una especie de ley de
lemas conforme a la cual un voto opositor podría transformarse, para disgusto
de quién lo deposita en la urna correspondiente, en uno oficialista. Cuando
hablan de lo que para ellos por lo menos sería un “voto útil”, advierten que
los que no sirvan para aumentar su propio caudal podrían llegar al destino
equivocado.
Pensándolo bien, tienen razón. Según Macri, todos los votos
conseguidos por Massa terminarían beneficiando a Daniel Scioli, el archienemigo
del tigrense combativo, ya que podrían permitirle distanciarse del ingeniero
por más de diez puntos. Por su parte, Massa dice que apoyar a Macri
significaría dejar que el oficialismo se aferre al poder por un rato más, ya
que le sería imposible al porteño ganar en una eventual segunda vuelta por
tratarse de un candidato “derechista”, casi un “neoliberal”, un tipo que a ojos
de muchos peronistas y progresistas difícilmente podría ser más antipático.
Aunque Macri está procurando persuadir a quienes lo toman por un gorila que es
tan humano como el que más, de ahí su participación en el homenaje al general
que se celebró hace algunos días en la ciudad que maneja, por portación de
apellido no le está resultando nada fácil superar los prejuicios en tal
sentido.
En la provincia de
Buenos Aires las reglas del juego son distintas de las vigentes en el plano
nacional, pero así y todo la macrista María Eugenia Vidal se ha puesto a
advertir al electorado que no le convendría en absoluto votar a favor del
massista Felipe Solá porque en tal caso podría ayudar a que triunfara el
temible kirchnerista Aníbal Fernández aun cuando el funcionario oficialista más
vehemente quedara muy lejos de una mayoría absoluta, ya que en el distrito no
habrá segunda vuelta. Aquellos que comparten con Scioli la aversión que le
produce Aníbal, pues, tendrían que cortar las boletas para que María Eugenia
saliera primera, pero sería cuestión de un ejercicio de civismo activo que para
muchos sería demasiado molesto.
Lo que los
candidatos, con la excepción de Scioli, Aníbal y sus partidarios, están
pidiendo es que todos los contrarios al statu quo que, de acuerdo con ciertas
encuestas, conforman el sesenta por ciento de la población o más, cierren filas
detrás de los opositores mejor ubicados, es decir, de ellos mismos, por temor a
que los representantes de la primera minoría aprovechen las divisiones. Sin
embargo, sucede que las circunstancias los obligan a concentrarse en la interna
opositora y por lo tanto a ampliar las grietas ya existentes, tarea que muchos
han emprendido con entusiasmo notable.
Macri y Massa están
intercambiando golpes porque privilegian su propio destino político inmediato,
mientras que María Eugenia Vidal parece estar mucho más preocupada por la
presencia de Solá que por el peligro que a su juicio encarna el quilmeño
acusado de ser cómplice de narcotraficantes, razón esta por la cual el tema de
la droga se ha erigido en uno de los principales de la campaña electoral.
También está procurando desacreditar a los candidatos opositores principales la
progresista Margarita Stolbizer; entenderá que los únicos que le agradecerían
por sus esfuerzos vigorosos por hundirlos serán Scioli y Fernández, pero tal
eventualidad no la ha conmovido. Aunque Margarita no tiene posibilidad alguna
de triunfar en las elecciones, sí podría permitirle a Scioli distanciarse lo
suficiente de Macri o Massa como para ahorrarse el riesgo que le supondría el
ballottage. Como decían en su momento los comunistas, “objetivamente” la dama
progre es una oficialista K.
El embrollo que se ha creado es consecuencia de la
incapacidad congénita de los miembros de la clase política nacional de formar
partidos auténticos. Se trata de una deficiencia que perjudica enormemente a
quienes militan en agrupaciones menores que, al negarse a apoyar a lo que en su
opinión sería el mal menor, se hacen “funcionales” al peor. En cambio, para
quienes han logrado apoderarse del Estado, si carecen de escrúpulos les resulta
fácil construir, en base a los fondos que les proporcionan los contribuyentes,
movimientos que acaso sean coyunturales, como el que se ha aglutinado en torno
a las banderas del Frente para la Victoria, pero que así y todo serán menos
precarios que los armados por opositores que en última instancia dependen de
nada más que su propio carisma personal.
Ya antes de
celebrarse las PASO, algunos opositores comprendían muy bien que, para
desplazar a los kirchneristas del poder, tendrían que unirse, pero por
distintos motivos, entre ellos la confianza de Macri en que el país estaría
dispuesto a dar la bienvenida a un gobierno de PRO sin patas peronistas o
radicales visibles, no lo hicieron a tiempo. De haberse producido la prevista
“polarización” entre Macri y Scioli, el panorama se hubiera simplificado, pero
para frustración del candidato de Cambiemos, Massa seguiría en carrera,
pisándole los talones y afirmándose capaz de aventajarlo justo antes de la
jornada electoral.
Con todo, el que
Scioli haya resultado ser un candidato débil a causa de lo terriblemente
difícil que le está resultando conservar el apoyo de los kirchneristas puros
que, cada tanto, le exigen más pruebas de lealtad hacia la caprichosa y a
menudo rencorosa presidenta Cristina, ha dado nuevas esperanzas a la oposición,
pero por tal razón no le ha brindado muchos motivos para procurar asumir una
postura común. Así, pues, aunque las encuestas hacen prever una elección
reñida, el eventual ganador sólo contará con el respaldo decidido de una
minoría, lo que, en vista de la gravedad de los problemas que le aguardan al
país, es de por sí preocupante. Lo mismo que Néstor Kirchner al iniciar su
gestión en 2003, el sucesor de Cristina tendrá que “construir poder” desde la
presidencia antes de ponerse a gobernar en serio, pero a diferencia del
santacruceño, no se verá beneficiado por la voluntad general de permitirle
hacerlo por miedo a una recaída en la anarquía que siguió al colapso del
gobierno del presidente Fernando de la Rúa.
Desde hace muchos años, los interesados en la extraña
resistencia de la Argentina a desarrollarse como han hecho tantos otros países
de rasgos a primera vista parecidos, entienden que las causas de la debacle son
políticas, ya que sobran los recursos naturales y la cultura nacional se
asemeja mucho a la del sur europeo. ¿Sería que aquí los políticos son menos
inteligentes o más corruptos que sus equivalentes de otras latitudes? La verdad
es que no existen motivos para creerlo. Lo que los hace tan diferentes de los
demás es el orden institucional en el que operan, uno que se caracteriza por la
ausencia de partidos pluralistas con raíces históricas profundas que brindarían
la impresión de ser instituciones casi tan permanentes como el Estado mismo.
A veces, la presencia
en la Casa Rosada de un caudillo de mentalidad autoritaria sirve para difundir
una sensación de estabilidad, pero sólo se trata de una ilusión, ya que tales
líderes propenden a rodearse de obsecuentes y oportunistas que, suponen, no
pensarían en conspirar en su contra. Para ellos, la sucesión es un problema
mayúsculo. Si por motivos constitucionales tienen que abandonar la presidencia,
se las arreglarán para dejar a su sucesor un país apenas gobernable para que la
gente sienta nostalgia por los buenos viejos tiempos. Se trata de una variante
de la alternativa “yo o el caos”.
Tal y como están las
cosas, parece virtualmente imposible que la Argentina tenga pronto un gobierno
que sea a la vez representativo y razonablemente eficaz. Todos los aún
factibles parecen precarios. Uno encabezado por Scioli sería no sólo
minoritario sino también un campo de batalla en que los militantes de La
Cámpora y otros kirchneristas lucharían con denuedo por privarlo de parcelas de
poder. Si gana Macri, no tardaría en ser tratado por sus muchos adversarios,
tanto peronistas como progresistas e izquierdistas, como un neoliberal
fanatizado resuelto a poner el país al servicio de una horda insaciable de
banqueros, empresarios y especuladores. Por su condición de peronista, Massa
podría tener más suerte, pero a menos que protagonice una remontada vertiginosa
en la recta final, a lo sumo le esperará una derrota digna que festejaría
Scioli y enojaría sobremanera a Macri.
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