Por Natalio Botana |
El lunes pasado, el candidato José Cano afirmó que, una vez
concluido el escrutinio definitivo para elegir gobernador en Tucumán, "la
Junta Electoral no puede proclamar absolutamente a nadie. La legitimidad de
esta elección está vedada por hechos escandalosos". El juicio de Cano se
suma a lo que viene diciendo la oposición: en muchas provincias -incluida
Buenos Aires- las elecciones sufren vicios de origen que ponen en cuestión su
honestidad.
Como decíamos el mes pasado, en vísperas de los comicios de
Tucumán, el problema no es para nada novedoso en la Argentina. Lo grave es la
incapacidad manifiesta, derivada de una mezcla de ineptitudes, corruptelas y
clientelismo, que concluye conservando estos usos dispuestos a desnaturalizar
el sufragio. ¿Se podrá llegar a buen puerto con un conjunto de reformas
políticas capaz de aligerar esa carga de malformaciones que erosionan creencias
públicas y separan antagónicamente a las fuerzas políticas?
Cuesta responder a esta pregunta en términos positivos
debido al hecho de que nuestra democracia padece, desde hace ya varios años,
una lenta erosión de sus fundamentos de legitimidad. No se trata, por cierto,
de una conmoción detectable en un momento crucial ni tampoco de un súbito golpe
militar como aquellos que, mediante la irrupción de la violencia organizada,
trastocaron la legalidad establecida durante gran parte del último siglo.
Se trata, más bien, de una cadena de hechos que, si primero
afectaron al nervio republicano del ejercicio institucional de la democracia,
ahora se vuelven también en contra del principio electoral de la representación
ciudadana en los tres niveles de nuestro ordenamiento federal: el nacional, el
provincial y el municipal. Estas maniobras, orientadas a usurpar la soberanía
del pueblo, se han ido acumulando en el curso de estos años.
Empero, lo que importa destacar ahora es la estridencia de
este fenómeno que se traduce en discursos, en movilizaciones de signo opuesto
en calles y plazas, en el cruce de impugnaciones y en la judicialización de las
denuncias. Así, a cada rato se reproducen pasiones polémicas, pertrechadas como
corresponde con una belicosa carga verbal, frente a una opinión pública que, al
cabo, no sabe a quién creerle y oscila entre la protesta y la indiferencia.
Cuando se difunden estas actitudes, el atributo de la
legitimidad, sobre el cual descansa la duración y el perfeccionamiento del
régimen democrático, comienza a vacilar: dudas persistentes acerca de lo que se
hace, sospechas condimentadas por la presencia cotidiana de la corrupción,
desconfianza acerca de la probidad de los gobernantes y candidatos, y por
último, cerrando el círculo, un descreimiento que corroe las virtudes cívicas
ínsitas en los ideales del buen gobierno.
Esta opacidad que nos impide percibir lo que realmente
acontece entre bambalinas, o lo que se esconde tras andanadas propagandísticas,
está desfigurando la democracia como si su práctica se redujese a levantar
muros protectores de la mentira. De este modo, la política viene a ser una
aviesa manipulación de lo oculto que arroja en la campaña electoral
"carpetazos" y "contracarpetazos" para revelar corrupciones
ciertas o falsas.
El resultado de este enjambre denigratorio, que se ha posado
sobre un depósito de cuestiones pendientes sin resolver, termina haciendo más
profunda la fosa del descreimiento. Una ciudadanía escéptica en el nivel de los
gobernados y cínica en el nivel de los gobernantes no constituye una
combinación viable para consolidar una democracia que reclama reformas y
transparencia.
Luego de haber desperdiciado la oportunidad que nos
depararon unos años de extraordinaria abundancia (un ciclo que ya se ha
cerrado) deberíamos revertir esta fatiga o astenia vital para afrontar los
desafíos de un período diferente, más condicionado y, por tanto, más exigente.
De nada valdrán en este trance los discursos que se fabrican con el criterio de
alcanzar efectos electorales inmediatos.
Si estas estratagemas verbales y gestuales podrían servir
para ganar una elección, tal vez convenga subrayar que los votos pueden
evaporarse (miremos, por ejemplo, a Brasil) como agua en el desierto si no los
acompaña un drástico cambio en el plano de la ética y en los estilos que abonan
el diálogo y la concertación entre dirigentes y partidos.
La práctica de un concepto agonal de la política, basado en
la enemistad y la exclusión del contrario, tiene su contrapartida en esta
yuxtaposición de agravios recíprocos con los cuales se pretende convencer a la
ciudadanía para obtener votos. Añadamos a esto las presunciones de fraude y
tendremos un cuadro típico de degradación institucional.
La Cámara Nacional Electoral (CNE) ha insistido sobre este
punto y en la incomprensible demora para modificar un régimen electoral
bastante maltrecho por la voluntad de retener el poder a cualquier precio y con
el encono que ello genera. La acordada que ha dado a conocer la CNE señala, en
este sentido, un camino que debe profundizarse. Estas reformas o las hace un
concurso constructivo de voluntades o no las hace nadie porque, si prevaleciese
el temperamento excluyente, típico de estos años, seguiremos empantanados en
una suerte de incompetencia colectiva.
En un admirable artículo escrito recientemente por Eduardo
Frei y Ricardo Lagos, publicado en el diario El País, en defensa de los
derechos conculcados en la persona de Leopoldo López y sus cuatro compañeros
por la dictadura fáctica que hoy domina en Venezuela (esto último según
definición de Felipe González), los ex presidentes de Chile recuerdan estos
valores básicos: "Nunca debemos olvidar que la convivencia democrática es
esencial para construir futuro. Ninguna nación se hace grande sofocando al que
piensa distinto. Porque cuando se aniquila el diálogo y se excluye la voz de
los otros, al final no hay patria para nadie".
Este es un necesario elogio del diálogo, recomendable para
una situación de autoritarismo político mucho más grave que la que hoy
afrontamos en la Argentina. Pero el hecho de que no hayamos tocado fondo como
Venezuela no invalida el análisis de un proceso que, lejos de ser ascendente,
muestra evidentes signos de declinación.
¿Cómo es posible que, a 32 años de inaugurada la democracia,
estemos discutiendo sobre las bases electorales de la emisión del voto? Estas
cosas prueban cómo en el decurso de las democracias se entremezclan el progreso
y la decadencia. Por supuesto no hay que desesperar, pero me pregunto si, más
allá de una retórica armada en torno de voces grandilocuentes, la dirigencia
está dispuesta a producir una sincera transformación en las conductas.
El diálogo constructivo se impone pues para rehacer
instituciones. Por ejemplo, debido a la renuncia de Carlos Fayt, a partir del
11 de diciembre, a quien despedimos con el afecto cívico y personal que merece
su ejemplar trayectoria, la Corte Suprema debe incorporar dos jueces para
completar su elenco. ¿Se cree que semejante operación será posible por la
imposición de mayorías obcecadas? Otro dato que prueba que, más allá de la
contienda electoral, debemos preparar el terreno para asentar un nuevo estilo y
un apego compartido a la calidad ética de la democracia. En todo caso, bienvenido
el aire fresco: una Cámara de Apelaciones anuló las elecciones en Tucumán y
Fernando Niembro renunció a su candidatura.
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