“La adulación prodiga
a manos llenas el rango de genios a los poderosos; imbéciles
hay que se lo
otorgan a sí mismos”
José Ingenieros: "El genio y el idiota son los términos extremos de una escala infinita". |
El clima del Genio
Ningún filósofo, estadista, sabio o poeta alcanza la
genialidad mientras en su medio se siente exótico o inoportuno; necesita
condiciones favorables de tiempo y de lugar para que su aptitud se convierta en
función y marque una época en la historia. El ambiente constituye el “clima”
del genio y la oportunidad marca su “hora”. Sin ellos ningún cerebro
excepcional puede elevarse a la genialidad; pero el uno y la otra no bastan
para crearla.
Nacen muchos ingenios excelentes en cada siglo. Uno, entre
cien, encuentra tal clima y tal hora que lo destina fatalmente a la
culminación: es como si la buena semilla cayera en terreno fértil y en vísperas
de lluvia. Ese es el secreto de su gloria: coincidir con la oportunidad que
necesita de él. Se entreabre y crece, sintetizando un Ideal implícito en el
porvenir inminente o remoto: presintiéndolo, instituyéndolo, enseñándolo,
iluminándolo, imponiéndolo.
La obra del genio no es fruto exclusivo de la inspiración
individual, ni puede mirarse como un feliz accidente que tuerce el curso de la
historia; convergen a ella las aptitudes personales y circunstancias infinitas.
Cuando una raza, un arte, una ciencia o un credo preparan su advenimiento o
pasan por una renovación fundamental, el hombre extraordinario aparece,
personificando nuevas orientaciones de los pueblos o de las ideas. Las anuncia
como artista o profeta, las desentraña como inventor o filósofo, las emprende
como conquistador o estadista. Sus obras le sobreviven y permiten reconocer su
huella, a través del tiempo. Es rectilíneo e incontrastable: vuela y vuela,
superior a todos los obstáculos, hasta alcanzar la genialidad. Llegando a
deshoras ese hombre viviría inquieto, fluctuante, desorientado; sería siempre
intrínsecamente un ingenio, podría llegar al talento si se acomodara a alguna
de sus vocaciones adventicias, pero no sería un genio, mientras no le
correspondiera ese hombre por la obra realizada. No podría serlo desde que le
faltara la oportunidad en su ambiente.
Otorgar ese título a cuantos descuellan por determinada
aptitud, significa mirar como idénticos a todos los que se elevan sobre la
medianía; es tan inexacto como llamar idiotas a todos los hombres inferiores.
El genio y el idiota son los términos extremos de una escala infinita. Por
haberlo olvidado mueven a reír las estadísticas y las conclusiones de algunos
antropólogos. Reservemos el título a pocos elegidos. Son animadores de una
época, transfundiéndose, algunas veces, en su generación y con más frecuencia
en las sucesivas, herederas legítimas de sus ideas o de su impulso.
La adulación prodiga a manos llenas el rango de genios a los
poderosos; imbéciles hay que se lo otorgan a sí mismos. Hay, sin embargo, una
medida para apreciar la genialidad: si es legítima, se reconoce por su obra,
honda en su raigambre y vasta en su floración. Si poeta, canta un ideal; si
sabio, lo define; si santo, lo enseña; si héroe, lo ejecuta.
Pueden adivinarse en un hombre joven las más conspicuas
aptitudes para alcanzar la genialidad; pero es difícil pronosticar si las
circunstancias convergerán a que ellas se conviertan en obras. Y, mientras no
las vemos, toda apreciación es caprichosa. Por eso, y porque ciertas obras
geniales no se realizan en minutos, sino en años, un hombre de genio puede
pasar desconocido en su tiempo y ser consagrado por la posteridad. Los
contemporáneos no suelen marcar el paso a compás del genio; pero si éste ha
cumplido su destino, una nueva generación estará habilitada para comprenderlo.
En vida, muchos hombres de genio son ignorados, proscriptos,
desestimados o escarnecidos. En la lucha por el éxito pueden triunfar los
mediocres, pues se adaptan mejor a las modas ideológicas reinantes; para la
gloria sólo cuentan las obras inspiradas por un ideal y consolidadas por el
tiempo, que es donde triunfan los genios. Su victoria no depende del homenaje
transitorio que pueden otorgarle o negarle los demás, sino de su propia
capacidad para cumplir su misión. Duran a pesar de todo, aunque Sócrates beba
la cicuta, Cristo muera en la cruz o Bruno agonice en la hoguera: fueron los
órganos vitales de funciones necesarias en la historia de los pueblos o de las
doctrinas. Y el genio se reconoce por la remota eficacia de su esfuerzo o de su
ejemplo, más que por la remota eficacia de su esfuerzo o de su ejemplo, más que
por las frágiles sanciones de los contemporáneos.
La magnitud de la obra genial se calcula por la vastedad de
su horizonte y la extensión de sus aplicaciones. En ello se ha querido fundar
cierta jerarquía de los diversos órdenes del genio, considerados como
perfeccionamientos extraordinarios del intelecto y de la voluntad.
Ninguna clasificación es justa. Variando el clima y la hora
puede ocurrir la aparición de uno u otro orden de genialidad, de acuerdo con la
función social que la suscita; y, siendo la más oportuna, es siempre la más
fecunda. Conviene renunciar a toda estratificación jerárquica de los genios,
afirmando su diferencia y admirándolos por igual: más allá de cierto nivel
todas las cumbres son excelsas. Nadie, si no fueran ellos mismos, podría
creerse habilitado para decretarles rangos y desniveles. Ellos se despreocupan
de estas pequeñeces; el problema es insoluble por definición.
Ni jerarquía ni especies: la genialidad no se clasifica. El
hombre que la alcanza es el abanderado de un ideal. Siempre es definitivo: es
un hito en la evolución de su pueblo o de su arte. Las historias adocenadas
suelen ser crónicas de capitanes y conquistadores; las otras formas de
genialidad entran en ellas como simples accidentes. Y no es justo. Homero,
Miguel Ángel, Cervantes y Goethe vivieron en sus siglos más altos que los emperadores;
por cada uno de ellos se mide la grandeza de su tiempo. Marcan fechas
memorables, personificando aspiraciones inmanentes de su clima intelectual. El
golpe de ala es tan necesario para sentir o pensar un credo como para
predicarlo o ejecutarlo: todo Ideal es una síntesis. Las grandes trasmutaciones
históricas nacen como videncias líricas de los genios artísticos, se trasfunden
en la doctrina de los pensadores y se realizan por el esfuerzo de los
estadistas; la genialidad deviene función en los pueblos y florece en
circunstancias irremovibles, fatalmente.
La moral del genio
El genio es excelente por su moral, o no es genio. Pero su
moralidad no puede medirse con preceptos corrientes en los catecismos; nadie
mediría la altura del Himalaya con cintas métricas de bolsillo. La conducta del
genio es inflexible respecto de sus ideales. Si busca la Verdad, todo sacrifica
a ella. Si la Belleza, nada se desvía. Si el Bien, va recto y seguro por sobre
todas las tentaciones. Y si es un genio universal, poliédrico, lo verdadero, lo
bello y lo bueno se unifican en su ética ejemplar, que es un culto simultáneo
por todas las excelencias, por todas las idealidades. Como fue en Leonardo y
Goethe.
Por eso es raro. Excluye toda inconsecuencia respecto del
ideal: la inmoralidad para consigo mismo es la negación del genio. Por ella se
descubren los desequilibrados, los exitistas y los simuladores. El genio ignora
las artes del escalamiento y las industrias de la prosperidad material. En la
ciencia busca la verdad, tal como la concibe; ese afán le basta para vivir.
Nunca tiene alma de funcionario. Sobrelleva heroicamente su pobreza sin asaltar
el presupuesto, sin vender sus libros a los gobiernos, sin vivir de favores y
de prebendas, ignorando esa técnica de los falsos genios oficiales que simulan
el mérito para medrar a la sombra del Estado. Vive como es, buscando la Verdad
y decidido a no torcer un milésimo de ella. El que pueda domesticar sus
convicciones no es, no puede ser, nunca, absolutamente, un hombre genial.
Ni lo es tampoco el que concibe un bien y no lo practica.
Sin unidad moral no hay genio. El que predica la verdad y transige con la
mentira, el que predica la justicia y no es justo, el que predica la piedad y
es cruel, el que predica la lealtad y traiciona, el que predica el patriotismo
y lo explota, el que predica el carácter y es servil, el que predica la
dignidad y se arrastra, todo el que usa dobleces, intrigas, humillaciones, esos
mil instrumentos incompatibles con la visión de un ideal, ese no es genio, está
fuera de la santidad: su voz se apaga sin eco, no repercute en el tiempo, como
si resonara en el vacío.
El portador de un ideal va por caminos rectos, sin reparar
que sean ásperos y abruptos. No transige nunca movido por vil interés; repudia
el mal cuando concibe el bien; ignora la duplicidad; ama en la patria a todos
sus conciudadanos y siente vibrar en la propia el alma de toda la humanidad;
tiene sinceridades que dan escalofríos a los hipócritas de su tiempo y dice la
verdad en tal personal estilo que sólo puede ser palabra suya; tolera en los
demás errores sinceros, recordando los propios; se encrespa ante las bajezas,
pronunciando palabras que tienen ritmos de Apocalipsis y eficacia de catapulta;
cree en sí mismo y en sus ideales, sin pactar con los perjuicios y los dogmas
de cuantos le acosan con furor, de todos los costados. Tal es la culminante
moralidad del genio. Cultiva en grado sumo las más altas virtudes sin
preocuparse de carpir en la selva magnífica las malezas que concentran la
preocupación de los espíritus vulgares.
Los genios amplían su sensibilidad en la apropiación que
elevan su inteligencia; pueden subordinar los pequeños sentimientos a los
grandes, los cercanos a los remotos, los concretos a los abstractos. Entonces
los hombres de miras estrechas los suponen desamorados, apáticos, escépticos. Y
se equivocan. Sienten, mejor que todos, lo humano. El mediocre limita su
horizonte afectivo a sí mismo, a su familia, a su camarilla, a su facción; pero
no sabe extenderlo hasta la verdad o la humanidad, que sólo puede apasionar al
genio. Muchos hombres darían su vida por defender a su secta; son raros los que
se han inmolado conscientemente por una doctrina o por un ideal.
La fe del genio en el
Ideal
La fe es la fuerza del genio. Para imantar a una era
necesita amar su Ideal y transformarlo en pasión: “Golpea tu corazón, que en él
está tu genio”, escribió Stuart Mill, antes que Nietzche. La intensa cultura no
entibia a los visionarios: su vida entera es una fe en acción. Saben que los
caminos más escarpados llevan más alto. Nada emprenden que no estén decididos a
concluir. Las resistencias son espolonazos que los incitan a preservar; aunque
nubarrones de escepticismo ensombrezcan su cielo, son, en definitiva,
optimistas y creyentes: cuando sonríen, fácilmente se adivina el ascua
crepitante bajo su ironía. Mientras el hombre sin ideales ríndese en la primera
escaramuza, el genio se apodera del obstáculo, lo provoca, lo cultiva, como si
en él pusiera su orgullo y su gloria: con igual vehemencia la llama acosa al
objeto que la obstruye, hasta encenderlo, para agrandarse a sí misma.
La fe es la antítesis del fanatismo. La firmeza del genio es
una suprema dignidad del propio Ideal; la falta de creencias sólidamente
cimentadas convierte al mediocre en fanático. La fe se confirma en el choque
con las opiniones contrarias; el fanatismo teme vacilar ante ellas e intenta
ahogarlas. Mientras agonizan sus viejas creencias, Saulo persigue a los
cristianos, con saña proporcionada a su fanatismo; pero cuando el nuevo credo
se afirma en Pablo, la fe le alienta, infinita: enseña y no persigue, predica y
no amordaza. Muere él por su fe, pero no mata; fanático, habría vivido para
matar. La fe es tolerante: respeta las creencias propias en las ajenas. Es
simple confianza en un Ideal y en la suficiencia de las propias fuerzas; los
hombres de genio se mantienen creyentes y firmes en sus doctrinas, mejor que si
éstas fueran dogmas o mandamientos. Permanecen libres de las supersticiones
vulgares y con frecuencia las combaten: por eso los fanáticos les suponen
incrédulos, confundiendo su horror a la común mentira con falta de entusiasmo
por el propio Ideal. Todas las religiones reveladas pueden permanecer ajenas a
la fe del hombre virtuoso. Nada hay más extraño a la fe que el fanatismo. La fe
es de visionarios y el fanatismo es de siervos. La fe es una dignidad y el
fanatismo es un renunciamiento. La fe es una afirmación individual de alguna
verdad propia y el fanatismo es una conjura de huestes para ahogar la verdad de
los demás.
Frente a la domesticación del carácter que rebaja el nivel
moral de las sociedades contemporáneas, todo homenaje a los hombres de genio
que impendieron (2) su vida por la Libertad y por la Ciencia, es un acto de fe
en su porvenir: sólo en ellos pueden tomarse ejemplos morales que contribuyan
al perfeccionamiento de la Humanidad. Cuando alguna generación siente un
hartazgo de chatura, de doblez, de servilismo, tiene que buscar en los genios
de su raza los símbolos de pensamiento y de acción que la templen para nuevos
esfuerzos.
Todo hombre de genio es la personificación suprema de un
Ideal. Contra la mediocridad, que asedia a los espíritus originales, conviene
fomentar su culto: robustece las alas nacientes. Los más altos destinos se
templan en la fragua de la admiración. Poner la propia fe en algún ensueño,
apasionadamente, con la más honda emoción, es ascender hacia las cumbres donde
aletea la gloria. Enseñando a admirar el genio, la santidad y el heroísmo,
prepáranse climas propicios a su advenimiento.
Los ídolos de cien fanatismos han muerto en el curso de los
siglos, y fuerza es que mueran otros venideros, implacablemente segados por el
tiempo.
Hay algo humano, más duradero que la supersticiosa
fantasmagoría de lo divino: el ejemplo de las altas virtudes. Los santos de la
moral idealista no hacen milagros: realizan magnas obras, conciben supremas
bellezas, investigan profundas verdades. Mientras existan corazones que
alienten un afán de perfección, serán conmovidos por todo lo que revela fe en
un Ideal: por el canto de los poetas, por el gesto de los héroes, por la virtud
de los santos, por la doctrina de los sabios, por la filosofía de los pensadores.
José Ingenieros - “El hombre mediocre”
0 comments :
Publicar un comentario