miércoles, 23 de septiembre de 2015

UN TEXTO DE JOSÉ INGENIEROS

“La adulación prodiga a manos llenas el rango de genios a los poderosos; imbéciles 
hay que se lo otorgan a sí mismos”

José Ingenieros: "El genio y el idiota son los términos extremos de una escala infinita".
El clima del Genio

Ningún filósofo, estadista, sabio o poeta alcanza la genialidad mientras en su medio se siente exótico o inoportuno; necesita condiciones favorables de tiempo y de lugar para que su aptitud se convierta en función y marque una época en la historia. El ambiente constituye el “clima” del genio y la oportunidad marca su “hora”. Sin ellos ningún cerebro excepcional puede elevarse a la genialidad; pero el uno y la otra no bastan para crearla.

Nacen muchos ingenios excelentes en cada siglo. Uno, entre cien, encuentra tal clima y tal hora que lo destina fatalmente a la culminación: es como si la buena semilla cayera en terreno fértil y en vísperas de lluvia. Ese es el secreto de su gloria: coincidir con la oportunidad que necesita de él. Se entreabre y crece, sintetizando un Ideal implícito en el porvenir inminente o remoto: presintiéndolo, instituyéndolo, enseñándolo, iluminándolo, imponiéndolo.

La obra del genio no es fruto exclusivo de la inspiración individual, ni puede mirarse como un feliz accidente que tuerce el curso de la historia; convergen a ella las aptitudes personales y circunstancias infinitas. Cuando una raza, un arte, una ciencia o un credo preparan su advenimiento o pasan por una renovación fundamental, el hombre extraordinario aparece, personificando nuevas orientaciones de los pueblos o de las ideas. Las anuncia como artista o profeta, las desentraña como inventor o filósofo, las emprende como conquistador o estadista. Sus obras le sobreviven y permiten reconocer su huella, a través del tiempo. Es rectilíneo e incontrastable: vuela y vuela, superior a todos los obstáculos, hasta alcanzar la genialidad. Llegando a deshoras ese hombre viviría inquieto, fluctuante, desorientado; sería siempre intrínsecamente un ingenio, podría llegar al talento si se acomodara a alguna de sus vocaciones adventicias, pero no sería un genio, mientras no le correspondiera ese hombre por la obra realizada. No podría serlo desde que le faltara la oportunidad en su ambiente.

Otorgar ese título a cuantos descuellan por determinada aptitud, significa mirar como idénticos a todos los que se elevan sobre la medianía; es tan inexacto como llamar idiotas a todos los hombres inferiores. El genio y el idiota son los términos extremos de una escala infinita. Por haberlo olvidado mueven a reír las estadísticas y las conclusiones de algunos antropólogos. Reservemos el título a pocos elegidos. Son animadores de una época, transfundiéndose, algunas veces, en su generación y con más frecuencia en las sucesivas, herederas legítimas de sus ideas o de su impulso.

La adulación prodiga a manos llenas el rango de genios a los poderosos; imbéciles hay que se lo otorgan a sí mismos. Hay, sin embargo, una medida para apreciar la genialidad: si es legítima, se reconoce por su obra, honda en su raigambre y vasta en su floración. Si poeta, canta un ideal; si sabio, lo define; si santo, lo enseña; si héroe, lo ejecuta.

Pueden adivinarse en un hombre joven las más conspicuas aptitudes para alcanzar la genialidad; pero es difícil pronosticar si las circunstancias convergerán a que ellas se conviertan en obras. Y, mientras no las vemos, toda apreciación es caprichosa. Por eso, y porque ciertas obras geniales no se realizan en minutos, sino en años, un hombre de genio puede pasar desconocido en su tiempo y ser consagrado por la posteridad. Los contemporáneos no suelen marcar el paso a compás del genio; pero si éste ha cumplido su destino, una nueva generación estará habilitada para comprenderlo.

En vida, muchos hombres de genio son ignorados, proscriptos, desestimados o escarnecidos. En la lucha por el éxito pueden triunfar los mediocres, pues se adaptan mejor a las modas ideológicas reinantes; para la gloria sólo cuentan las obras inspiradas por un ideal y consolidadas por el tiempo, que es donde triunfan los genios. Su victoria no depende del homenaje transitorio que pueden otorgarle o negarle los demás, sino de su propia capacidad para cumplir su misión. Duran a pesar de todo, aunque Sócrates beba la cicuta, Cristo muera en la cruz o Bruno agonice en la hoguera: fueron los órganos vitales de funciones necesarias en la historia de los pueblos o de las doctrinas. Y el genio se reconoce por la remota eficacia de su esfuerzo o de su ejemplo, más que por la remota eficacia de su esfuerzo o de su ejemplo, más que por las frágiles sanciones de los contemporáneos.

La magnitud de la obra genial se calcula por la vastedad de su horizonte y la extensión de sus aplicaciones. En ello se ha querido fundar cierta jerarquía de los diversos órdenes del genio, considerados como perfeccionamientos extraordinarios del intelecto y de la voluntad.

Ninguna clasificación es justa. Variando el clima y la hora puede ocurrir la aparición de uno u otro orden de genialidad, de acuerdo con la función social que la suscita; y, siendo la más oportuna, es siempre la más fecunda. Conviene renunciar a toda estratificación jerárquica de los genios, afirmando su diferencia y admirándolos por igual: más allá de cierto nivel todas las cumbres son excelsas. Nadie, si no fueran ellos mismos, podría creerse habilitado para decretarles rangos y desniveles. Ellos se despreocupan de estas pequeñeces; el problema es insoluble por definición.

Ni jerarquía ni especies: la genialidad no se clasifica. El hombre que la alcanza es el abanderado de un ideal. Siempre es definitivo: es un hito en la evolución de su pueblo o de su arte. Las historias adocenadas suelen ser crónicas de capitanes y conquistadores; las otras formas de genialidad entran en ellas como simples accidentes. Y no es justo. Homero, Miguel Ángel, Cervantes y Goethe vivieron en sus siglos más altos que los emperadores; por cada uno de ellos se mide la grandeza de su tiempo. Marcan fechas memorables, personificando aspiraciones inmanentes de su clima intelectual. El golpe de ala es tan necesario para sentir o pensar un credo como para predicarlo o ejecutarlo: todo Ideal es una síntesis. Las grandes trasmutaciones históricas nacen como videncias líricas de los genios artísticos, se trasfunden en la doctrina de los pensadores y se realizan por el esfuerzo de los estadistas; la genialidad deviene función en los pueblos y florece en circunstancias irremovibles, fatalmente.

La moral del genio

El genio es excelente por su moral, o no es genio. Pero su moralidad no puede medirse con preceptos corrientes en los catecismos; nadie mediría la altura del Himalaya con cintas métricas de bolsillo. La conducta del genio es inflexible respecto de sus ideales. Si busca la Verdad, todo sacrifica a ella. Si la Belleza, nada se desvía. Si el Bien, va recto y seguro por sobre todas las tentaciones. Y si es un genio universal, poliédrico, lo verdadero, lo bello y lo bueno se unifican en su ética ejemplar, que es un culto simultáneo por todas las excelencias, por todas las idealidades. Como fue en Leonardo y Goethe.

Por eso es raro. Excluye toda inconsecuencia respecto del ideal: la inmoralidad para consigo mismo es la negación del genio. Por ella se descubren los desequilibrados, los exitistas y los simuladores. El genio ignora las artes del escalamiento y las industrias de la prosperidad material. En la ciencia busca la verdad, tal como la concibe; ese afán le basta para vivir. Nunca tiene alma de funcionario. Sobrelleva heroicamente su pobreza sin asaltar el presupuesto, sin vender sus libros a los gobiernos, sin vivir de favores y de prebendas, ignorando esa técnica de los falsos genios oficiales que simulan el mérito para medrar a la sombra del Estado. Vive como es, buscando la Verdad y decidido a no torcer un milésimo de ella. El que pueda domesticar sus convicciones no es, no puede ser, nunca, absolutamente, un hombre genial.

Ni lo es tampoco el que concibe un bien y no lo practica. Sin unidad moral no hay genio. El que predica la verdad y transige con la mentira, el que predica la justicia y no es justo, el que predica la piedad y es cruel, el que predica la lealtad y traiciona, el que predica el patriotismo y lo explota, el que predica el carácter y es servil, el que predica la dignidad y se arrastra, todo el que usa dobleces, intrigas, humillaciones, esos mil instrumentos incompatibles con la visión de un ideal, ese no es genio, está fuera de la santidad: su voz se apaga sin eco, no repercute en el tiempo, como si resonara en el vacío.

El portador de un ideal va por caminos rectos, sin reparar que sean ásperos y abruptos. No transige nunca movido por vil interés; repudia el mal cuando concibe el bien; ignora la duplicidad; ama en la patria a todos sus conciudadanos y siente vibrar en la propia el alma de toda la humanidad; tiene sinceridades que dan escalofríos a los hipócritas de su tiempo y dice la verdad en tal personal estilo que sólo puede ser palabra suya; tolera en los demás errores sinceros, recordando los propios; se encrespa ante las bajezas, pronunciando palabras que tienen ritmos de Apocalipsis y eficacia de catapulta; cree en sí mismo y en sus ideales, sin pactar con los perjuicios y los dogmas de cuantos le acosan con furor, de todos los costados. Tal es la culminante moralidad del genio. Cultiva en grado sumo las más altas virtudes sin preocuparse de carpir en la selva magnífica las malezas que concentran la preocupación de los espíritus vulgares.

Los genios amplían su sensibilidad en la apropiación que elevan su inteligencia; pueden subordinar los pequeños sentimientos a los grandes, los cercanos a los remotos, los concretos a los abstractos. Entonces los hombres de miras estrechas los suponen desamorados, apáticos, escépticos. Y se equivocan. Sienten, mejor que todos, lo humano. El mediocre limita su horizonte afectivo a sí mismo, a su familia, a su camarilla, a su facción; pero no sabe extenderlo hasta la verdad o la humanidad, que sólo puede apasionar al genio. Muchos hombres darían su vida por defender a su secta; son raros los que se han inmolado conscientemente por una doctrina o por un ideal.

La fe del genio en el Ideal

La fe es la fuerza del genio. Para imantar a una era necesita amar su Ideal y transformarlo en pasión: “Golpea tu corazón, que en él está tu genio”, escribió Stuart Mill, antes que Nietzche. La intensa cultura no entibia a los visionarios: su vida entera es una fe en acción. Saben que los caminos más escarpados llevan más alto. Nada emprenden que no estén decididos a concluir. Las resistencias son espolonazos que los incitan a preservar; aunque nubarrones de escepticismo ensombrezcan su cielo, son, en definitiva, optimistas y creyentes: cuando sonríen, fácilmente se adivina el ascua crepitante bajo su ironía. Mientras el hombre sin ideales ríndese en la primera escaramuza, el genio se apodera del obstáculo, lo provoca, lo cultiva, como si en él pusiera su orgullo y su gloria: con igual vehemencia la llama acosa al objeto que la obstruye, hasta encenderlo, para agrandarse a sí misma.

La fe es la antítesis del fanatismo. La firmeza del genio es una suprema dignidad del propio Ideal; la falta de creencias sólidamente cimentadas convierte al mediocre en fanático. La fe se confirma en el choque con las opiniones contrarias; el fanatismo teme vacilar ante ellas e intenta ahogarlas. Mientras agonizan sus viejas creencias, Saulo persigue a los cristianos, con saña proporcionada a su fanatismo; pero cuando el nuevo credo se afirma en Pablo, la fe le alienta, infinita: enseña y no persigue, predica y no amordaza. Muere él por su fe, pero no mata; fanático, habría vivido para matar. La fe es tolerante: respeta las creencias propias en las ajenas. Es simple confianza en un Ideal y en la suficiencia de las propias fuerzas; los hombres de genio se mantienen creyentes y firmes en sus doctrinas, mejor que si éstas fueran dogmas o mandamientos. Permanecen libres de las supersticiones vulgares y con frecuencia las combaten: por eso los fanáticos les suponen incrédulos, confundiendo su horror a la común mentira con falta de entusiasmo por el propio Ideal. Todas las religiones reveladas pueden permanecer ajenas a la fe del hombre virtuoso. Nada hay más extraño a la fe que el fanatismo. La fe es de visionarios y el fanatismo es de siervos. La fe es una dignidad y el fanatismo es un renunciamiento. La fe es una afirmación individual de alguna verdad propia y el fanatismo es una conjura de huestes para ahogar la verdad de los demás.

Frente a la domesticación del carácter que rebaja el nivel moral de las sociedades contemporáneas, todo homenaje a los hombres de genio que impendieron (2) su vida por la Libertad y por la Ciencia, es un acto de fe en su porvenir: sólo en ellos pueden tomarse ejemplos morales que contribuyan al perfeccionamiento de la Humanidad. Cuando alguna generación siente un hartazgo de chatura, de doblez, de servilismo, tiene que buscar en los genios de su raza los símbolos de pensamiento y de acción que la templen para nuevos esfuerzos.

Todo hombre de genio es la personificación suprema de un Ideal. Contra la mediocridad, que asedia a los espíritus originales, conviene fomentar su culto: robustece las alas nacientes. Los más altos destinos se templan en la fragua de la admiración. Poner la propia fe en algún ensueño, apasionadamente, con la más honda emoción, es ascender hacia las cumbres donde aletea la gloria. Enseñando a admirar el genio, la santidad y el heroísmo, prepáranse climas propicios a su advenimiento.

Los ídolos de cien fanatismos han muerto en el curso de los siglos, y fuerza es que mueran otros venideros, implacablemente segados por el tiempo.

Hay algo humano, más duradero que la supersticiosa fantasmagoría de lo divino: el ejemplo de las altas virtudes. Los santos de la moral idealista no hacen milagros: realizan magnas obras, conciben supremas bellezas, investigan profundas verdades. Mientras existan corazones que alienten un afán de perfección, serán conmovidos por todo lo que revela fe en un Ideal: por el canto de los poetas, por el gesto de los héroes, por la virtud de los santos, por la doctrina de los sabios, por la filosofía de los pensadores.

José Ingenieros - “El hombre mediocre”

Selección: Agensur.info

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