Por Juan Cruz
La muerte de un niño es una afrenta, un grito de la vida contra
la muerte. Un niño muerto en la playa, en el lugar en el que se produce ese
idilio del mar con la tierra y que ahí no desprende felicidad sino el terrible
sonido de una noticia que llueve como el llanto en el corazón. Un niño muerto
en la playa, buscando refugio en el mundo, huyendo de la guerra, escapando del
cruel sonido de las armas y también del hambre.
Esta imagen del niño sirio muerto en una playa turca, la
desolación que desprende el gesto del guardia que fue a salvarlo, la luz, la
playa, esa orilla que parece un símbolo del propio paso descalzo del muchacho
por un mundo que ya no lo va a recibir nunca, ni a él ni a tantos. Es un poema
desgarrador, un réquiem como aquel que entonaba José Hierro: es un niño como
millones de niños, un ser humano que ya ríe y pregunta y persigue sombras como
si fueran juguetes.
El hachazo cruel de la época lo convierte en el retrato con
el que la conciencia del mundo ha de convivir como la expresión de esa afrenta.
El guardia hizo el gesto desesperado; pero antes del guardia fue el mundo el
que no lo supo salvar; el guardia fue el héroe de los ojos tristes, hizo todo
lo que pudo. No lo supo salvar el mundo.
Su único destino, el de sus padres, el
de sus pasos, era sobrevivir; su horizonte no era ni siquiera vivir, tener
oficio, amores y despedidas: su destino, ese que yace ahora sin vida en el
mundo, era el de dibujar en la arena la casa, el barco, y ya no hay ni casa ni
barco ni nada. No hay nada. El mundo se lo ha quitado todo: ni este ni aquel,
ni este país ni este otro: el responsable de esa terrible expresión de este
tiempo es el mundo entero, porque el niño también es el mundo entero. Sus manos
son los dibujos que deja, su cuerpo de tres o cuatro años es lo que queda del
árbol que él hubiera imaginado que era la vida, y antes de tiempo supo que el
mundo no sabe salvar a los niños porque también desconoce cómo salvarse. Ahí
yace, en esa playa, el mundo entero.
0 comments :
Publicar un comentario