Las tempestuosas
elecciones en Tucumán expresan muchos de los vicios antiguos
y presentes de la
política nac & pop.
Por Beatriz Sarlo |
Hace unos días, un importante dirigente del peronismo bonaerense
me dijo: “La gente no vota porque le den un bolsón de comida; es imposible
manipularla de ese modo”. El hombre no negaba que se repartiera mercadería
entre los votantes. Con respeto por el libre albedrío político, manifestaba su
creencia, o su convicción, de que el clientelismo no modifica el voto. O sea
que decenas de caudillos no la tienen clara.
La pregunta siguiente, que no hice, sería: ¿por qué se
insiste en el reparto de bienes entre los votantes, tal como lo ha reconocido
el mismo Alperovich, extendiendo esa práctica a los rivales de su propio
partido? ¿Por qué hay reparto si no se obtendría nada a cambio?
Sobre esto, dos hipótesis por lo menos. La primera es que
las costumbres políticas tardan más en desaparecer que lo que tardan en volatilizarse
sus efectos. Por eso, los rutinarios punteros y jefes territoriales no
percibieron todavía lo que mi amigo peronista, un hombre inteligente, ya
descubrió: que repartir bienes es inútil si se busca el voto como resultado de
esa acción. O, matizando la hipótesis, los que distribuyen bienes entre los
votantes todavía creen que ese reparto puede producir el resultado que buscan:
reparten guiados por efectos pretéritos.
La segunda hipótesis es que mi amigo esté equivocado y que
el reparto de bienes produzca resultados electorales. Esto sucedería porque los
ciudadanos agradecen con su voto el favor recibido casi al pie de la urna,
según las denuncias realizadas en los comicios tucumanos. El vínculo de
agradecimiento es una relación política, salvo que se piense que lo político se
desarrolla siempre en un ámbito abstracto caracterizado únicamente por
operaciones intelectuales.
Todos, no sólo los más pobres, experimentan en algún momento
de su vida ese vínculo de agradecimiento, que es legítimo. Yo lo sentí por
Alfonsín cuando, inmediatamente después de asumir la presidencia, empezó a
cumplir su promesa electoral de enjuiciar a las tres juntas militares de la
dictadura. Las organizaciones de derechos humanos lo sintieron en el acto de
recuperación de la ESMA. El agradecimiento puede disolverse cuando quien lo
provoca retrocede en las acciones que hicieron que mereciera ser reconocido
(ése fue el caso de Alfonsín). Y también puede convertirse en la base afectiva
de manipulaciones tácticas, como sucedió con algunas organizaciones de derechos
humanos durante el kirchnerismo.
Pero en ambos ejemplos, lo que se agradecía eran actos
políticos que no estaban vinculados a que la gratitud se convirtiera en un voto
en el mismo instante en que se la experimentaba. No eran manipulaciones
efímeras.
Quien agradece en el intercambio de bienes materiales pone
en juego el hecho de que se hayan reconocido sus necesidades inmediatas: un
bolsón de comida, unos colchones, chapas para el techo. Entonces, la pregunta
sobre el efecto dádiva-agradecimiento debería ser acompañada por otra.
Insulto. Después de doce años de gobierno kirchnerista, con
la ruidosa épica que se atribuye, ¿por qué subsisten poblaciones atascadas en
el penoso sentimiento de agradecer una bolsa de mercadería? Sin haber
experimentado hambre ni privaciones, es menos probable que el voto pueda
trocarse de ese modo. Por eso, el reparto de mercadería es una táctica
insultante practicada en las regiones más pobres, de la que se prescinde en las
plazas electorales, donde los votantes están menos sujetos a la necesidad. En
esos distritos electorales es más barato y más fácil repartir comida de vez en
cuando que crear las condiciones en las que ese reparto sea innecesario e
irrisorio.
El segundo aspecto que develan Tucumán y otras elecciones
anteriores es la difusión de una amenaza bajo la forma del rumor: “Si ganan los
otros, perdemos los planes”. Como se sabe, el rumor es un instrumento
discursivo de gran poder. Es difícil discutir un rumor, es casi imposible
desmentirlo, existe simplemente porque comienza a circular y se lo repite.
Pero, para que esto suceda, debe anclar en los deseos o los miedos. Sin ellos
como espacio de transmisión, el rumor decae. El rumor es como el mito: crece en
un suelo que existe realmente, aunque su mensaje sea una invención. Cuanto más
interprete el miedo de un grupo, más fuerte será su poder de convencerlo. Si
ganan los otros, perdemos los planes se convierte en una amenaza.
Es más fácil, por cierto, identificar a los repartidores de
bolsones que las tramas donde se difunde el rumor. En un aspecto, el rumor es
parte de la política. Podría decirse que, idealmente, una campaña electoral no
debería sostenerse en falsedades. Pero también podría decirse que quienes temen
“perder los planes” tienen una larga experiencia de defraudación, de promesas
cumplidas sólo parcialmente, de compromisos traicionados por dirigentes
corruptos o ineptos. Es complicado situar el rumor y sus falsedades como aspecto
de un fraude. Informa, más bien, de ciudadanos enredados en sus temores y sus
carencias.
Finalmente, está el fraude en las urnas. Este es
verdaderamente el último eslabón de una cadena, fundido con los otros
eslabones, ya que la compra de fiscales o el sometimiento de empleados públicos
son puntos de esa malla de hierro. Para cortar estos eslabones, muchos
tucumanos se manifestaron frente a la Casa de Gobierno y fueron reprimidos.
La Presidenta no se ocupó del fraude, como si hubiera
transcurrido en un lejano Halloween Horror Park. Tampoco impidió que, en un
acto administrativo digno de Truchilandia, la hija de Agustín Rossi fuera
nombrada directora del Banco Nación. Cristina Kirchner se va pronto. Quizá para
poder aceptar este retiro necesite dar la espalda a la realidad.
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