Por Arturo Pérez-Reverte |
Alguna vez comenté en esta página la existencia de una clase
de lector que a menudo es muy útil, pero que en sus versiones psicopáticas
resulta un perfecto tocapelotas. Lo curioso es que suelen ser hombres. En los
treinta años que llevo escribiendo novelas, no recuerdo un solo caso en que se
tratara de mujeres. Aunque esto no las excluye, naturalmente, y sólo sitúa el
asunto en terreno estadístico.
Me refiero a quien, después de hacerte el honor
de calzarse tu libro, escribe una carta o se pone en contacto contigo para
decirte que en tal o cual página hay un error, o una errata. Por lo general eso
se agradece mucho, pues el error y la errata son parte consustancial de
cualquier fruto de darle a la tecla. Cualquiera que practique este oficio sabe
que, por mucho esmero que pongas, raro es el texto donde no quede un descuido,
un dato mal consignado, una errata que pasa a todos inadvertida hasta el día
aciago en que por primera vez abres el libro recién impreso y ahí está el
gazapo, masticando una zanahoria, mirándote a los ojos mientras pregunta «¿Qué
hay de nuevo, viejo?».
Hay sin embargo, como digo, una variedad de censor de
erratas que puede ser molesta: el que desde el principio no plantea la cosa
como un deseo de ayudarte a mejorar el texto en una siguiente edición, sino que
trata de demostrar que es más listo y está mejor informado que tú. A veces eso
es cierto, pues aunque pases años currándote un texto y lo apoyes con intenso
trabajo y amplia biblioteca, hay mil rendijas por donde pueden colarse una
inexactitud o un error. La primera lección la obtuve con mi primera novela, El húsar, cuando un lector me comunicó,
en términos muy simpáticos, que era imposible que mi personaje se tumbara bajo
un eucalipto, porque los eucaliptos no llegaron a España hasta después de la
guerra de la Independencia. Del mismo modo, cuarenta años después, otro lector,
vecino de Aranda de Duero, me ha hecho notar que en mi última novela sitúo el
río Riaza algo desplazado de su ubicación real. Lo que demuestra dos cosas: que
hay lectores atentos y agradables, y que, por mucho que vayas de riguroso y
documentado, siempre hay un agujero donde meter la pata. Y siempre hay alguien
que sabe más que tú. De todo. Hablas de los treinta eslabones de cadena del
tanque Verdeja, o los que sean, y siempre habrá un tío que se los contó uno por
uno. El maldito.
La última novela, por supuesto, no escapa al asunto. De la
docena de cartas que recibí con Hombres
buenos, todas son agradables, incluso las que se equivocan. Porque de
éstas, digámoslo, alguna es un verdadero patinazo. Un par de ellas coinciden en
la palabra peseta usada por personajes de una historia ambientada en 1780-1781,
y me dicen que la peseta no existió como moneda oficial hasta muy entrado el
siglo XIX; pero ignoran -y ahora es a mí a quien le gotea un poquito el
colmillo- que el término era de uso anterior, pues ya figuraba en los sainetes
de Ramón de la Cruz y en el Diccionario de Autoridades de 1726. En otra carta
se me reprocha mencionar leyes de Carlos III publicadas en La Gazeta de Madrid, pues ahí, afirma ese lector, «lamentablemente NO se publicó ninguna».
Carta que podría haberse ahorrado si antes hubiera echado un vistazo a la
colección de la Gazeta de, por
ejemplo, 1784, comprobando que ese año se publicaron allí veintiuna
disposiciones reales diversas; y también si hubiese considerado, con
generosidad de lector inteligente, que una novela o un artículo de folio y
medio no son lugar idóneo para explicar diferencias entre leyes, cédulas y
decretos reales del XVIII.
Otra cosa, claro, es el tocapelotas profesional, sobrado,
agresivo, que se frota las manos pensando: «A éste lo he pillado». Y acto
seguido se relame contándotelo, no en plan constructivo, sino para dar por saco
en plan: «Si hubiera consultado usted con un experto como yo, que no escribo
novelas porque no quiero, esto no le habría pasado». Y es curioso -brindo el
asunto a los psicólogos-, porque esta clase de fulanos en busca de su minuto de
gloria es la que más se equivoca. Quizá sea la soberbia que los ciega, o las
prisas por tirarse el pegote, pero el caso es que a veces ni lo comprueban. Y
suelen columpiarse de forma clamorosa, como cuando un arrogante profesor de
instituto escribió -no a mí, sino a la Real Academia- denunciando el «error lingüístico grave» que yo habría
cometido en una novela escribiendo «intimar
a la rendición» en vez de «intimidar
a la rendición», que según aquel imbécil era lo correcto. O cuando otro me
reprochó que escribiera la palabra grafiti, españolizada, en vez de graffiti, y tuve que responderle que era
yo quien la había introducido, personalmente, en la última edición del
Diccionario.
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