El conflicto de Siria
interpela a la canciller alemana y a las políticas migratorias
de las naciones
europeas.
Por James Neilson |
Hace poco más de medio año, el gobierno italiano advirtió
que el Estado Islámico, también conocido como ISIS, se preparaba para provocar
un desastre humanitario en Europa enviándole medio millón de refugiados.
Según
el ministro del Interior, Angelino Alfano, se trataría de “un éxodo sin
precedentes”. Acertaba.
Aunque en las semanas finales de la Segunda Guerra Mundial
los países que andando el tiempo conformarían la Unión Europea acogieron a por
lo menos doce millones de refugiados, la mayoría de origen alemán, pudieron
hacerlo con facilidad relativa por ser cuestión de personas de cultura
parecida. El aluvión migratorio actual es distinto. Con escasas excepciones,
quienes están enfilando hacia Alemania convocados por “mamá Merkel” son
musulmanes. Puede que casi todos sean buenas personas que sueñan con una vida
mejor que la que les esperaba en Turquía, Siria, Irak, Afganistán, Pakistán,
Bangladesh, Libia, Nigeria, Eritrea o, huelga decirlo, Hungría y Uruguay, pero
también los hay que no tienen la más mínima intención de adaptarse a las
costumbres de su nuevo país de residencia. Por el contrario, se esforzarán para
que se asemeje más al lugar que dicen querer dejar atrás.
Los líderes europeos se sienten desbordados por lo que está
sucediendo. Los asustó el furor desatado por medios periodísticos que, como les
es natural, están aprovechando una oportunidad para informarnos de que los
responsables de ellos sí saben llorar por la muerte de un niño inocente
encontrado ahogado en una playa turca, es decir, asiática, que enseguida se vio
convertido en símbolo de la escandalosa crueldad europea. Encabezados en esta
oportunidad por Angela Merkel, dirigentes como François Hollande, David Cameron
y los demás entendieron que a ellos también les convendría brindar la impresión
de ser dechados de solidaridad humanitaria dispuestos a abrir las puertas de
sus países respectivos para que entraran todos los necesitados. ¿Y las
consecuencias a mediano plazo de tanta generosidad? Luego de felicitarse por
sus buenos sentimientos, tales políticos comenzaron a pensar en detalles como
la reacción previsiblemente adversa del grueso de sus propios compatriotas,
aquellos derechistas xenófobos, cuando no neonazis, que no comparten el
entusiasmo progre por el multiculturalismo.
Sería con toda seguridad excesivo atribuir todo cuanto está
ocurriendo en Europa a un astuto plan yihadista. Siempre fue de prever que la
desintegración de Siria desataría un éxodo masivo y que los islamistas, tanto
los fanáticos sanguinarios de ISIS como los relativamente pacíficos como el
presidente turco Recep Tayyip Erdogan, se las arreglarían para desviarlo hacia
Europa donde contarían con la colaboración de los muchos que están convencidos
de que todas las calamidades habidas y por haber se deben a su propia maldad,
de suerte que les corresponde asumir sus responsabilidades. A los biempensantes
europeos y norteamericanos les encanta sentirse culpables, una propensión
imputable al apego a la doctrina cristiana del pecado original que otros, de
mentalidad muy diferente, han aprendido a aprovechar. Aunque los regímenes del
Golfo Pérsico han contribuido a hacer de buena parte del Oriente Medio un
infierno al apoyar a bandas de militantes sunitas, se han limitado a dar ayuda
financiera a los campos de refugiados ubicados en países como Jordania, ya que,
por motivos bien concretos, no quieren arriesgarse permitiendo el ingreso de
personas que podrían causarles problemas.
Un tanto tardíamente, los gobiernos europeos han decidido
que sería de su interés discriminar entre los que califican de refugiados
genuinos, los que corren peligro de morir o ser esclavizados a menos que se alejen
de su lugar de origen, y los migrantes económicos, hombres como el padre del
niño ahogado de la foto célebre que trabajaba en Turquía pero decidió que le
iría mejor en Alemania. Distinguir entre las dos categorías no siempre es
fácil. Para entrar en Alemania, muchos iraquíes, afganos, libios e incluso
eritreos se pertrechan de pasaportes o documentos de identidad sirios; de más
está decidir que individuos vinculados con ISIS y otras agrupaciones yihadistas
participan de lo que para ellos es un negocio multimillonario, suministrando
medios de transporte y papeles a los resueltos a hacer la Europa.
También ha llamado la atención el que virtualmente todos los
refugiados o migrantes se hayan propuesto trasladarse a Alemania, Suecia o el
Reino Unido, a su juicio los países más prósperos de la Unión Europea. Mientras
que en otros tiempos quienes huían del horror se resignaban a permanecer meses,
tal vez años, en campos de refugiados con la esperanza de regresar un día al
suelo nativo, en la actualidad son mucho más exigentes. He aquí una razón por
la que la idea promovida por Merkel y Hollande de repartirlos equitativamente
no podrá funcionar. Como lo que ha sucedido en Hungría hizo evidente, a ningún
migrante le parecería aceptable quedarse más de un par de días en Polonia,
Rumania o uno de los países bálticos en los que el nivel de vida está muy por
debajo de sus expectativas y las ayudas sociales son magras. Desde su punto de
vista, sería casi tan deprimente como verse anclados en Uruguay, donde los
sirios que fueron acogidos por Pepe Mujica están pidiendo dinero para
trasladarse a Alemania.
Algunos europeos como, por extraño que parezca, el ex
arzobispo de Cantorbery, se afirman convencidos de que la única manera de
frenar el éxodo consistiría en eliminar al Estado Islámico, pero ni siquiera el
Reino Unido y Francia, los únicos países que aún cuentan con fuerzas militares
presuntamente adecuadas, osarían hacer mucho más que atacarlo desde el aire. De
todos modos, la eventual destrucción del “califato” no sería suficiente como
para restaurar la paz en Siria, donde abundan milicias yihadistas rivales, y
los europeos no quieren aliarse con el dictador Bashar al Assad. Tampoco
serviría para poner fin a los conflictos que están convulsionando el mundo
musulmán en el que están proliferando los Estados fallidos. El repliegue tanto
anímico como político de Estados Unidos y Europa no ha dado lugar a la paz
universal imaginada por los optimistas; antes bien, ha asegurado que en los
años venideros se multipliquen las guerras de sucesión sectarias, tribales y
étnicas en que atrocidades como las perpetradas a diario por los combatientes
de ISIS sean rutinarias.
Las repercusiones catastróficas de lo que está ocurriendo en
el norte de África y el Oriente Medio han coincidido con la toma de conciencia
por parte de muchos habitantes de países igualmente pobres pero menos violentos
de que podrían vivir mejor en Europa. Se trata de los migrantes económicos que
están sacando provecho de la crisis humanitaria protagonizada por los refugiados
sirios para saltar por encima de las barreras burocráticas erigidas por lo que
son, al fin y al cabo, países soberanos cuyos gobernantes se creen con derecho
a elegir entre los interesados en entrar. Como descubrieron las autoridades
húngaras, los gobernantes actuales de Alemania y Francia se sienten sumamente
indignados si un país de la Unión Europea procura aplicar las reglas
presuntamente vigentes, razón por la que, lo mismo que las griegas e italianas,
optaron por dejar a todos seguir viaje hacia el Norte.
¿Cuánto vendrán? Por un rato, mamá Merkel suponía que este
año su país recibiría 800.000, aunque últimamente se ha puesto a hablar de
500.000, o tal vez sólo 30.000. Sea como fuere, merced a su bondad ilimitada,
habrá muchos más, y muchos más morirán en el camino. Al difundirse por África y
Asia la noticia de que la líder más poderosa de la Unión Europea está a favor
de una política de fronteras abiertas para que todos puedan encontrar su lugar
en una tierra que mana leche y miel, otros millones se sentirán tentados a
emprender el viaje. Y, como no pudo ser de otra manera, el papa Francisco se
sintió constreñido a mejorar la oferta de la hija de un pastor luterano; pide a
todas las parroquias, comunidades religiosas y monasterios católicos albergar
familias de refugiados, lo que podría plantear algunas dificultades ya que, a
veces, los musulmanes más piadosos estallan de furia cuando ven crucifijos y
otros símbolos infieles.
El mundo sería mucho mejor o, por lo menos, más tranquilo,
si todos los distintos pueblos pudieran convivir en paz, respetándose
mutuamente y celebrando la diversidad, pero para que lo fuera, sería necesario
que perdieran importancia los credos religiosos y tradiciones culturales.
Aunque Europa misma se ha acercado a la utopía soñada al abandonar el grueso de
los integrantes de las clases dirigentes el fervor sectario y las pasiones
nacionalistas o ideológicas que tanto agitaban a sus mayores, en otras partes
del planeta tales vicios se han intensificado. Puede que sólo sea cuestión de
una fase, después de la cual el mundo musulmán termine reconciliándose con la
modernidad creada por el Occidente, como en efecto han hecho el Japón, China y
Corea del Sur, pero hasta que ello ocurra los comprometidos con alternativas
basadas en cultos religiosos u órdenes sociales que según ellos existían siglos
atrás en una edad de oro continuarán luchando contra los despreciados infieles
en campos de batalla que se encontrarán no sólo en los países que ya dominan
sino también en las principales ciudades de Europa.
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