domingo, 13 de septiembre de 2015

Mamá Merkel abre las puertas

El conflicto de Siria interpela a la canciller alemana y a las políticas migratorias 
de las naciones europeas.

Por James Neilson
Hace poco más de medio año, el gobierno italiano advirtió que el Estado Islámico, también conocido como ISIS, se preparaba para provocar un desastre humanitario en Europa enviándole medio millón de refugiados. 

Según el ministro del Interior, Angelino Alfano, se trataría de “un éxodo sin precedentes”. Acertaba.

Aunque en las semanas finales de la Segunda Guerra Mundial los países que andando el tiempo conformarían la Unión Europea acogieron a por lo menos doce millones de refugiados, la mayoría de origen alemán, pudieron hacerlo con facilidad relativa por ser cuestión de personas de cultura parecida. El aluvión migratorio actual es distinto. Con escasas excepciones, quienes están enfilando hacia Alemania convocados por “mamá Merkel” son musulmanes. Puede que casi todos sean buenas personas que sueñan con una vida mejor que la que les esperaba en Turquía, Siria, Irak, Afganistán, Pakistán, Bangladesh, Libia, Nigeria, Eritrea o, huelga decirlo, Hungría y Uruguay, pero también los hay que no tienen la más mínima intención de adaptarse a las costumbres de su nuevo país de residencia. Por el contrario, se esforzarán para que se asemeje más al lugar que dicen querer dejar atrás.

Los líderes europeos se sienten desbordados por lo que está sucediendo. Los asustó el furor desatado por medios periodísticos que, como les es natural, están aprovechando una oportunidad para informarnos de que los responsables de ellos sí saben llorar por la muerte de un niño inocente encontrado ahogado en una playa turca, es decir, asiática, que enseguida se vio convertido en símbolo de la escandalosa crueldad europea. Encabezados en esta oportunidad por Angela Merkel, dirigentes como François Hollande, David Cameron y los demás entendieron que a ellos también les convendría brindar la impresión de ser dechados de solidaridad humanitaria dispuestos a abrir las puertas de sus países respectivos para que entraran todos los necesitados. ¿Y las consecuencias a mediano plazo de tanta generosidad? Luego de felicitarse por sus buenos sentimientos, tales políticos comenzaron a pensar en detalles como la reacción previsiblemente adversa del grueso de sus propios compatriotas, aquellos derechistas xenófobos, cuando no neonazis, que no comparten el entusiasmo progre por el multiculturalismo.

Sería con toda seguridad excesivo atribuir todo cuanto está ocurriendo en Europa a un astuto plan yihadista. Siempre fue de prever que la desintegración de Siria desataría un éxodo masivo y que los islamistas, tanto los fanáticos sanguinarios de ISIS como los relativamente pacíficos como el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, se las arreglarían para desviarlo hacia Europa donde contarían con la colaboración de los muchos que están convencidos de que todas las calamidades habidas y por haber se deben a su propia maldad, de suerte que les corresponde asumir sus responsabilidades. A los biempensantes europeos y norteamericanos les encanta sentirse culpables, una propensión imputable al apego a la doctrina cristiana del pecado original que otros, de mentalidad muy diferente, han aprendido a aprovechar. Aunque los regímenes del Golfo Pérsico han contribuido a hacer de buena parte del Oriente Medio un infierno al apoyar a bandas de militantes sunitas, se han limitado a dar ayuda financiera a los campos de refugiados ubicados en países como Jordania, ya que, por motivos bien concretos, no quieren arriesgarse permitiendo el ingreso de personas que podrían causarles problemas.

Un tanto tardíamente, los gobiernos europeos han decidido que sería de su interés discriminar entre los que califican de refugiados genuinos, los que corren peligro de morir o ser esclavizados a menos que se alejen de su lugar de origen, y los migrantes económicos, hombres como el padre del niño ahogado de la foto célebre que trabajaba en Turquía pero decidió que le iría mejor en Alemania. Distinguir entre las dos categorías no siempre es fácil. Para entrar en Alemania, muchos iraquíes, afganos, libios e incluso eritreos se pertrechan de pasaportes o documentos de identidad sirios; de más está decidir que individuos vinculados con ISIS y otras agrupaciones yihadistas participan de lo que para ellos es un negocio multimillonario, suministrando medios de transporte y papeles a los resueltos a hacer la Europa.

También ha llamado la atención el que virtualmente todos los refugiados o migrantes se hayan propuesto trasladarse a Alemania, Suecia o el Reino Unido, a su juicio los países más prósperos de la Unión Europea. Mientras que en otros tiempos quienes huían del horror se resignaban a permanecer meses, tal vez años, en campos de refugiados con la esperanza de regresar un día al suelo nativo, en la actualidad son mucho más exigentes. He aquí una razón por la que la idea promovida por Merkel y Hollande de repartirlos equitativamente no podrá funcionar. Como lo que ha sucedido en Hungría hizo evidente, a ningún migrante le parecería aceptable quedarse más de un par de días en Polonia, Rumania o uno de los países bálticos en los que el nivel de vida está muy por debajo de sus expectativas y las ayudas sociales son magras. Desde su punto de vista, sería casi tan deprimente como verse anclados en Uruguay, donde los sirios que fueron acogidos por Pepe Mujica están pidiendo dinero para trasladarse a Alemania.

Algunos europeos como, por extraño que parezca, el ex arzobispo de Cantorbery, se afirman convencidos de que la única manera de frenar el éxodo consistiría en eliminar al Estado Islámico, pero ni siquiera el Reino Unido y Francia, los únicos países que aún cuentan con fuerzas militares presuntamente adecuadas, osarían hacer mucho más que atacarlo desde el aire. De todos modos, la eventual destrucción del “califato” no sería suficiente como para restaurar la paz en Siria, donde abundan milicias yihadistas rivales, y los europeos no quieren aliarse con el dictador Bashar al Assad. Tampoco serviría para poner fin a los conflictos que están convulsionando el mundo musulmán en el que están proliferando los Estados fallidos. El repliegue tanto anímico como político de Estados Unidos y Europa no ha dado lugar a la paz universal imaginada por los optimistas; antes bien, ha asegurado que en los años venideros se multipliquen las guerras de sucesión sectarias, tribales y étnicas en que atrocidades como las perpetradas a diario por los combatientes de ISIS sean rutinarias.

Las repercusiones catastróficas de lo que está ocurriendo en el norte de África y el Oriente Medio han coincidido con la toma de conciencia por parte de muchos habitantes de países igualmente pobres pero menos violentos de que podrían vivir mejor en Europa. Se trata de los migrantes económicos que están sacando provecho de la crisis humanitaria protagonizada por los refugiados sirios para saltar por encima de las barreras burocráticas erigidas por lo que son, al fin y al cabo, países soberanos cuyos gobernantes se creen con derecho a elegir entre los interesados en entrar. Como descubrieron las autoridades húngaras, los gobernantes actuales de Alemania y Francia se sienten sumamente indignados si un país de la Unión Europea procura aplicar las reglas presuntamente vigentes, razón por la que, lo mismo que las griegas e italianas, optaron por dejar a todos seguir viaje hacia el Norte.

¿Cuánto vendrán? Por un rato, mamá Merkel suponía que este año su país recibiría 800.000, aunque últimamente se ha puesto a hablar de 500.000, o tal vez sólo 30.000. Sea como fuere, merced a su bondad ilimitada, habrá muchos más, y muchos más morirán en el camino. Al difundirse por África y Asia la noticia de que la líder más poderosa de la Unión Europea está a favor de una política de fronteras abiertas para que todos puedan encontrar su lugar en una tierra que mana leche y miel, otros millones se sentirán tentados a emprender el viaje. Y, como no pudo ser de otra manera, el papa Francisco se sintió constreñido a mejorar la oferta de la hija de un pastor luterano; pide a todas las parroquias, comunidades religiosas y monasterios católicos albergar familias de refugiados, lo que podría plantear algunas dificultades ya que, a veces, los musulmanes más piadosos estallan de furia cuando ven crucifijos y otros símbolos infieles.

El mundo sería mucho mejor o, por lo menos, más tranquilo, si todos los distintos pueblos pudieran convivir en paz, respetándose mutuamente y celebrando la diversidad, pero para que lo fuera, sería necesario que perdieran importancia los credos religiosos y tradiciones culturales. Aunque Europa misma se ha acercado a la utopía soñada al abandonar el grueso de los integrantes de las clases dirigentes el fervor sectario y las pasiones nacionalistas o ideológicas que tanto agitaban a sus mayores, en otras partes del planeta tales vicios se han intensificado. Puede que sólo sea cuestión de una fase, después de la cual el mundo musulmán termine reconciliándose con la modernidad creada por el Occidente, como en efecto han hecho el Japón, China y Corea del Sur, pero hasta que ello ocurra los comprometidos con alternativas basadas en cultos religiosos u órdenes sociales que según ellos existían siglos atrás en una edad de oro continuarán luchando contra los despreciados infieles en campos de batalla que se encontrarán no sólo en los países que ya dominan sino también en las principales ciudades de Europa.

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