Por Fernando González |
Las migraciones por hambre, guerra o falta de oportunidades
no son un drama de hoy. Nuestros abuelos vinieron a la Argentina de España, de
Italia, de Alemania, de Rusia, Polonia o Turquía escapando de esas mismas
pestes. Los argentinos fuimos a Europa, a Australia y a los Estados Unidos
detrás del sueño simple de un trabajo o una vivienda en cada una de nuestras
crisis.
Y lo mismo hicieron y hacen paraguayos, bolivianos o peruanos que
buscan un porvenir en esta tierra. Los ciudadanos van y vienen. Siguen la ruta
de un destino que imaginan diferente al de sus miserias. Por eso escapan de la
pobreza. Por eso abandonan a los países y a las personas que aman.
Pero el planeta se ha achicado. Hay más rutas, más
vehículos, más barcos y más aviones. Las familias trashumantes tienen la
posibilidad de una vida mejor mucho más al alcance de un viaje cada vez más
corto. Y huyen de Siria o del Kurdistán. De Sudán o de Rumania. O de cualquiera
de los países que hoy la pasan mal. El problema es que el hemisferio
desarrollado del mundo no encuentra una respuesta adecuada para semejante
desafío.
Ni la negritud universitaria de Barack Obama ni la eficacia
germana de Angela Merkel. Ni los ingleses, ni los franceses, ni los chinos. Ni
la tecnología ni el presupuesto de ninguna potencia planetaria alcanza para
evitar el dolor insoportable de la imagen del niño sirio muerto de
incomprensión sobre la playa turca. Y si la modernidad del micro chip y los
misiles no lo consigue, la muerte tendrá más victorias de las muchas batallas
que le viene ganando a la civilización.
© El Cronista
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