Estados Unidos ha
sido, en América Latina, protector
de tiranos y aliado de los enemigos de la
democracia.
Por Octavio Paz |
Desde la segunda mitad del siglo XVIII, las nuevas ideas
penetraron, lentamente y con timidez, en España y en sus posesiones
ultramarinas. En la lengua española tenemos una palabra que expresa muy bien la
índole de este movimiento, su inspiración original y su limitación: europeizar.
La renovación del mundo hispánico, su modernización, no podía brotar de la
implantación de principios propios y, elaborados por nosotros, sino de la
adopción de ideas ajenas, la de la Ilustración europea.
De ahí que europeizar haya sido empleado como sinónimo de modernizar; años después apareció otra palabra con el mismo significado: americanizar. Durante todo el siglo XIX, lo mismo en la península Ibérica que en América Latina, las minorías ilustradas intentaron por distintos medios, muchos de ellos violentos, cambiar a nuestros países, dar el salto hacia la modernidad. Por esto, la palabra revolución fue también sinónimo de modernización. Nuestras guerras de independencia pueden y deben verse desde esta perspectiva: su objetivo no era sólo la separación de España, sino, mediante un salto revolucionario, transformar a los nuevos países en naciones realmente modernas. Este es un rasgo común a todos los movimientos separatistas, aunque cada uno haya tenido, según la región, características distintas. El modelo que inspiró a los revolucionarios latinoamericanos fue doble: la revolución de independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa. En realidad, puede decirse que el siglo XIX comienza con tres grandes revoluciones: la norteamericana, la francesa y la de las naciones latinoamericanas. Las tres triunfaron en los campos de batalla, pero sus resultados políticos y sociales fueron distintos en cada caso. En Estados Unidos apareció la primera sociedad plenamente moderna, aunque manchada por la esclavitud de los negros y el exterminio de los indios. A pesar de que en Francia la nación sufrió cambios sustanciales y radicales, la nueva sociedad surgida de la revolución, como lo ha mostrado Tocqueville, continuó en muchos aspectos a la-Francia centralista de Richelieu y Luis XIV. En América Latina, los pueblos conquistaron la independencia y comenzaron a gobernarse a sí mismos; sin embargo, los revolucionarios no lograron establecer, salvo en el papel, regímenes e instituciones de verdad libres y democráticos. La revolución norteamericana fundó a una nación; la francesa cambió y renovó a la sociedad; las revoluciones de América Latina fracasaron en uno de sus objetivos centrales: la modernización política, social y económica.
Las revoluciones de Francia y Estados Unidos fueron la
consecuencia de la evolución histórica de ambas naciones; los movimientos
latinoamericanos se limitaron a adoptar doctrinas y programas ajenos. Subrayo:
adoptar, no adaptar. En América Latina no existía la tradición intelectual que,
desde la reforma y la Ilustración, había formado las conciencias y las mentes
de las elites francesas y norteamericanas; tampoco existían las clases sociales
que correspondían, históricamente, a la nueva ideología liberal y democrática.
Apenas si había clase media, y nuestra burguesía no había rebasado la etapa
mercantilista. Entre los grupos revolucionarios de Francia y sus ideas había
una relación orgánica, y lo mismo puede decirse de la revolución
norteamericana; entre nosotros, las ideas no correspondían a las clases. Las
ideas tuvieron una función de más cara; así se convirtieron en una ideología,
en el sentido negativo de esta palabra, es decir, en velos que interceptan y
desfiguran la percepción de la realidad. La ideología convierte a las ideas en
máscaras: ocultan al sujeto y, al mismo tiem po, no lo dejan ver la realidad.
Engañan a los otros y nos engañan a nosotros mismos.
La independencia latinoamericana coincide con un momento de
extrema postración del imperio español. En España, la unidad nacional se había
hecho no por la fusión de los distintos pueblos de la península ni por su
voluntaria asociación, sino a través de una política dinástica hecha de
alianzas y anexiones forzadas. La crisis del Estado español, precipitada por la
invasión napoleónica, fue el comienzo de la disgregación. Por esto el
movimiento emancipador de las naciones hispanoamericanas (el caso de Brasil es
distinto) debe verse también como un proceso de disgregación. A la manera de
una nueva puesta en escena de la vieja historia hispanoárabe, con sus jeques
revoltosos, muchos de los jefes revolucionarios se alzaron con las tierras
liberadas como si las hubiesen conquistado. Los límites de algunas de las
nuevas naciones coincidieron con las de los ejércitos liberadores. El resultado
fue la atomización de regiones enteras, como América Central y las Antillas.
Los caudillos inventaron países que no eran viables ni en lo político ni en lo
económico y que además carecían de verdadera fisonomía nacional. Contra las
previsiones del sentido común, han subsistido gracias al azar histórico y a la
complicidad entre las oligarquías locales, las dictaduras y el imperialismo.
Entre el desorden y
la tiranía
La dispersión fue una cara de la medalla; la otra, la
inestabilidad, las guerras civiles y las dictaduras. A la caída del imperio
español y de su Administración, el poder se concentró en dos grupos: el
económico, en las oligarquías nativas, y el político, en los militares. Las
oligarquías eran impotentes para gobernar en nombre propio. Bajo el régimen
español, la sociedad civil, lejos de crecer y desarrollarse como en el resto de
Occidente, había vivido a la sombra del Estado. La realidad central en nuestros
países, como en España, ha sido el sistema patrimonialista. En ese sistema, el
jefe de Gobierno -príncipe o virrey, caudillo o presidente- dirige al Estado y
a la nación como una extensión de su patrimonio particular, esto es, como si
fuesen su casa. Las oligarquías, compuestas por latifundistas y comerciantes,
habían vivido supeditadas a la autoridad y carecían tanto de experiencia
política como de influencia en la población. En cambio, la ascendencia de los
clérigos era enorme, y en menor grado, la de los abogados, médicos y otros
miembros de las profesiones liberales (germen de la clase intelectual moderna).
Estos grupos abrazaron inmediatamente y con fervor las ideologías de la época;
unos fueron liberales, y otros, conservadores. La otra fuerza, la decisiva, era
la de los militares. En países sin experiencia democrática, con oligarquías
ricas y Gobiernos pobres, la lucha entre las facciones políticas desemboca
fatalmente en la violencia. Los liberales no fueron menos violentos que los
conservadores, o sea, que fueron tan fanáticos como sus adversarios. La guerra
civil endémica produjo el militarismo, y el militarismo, las dictaduras.
Durante más de un siglo, América Latina ha vivido entre el
desorden y la tiranía, la violencia anárquica y el despotismo. Se ha querido
explicar la persistencia de estos males por la ausencia de las clases sociales
y de las estructuras económicas que hicieron posible la democracia en Europa y
en Estados Unidos. Es cierto: hemos carecido de burguesías realmente modernas,
la clase media ha sido débil y poco numerosa, el proletariado es reciente. Pero
la democracia no es simplemente el resultado de las condiciones sociales y
económicas inherentes el capitalismo y a la revolución industrial. Castoriadis
ha mostrado que la democracia es una verdadera creación política, es decir, un
conjunto de ideas, instituciones y prácticas que constituyen una invención
colectiva. La democracia ha sido inventada dos veces: una, en Grecia, y otra,
en Occidente. En ambos casos ha nacido de la conjunción entre las teorías e
ideas de varias generaciones y las acciones de distintos grupos y clases, como
la burguesía, el proletariado y otros segmentos sociales. La democracia no es
una superestructura: es una creación popular. Además, es la condición, el
fundamento de la civilización moderna. De ahí que, entre las causas sociales y
económicas que se citan para explicar los fracasos de las democracias
latinoamericanas, sea necesario añadir aquella a la que me he referido más
arriba: la falta de una corriente intelectual crítica y moderna. No hay que
olvidar, por último, la inercia y la pasividad, esa inmensa masa de opiniones,
hábitos, creencias, rutinas, convicciones, ideas heredadas y usos que forman la
tradición de los pueblos. Hace ya un siglo, Pérez Galdós, que había meditado
mucho sobre esto, ponía en labios de uno de sus personajes, un liberal lúcido,
estas palabras: "Vemos el instantáneo triunfo de la idea verdadera sobre
la falsa en la esfera del pensamiento, y creemos que, con igual rapidez, puede
triunfar la idea sobre las costumbres. Las costumbres las ha hecho el tiempo
con tanta paciencia y lentitud como ha hecho las montañas, y sólo el tiempo,
trabajando un día y otro, las puede destruir. No se derriban montes a
bayonetazos" (La segunda casaca, 1883).
El imperialismo
norteamericano
Esta rápida descripción sería incompleta si no mencionase a
un elemento extraño que, simultáneamente, precipitó la desintegración y
fortificó a las tiranías: el imperialismo norteamericano. Cierto, la
fragmentación de nuestros países, las guerras civiles, el militarismo y las
dictaduras no han sido una invención de Estados Unidos. Pero él tiene una
responsabilidad primordial porque se ha aprovechado de este estado de cosas
para lucrar, medrar y dominar. Ha fomentado las divisiones entre los países,
los partidos y los dirigentes; ha amenazado con el uso de la fuerza, y no ha
vacilado en utilizarla cada vez que ha visto en peligro sus intereses; según su
conveniencia, ha ayudado a las rebeliones o ha fortificado a las tiranías. Su
imperialismo no ha sido ideológico, y sus intervenciones han obedecido a
consideraciones de orden económico y de supremacía política. Por todo esto,
Estados Unidos ha sido uno de los mayores obstáculos con que hemos tropezado en
nuestro empeño por modernizarnos. Es trágico, porque la democracia
norteamericana inspiró a los padres de nuestra independencia y a nuestros
grandes liberales, como Sarmiento y Juárez. Desde el siglo XVIII, la
modernización ha querido decir, para nosotros, democracia e instituciones
libres; el arquetipo de esa modernidad política y social fue la democracia de
Estados Unidos. Némesis histórica: Estados Unidos ha sido, en América Latina,
el protector de los tiranos y el aliado de los enemigos de la democracia.
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