Por J. Valeriano Colque (*) |
La presidente Cristina Fernández expresó en cadena nacional
que su gobierno es “federal en serio”. Revisaremos la veracidad de tal
afirmación en función del comportamiento del Estado nacional en los últimos
tres mandatos.
Distribución
arbitraria. En primer lugar, es llamativa la forma en que el Gobierno
nacional ha distribuido la obra pública en el territorio argentino, y ello se
inscribe en un problema más profundo de nuestro federalismo: la distribución de
los recursos tributarios entre el poder central y las provincias.
Existen dos modalidades contrapuestas: hacerlo de manera
reglada, institucionalizada y automática, a través de una ley de
coparticipación que distribuya la masa coparticipable en función de criterios
objetivos de reparto, como lo prevé la Constitución Nacional; o de manera
discrecional, arbitraria y de acuerdo con las preferencias partidarias. El
Gobierno nacional ha escogido la segunda opción y ha ido más allá, puesto que
dejó a un lado a los gobiernos provinciales y desembarcó en los municipios con
obras, subsidios y concesiones, lo cual manifiesta una clara intencionalidad
política y de acumulación de poder.
Esta práctica de transferencias directas a los municipios no
está prevista ni autorizada de ninguna manera en la Constitución Nacional, que
prevé que la relación federal se establece entre los sujetos de la federación,
que son el Gobierno nacional, las provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires (Caba); y señala que las provincias son las encargadas de relacionarse
con los municipios que se encuentren dentro de su territorio.
No puede haber un funcionamiento adecuado del federalismo si
los gobiernos locales no cuentan con recursos propios suficientes para costear
sus gastos. Ello genera lo que se denomina incoherencia o falta de correspondencia
fiscal, que es una de las condiciones más relevantes para el gobierno central
de “hacer cautivos o cooptar a los gobiernos subnacionales”.
Es urgente volver a abrir el debate de la coparticipación,
haciendo hincapié en los índices de distribución primaria de fondos, que
deberán favorecer a las provincias, ya que es el nivel más comprometido en la
provisión de servicios.
Sin diálogo. En
segundo lugar, este período se ha caracterizado por la ausencia de diálogo
federal. La forma federal de Estado exige coordinación entre los distintos
niveles de gobierno y búsqueda de acuerdos a fin de lograr mayor participación
de las provincias en el diseño y la posterior ejecución de las políticas
públicas. Pero este diálogo no debe ser ejercido sólo con los gobernadores del
mismo espacio político al que se pertenece, sino que debe practicarse también
con los de distinto signo partidario.
Así, en los últimos años, ha sido llamativa la falta de
diálogo entre el jefe de Gobierno de la Caba y el Poder Ejecutivo nacional. Más
si se tiene en cuenta que esta es la jurisdicción donde se asienta el gobierno
federal y en la que restan numerosos temas por debatirse. Tampoco se nos escapa
la infructuosa relación mantenida en los últimos años entre la provincia de
Córdoba y el Gobierno nacional, con demandas judiciales de por medio y una
sensación de indiferencia en el Presupuesto nacional. Lo mismo sucede con otras
tantas provincias que no se adscriben al partido que gobierna en el orden
federal, y que no por ello debieran ser castigadas y/o discriminadas. Salta, a
pesar de adherir al gobierno nacional, también fue discriminada en el reparto
de la obra pública (Autopista Orán-Pichanal, Ruta 51, Ruta 68, etc.)
Desequilibrio de
poder. En tercer lugar, la acumulación de poder concretada en los últimos
años por el Ejecutivo nacional y su desmedida expansión han impactado en el
debilitado régimen federal argentino. El “hiperpresidencialismo” es una de las
causales del debilitamiento de los gobiernos provinciales, entre otras consecuencias
negativas que tal fenómeno produce.
Esta concentración de poder en uno de los extremos de la
relación federal ha generado un desequilibrio muy grande, que anula el poder de
negociación de las provincias. Asimismo, el Congreso de la Nación, que debiera
ser el ámbito donde se discuten los grandes asuntos nacionales con criterio
federal–atento a que allí se encuentran representadas todas las provincias en
el Senado–ha pasado a ser un órgano (una “escribanía”) de ratificación de lo
resuelto por el Poder Ejecutivo.
Problemas y desafíos.
Hay otros problemas que exhibe nuestro alicaído federalismo argentino. Por
ejemplo: el desapoderamiento por el Gobierno nacional de los recursos naturales
que son de las provincias; política monetaria inflacionaria en desmedro de los
recursos provinciales; desigualdad en materia de educación, salud, promoción
industrial, cultura y capital social entre las regiones más avanzadas y las más
postergadas; proceso de regionalización inactivo (véase, por caso, la Región
del Norte Grande); provincias dominadas por estructuras feudales, dependientes
y endeudadas; triple concentración de población, riqueza y subsidios en la Caba
y partidos del área metropolitana, entre otros.
Se debe remarcar que la responsabilidad por la situación actual
del federalismo no es exclusiva del Gobierno nacional sino compartida, puesto
que la Nación ha centralizado de un modo inaceptable, pero las provincias no ejercieron una adecuada defensa de sus derechos
oponiéndose a tal avance. Asimismo, es importante indicar que el avasallamiento
de las autonomías provinciales no es potestad exclusiva de los gobiernos
kirchneristas, dado que la falta de vigencia del sistema federal es una
constante a lo largo de todo el proceso federal argentino. No obstante, notamos
con preocupación que se ha agravado en los últimos tiempos.
Confiamos en la recuperación del federalismo, el cual, como
sistema y estrategia, es tendencia irreversible en todo el mundo, y alentamos
el advenimiento de un federalismo de concertación, en el cual tanto la Nación
como las provincias converjan hacia el bien común de la Constitución Nacional.
El debate entre todos
los gobernadores debería pasar por la concepción de federalismo
Entre los debates que Argentina repite hasta el cansancio,
sin agotarlos, el referido al carácter poco federal del país ocupa un puesto
estelar. Reaparece, cada tanto, fogoneado por provincias que se sienten
discriminadas por un reparto discrecional de fondos, mientras otras prefieren
el cómodo silencio de los que participan de la fiesta sin demasiados méritos
propios.
Es un tema central porque la relación entre el Gobierno
nacional y los provinciales es siempre fluctuante y sujeta a condimentos
políticos que no pocas veces obligan a verdaderos actos de genuflexión. Pero, además,
porque las prácticas unitarias acentuadas en la última década se formalizan a
la sombra de una Constitución nacional que nos define como un país federal.
Paradójico, pero cierto.
Estos contrastes emergieron en el reciente coloquio
“Democracia y Desarrollo”, en el que se aportaron ejemplos lapidarios: un
informe del Instituto de Estudios Laborales y del Desarrollo Económico, de la
Universidad Nacional de Salta, cifra en 35% el índice de pobreza de la
provincia y que ubica al 16% de los salteños sin agua potable y al 21% viviendo
en condiciones de hacinamiento. Para más datos, el economista y director del
instituto, Jorge Paz, agrega: "Quiero aclarar que éstas son estimaciones
de la zona urbana, no de las zonas rurales". En otras palabras, los
números podrían ser peores. Esto mientras la Nación se queda con el 75 % de los
recursos, pero sólo ejecuta el 55 % del gasto nacional, frente a las provincias
que reciben el 25 %, pero gastan el 45 % del total ejecutado.
La Ley de Coparticipación de 1988, nunca modificada, es
propia de un país que ya no existe: antigua e injusta. Quedó sometida a los
arbitrios de la Constitución de 1994, un instrumento que quiso ponerla a salvo
de manipulaciones y se revela como una de las tantas fallas plasmadas hace más
de 20 años. Antes que salvaguardar derechos, se consagró un sistema injusto,
cuyos beneficiarios resienten cualquier retoque. Muchas provincias que
desempeñan la función de verdaderas mendigas del poder central siguen sin
concretar avance alguno, pese a los fondos que por décadas otras más
productivas les cedieron.
Urge sincerar las cosas, tanto como les urge a muchos
impedir tal sinceramiento. Ni en el más utópico de los mundos podría imaginarse
a amables gobernadores comprometidos en modificar un estado de cosas que les ha
permitido disponer del poder a su antojo. ¿Cómo avanzar sobre un problema que
casi todos se empeñan en negar? Una de las ideas expuestas en el citado
coloquio, la de un fondo compensador, podría ser viable, pero son muchos los
que deberían ponerse de acuerdo. Y, como suele suceder, bien podría el Gobierno
nacional apelar al recurso de dividir a quienes reclaman, privilegiando a
algunos de ellos.
Sucesivos gobiernos lo hicieron tantas veces como para que
luzca ingenuo suponer que el próximo gobierno no lo hará. El punto nodal de la
cuestión radica, entonces, en problemas más profundos. Quizá el debate entre
todos los gobernadores debería pasar por la concepción de federalismo que cada
uno sustenta. Puede que sus ideas nos produjeran más de una sorpresa.
(*) Economista
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