domingo, 20 de septiembre de 2015

Gobierno “federal en serio”

Por J. Valeriano Colque (*)
La presidente Cristina Fernández expresó en cadena nacional que su gobierno es “federal en serio”. Revisaremos la veracidad de tal afirmación en función del comportamiento del Estado nacional en los últimos tres mandatos.

Distribución arbitraria. En primer lugar, es llamativa la forma en que el Gobierno nacional ha distribuido la obra pública en el territorio argentino, y ello se inscribe en un problema más profundo de nuestro federalismo: la distribución de los recursos tributarios entre el poder central y las provincias.

Existen dos modalidades contrapuestas: hacerlo de manera reglada, institucionalizada y automática, a través de una ley de coparticipación que distribuya la masa coparticipable en función de criterios objetivos de reparto, como lo prevé la Constitución Nacional; o de manera discrecional, arbitraria y de acuerdo con las preferencias partidarias. El Gobierno nacional ha escogido la segunda opción y ha ido más allá, puesto que dejó a un lado a los gobiernos provinciales y desembarcó en los municipios con obras, subsidios y concesiones, lo cual manifiesta una clara intencionalidad política y de acumulación de poder.

Esta práctica de transferencias directas a los municipios no está prevista ni autorizada de ninguna manera en la Constitución Nacional, que prevé que la relación federal se establece entre los sujetos de la federación, que son el Gobierno nacional, las provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Caba); y señala que las provincias son las encargadas de relacionarse con los municipios que se encuentren dentro de su territorio.

No puede haber un funcionamiento adecuado del federalismo si los gobiernos locales no cuentan con recursos propios suficientes para costear sus gastos. Ello genera lo que se denomina incoherencia o falta de correspondencia fiscal, que es una de las condiciones más relevantes para el gobierno central de “hacer cautivos o cooptar a los gobiernos subnacionales”.

Es urgente volver a abrir el debate de la coparticipación, haciendo hincapié en los índices de distribución primaria de fondos, que deberán favorecer a las provincias, ya que es el nivel más comprometido en la provisión de servicios.

Sin diálogo. En segundo lugar, este período se ha caracterizado por la ausencia de diálogo federal. La forma federal de Estado exige coordinación entre los distintos niveles de gobierno y búsqueda de acuerdos a fin de lograr mayor participación de las provincias en el diseño y la posterior ejecución de las políticas públicas. Pero este diálogo no debe ser ejercido sólo con los gobernadores del mismo espacio político al que se pertenece, sino que debe practicarse también con los de distinto signo partidario.

Así, en los últimos años, ha sido llamativa la falta de diálogo entre el jefe de Gobierno de la Caba y el Poder Ejecutivo nacional. Más si se tiene en cuenta que esta es la jurisdicción donde se asienta el gobierno federal y en la que restan numerosos temas por debatirse. Tampoco se nos escapa la infructuosa relación mantenida en los últimos años entre la provincia de Córdoba y el Gobierno nacional, con demandas judiciales de por medio y una sensación de indiferencia en el Presupuesto nacional. Lo mismo sucede con otras tantas provincias que no se adscriben al partido que gobierna en el orden federal, y que no por ello debieran ser castigadas y/o discriminadas. Salta, a pesar de adherir al gobierno nacional, también fue discriminada en el reparto de la obra pública (Autopista Orán-Pichanal, Ruta 51, Ruta 68, etc.)

Desequilibrio de poder. En tercer lugar, la acumulación de poder concretada en los últimos años por el Ejecutivo nacional y su desmedida expansión han impactado en el debilitado régimen federal argentino. El “hiperpresidencialismo” es una de las causales del debilitamiento de los gobiernos provinciales, entre otras consecuencias negativas que tal fenómeno produce.

Esta concentración de poder en uno de los extremos de la relación federal ha generado un desequilibrio muy grande, que anula el poder de negociación de las provincias. Asimismo, el Congreso de la Nación, que debiera ser el ámbito donde se discuten los grandes asuntos nacionales con criterio federal–atento a que allí se encuentran representadas todas las provincias en el Senado–ha pasado a ser un órgano (una “escribanía”) de ratificación de lo resuelto por el Poder Ejecutivo.

Problemas y desafíos. Hay otros problemas que exhibe nuestro alicaído federalismo argentino. Por ejemplo: el desapoderamiento por el Gobierno nacional de los recursos naturales que son de las provincias; política monetaria inflacionaria en desmedro de los recursos provinciales; desigualdad en materia de educación, salud, promoción industrial, cultura y capital social entre las regiones más avanzadas y las más postergadas; proceso de regionalización inactivo (véase, por caso, la Región del Norte Grande); provincias dominadas por estructuras feudales, dependientes y endeudadas; triple concentración de población, riqueza y subsidios en la Caba y partidos del área metropolitana, entre otros.

Se debe remarcar que la responsabilidad por la situación actual del federalismo no es exclusiva del Gobierno nacional sino compartida, puesto que la Nación ha centralizado de un modo inaceptable, pero las provincias no ejercieron una adecuada defensa de sus derechos oponiéndose a tal avance. Asimismo, es importante indicar que el avasallamiento de las autonomías provinciales no es potestad exclusiva de los gobiernos kirchneristas, dado que la falta de vigencia del sistema federal es una constante a lo largo de todo el proceso federal argentino. No obstante, notamos con preocupación que se ha agravado en los últimos tiempos.

Confiamos en la recuperación del federalismo, el cual, como sistema y estrategia, es tendencia irreversible en todo el mundo, y alentamos el advenimiento de un federalismo de concertación, en el cual tanto la Nación como las provincias converjan hacia el bien común de la Constitución Nacional.

El debate entre todos los gobernadores debería pasar por la concepción de federalismo

Entre los debates que Argentina repite hasta el cansancio, sin agotarlos, el referido al carácter poco federal del país ocupa un puesto estelar. Reaparece, cada tanto, fogoneado por provincias que se sienten discriminadas por un reparto discrecional de fondos, mientras otras prefieren el cómodo silencio de los que participan de la fiesta sin demasiados méritos propios.

Es un tema central porque la relación entre el Gobierno nacional y los provinciales es siempre fluctuante y sujeta a condimentos políticos que no pocas veces obligan a verdaderos actos de genuflexión. Pero, además, porque las prácticas unitarias acentuadas en la última década se formalizan a la sombra de una Constitución nacional que nos define como un país federal. Paradójico, pero cierto.

Estos contrastes emergieron en el reciente coloquio “Democracia y Desarrollo”, en el que se aportaron ejemplos lapidarios: un informe del Instituto de Estudios Laborales y del Desarrollo Económico, de la Universidad Nacional de Salta, cifra en 35% el índice de pobreza de la provincia y que ubica al 16% de los salteños sin agua potable y al 21% viviendo en condiciones de hacinamiento. Para más datos, el economista y director del instituto, Jorge Paz, agrega: "Quiero aclarar que éstas son estimaciones de la zona urbana, no de las zonas rurales". En otras palabras, los números podrían ser peores. Esto mientras la Nación se queda con el 75 % de los recursos, pero sólo ejecuta el 55 % del gasto nacional, frente a las provincias que reciben el 25 %, pero gastan el 45 % del total ejecutado.

La Ley de Coparticipación de 1988, nunca modificada, es propia de un país que ya no existe: antigua e injusta. Quedó sometida a los arbitrios de la Constitución de 1994, un instrumento que quiso ponerla a salvo de manipulaciones y se revela como una de las tantas fallas plasmadas hace más de 20 años. Antes que salvaguardar derechos, se consagró un sistema injusto, cuyos beneficiarios resienten cualquier retoque. Muchas provincias que desempeñan la función de verdaderas mendigas del poder central siguen sin concretar avance alguno, pese a los fondos que por décadas otras más productivas les cedieron.

Urge sincerar las cosas, tanto como les urge a muchos impedir tal sinceramiento. Ni en el más utópico de los mundos podría imaginarse a amables gobernadores comprometidos en modificar un estado de cosas que les ha permitido disponer del poder a su antojo. ¿Cómo avanzar sobre un problema que casi todos se empeñan en negar? Una de las ideas expuestas en el citado coloquio, la de un fondo compensador, podría ser viable, pero son muchos los que deberían ponerse de acuerdo. Y, como suele suceder, bien podría el Gobierno nacional apelar al recurso de dividir a quienes reclaman, privilegiando a algunos de ellos.

Sucesivos gobiernos lo hicieron tantas veces como para que luzca ingenuo suponer que el próximo gobierno no lo hará. El punto nodal de la cuestión radica, entonces, en problemas más profundos. Quizá el debate entre todos los gobernadores debería pasar por la concepción de federalismo que cada uno sustenta. Puede que sus ideas nos produjeran más de una sorpresa.        

(*) Economista

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